lunes, 3 de septiembre de 2012

CON SABOR A POSGUERRA (2)

Es el segundo cuento del libro que no se publicó. Supongo que era demasiado real. A mí  me emociona releerlo y eso que me lo sé de memoria. Espero que os siga gustando. Se agradecen los comentarios críticos o no. ¡Allá va!

       ...Y TORTILLA DULCE

            Papá trajo al día siguiente la mantequilla. Siempre era él quien compraba las cosas que considerábamos muy especiales y la mantequilla lo era.
Recuerdo muy bien el ritual de recepción. Venía empaquetada en papel de plata forrado por dentro con otro blanco semitransparente. Debía comprarla cerca. Aunque no hiciera frío llegaba sólida.
            Mamá sacaba del aparador grande la mantequillera. Como no era algo de todos los días se guardaba con la vajilla de los días de gran fiesta. La de comer fideos decíamos. Fondo blanco, bonita guirnalda azul celeste y flores pequeñas de colores.
El receptáculo de la mantequilla era un recipiente de cristal con borde ancho y realce en el centro formando una amplia cavidad circular que había de llenarse con agua. Mamá colocaba dentro la porción de mantequilla. Cabía. La cantidad debía ser siempre la misma. Se cubría con una tapadera cóncava de metal plateado coronada por una bellotita y se llevaba en procesión a la fresquera de la cocina.
El aspecto ritual se lo dábamos nosotros. Significaba algo muy especial y, desde luego, festivo. En este caso Tortilla Dulce. ¡Nada menos!
 Todavía no había frigoríficos y en nuestra casa no había nevera de hielo. Unos armatostes con un depósito para el hielo y otro para los alimentos. Los del primero exterior derecha tenían una, pero ellos eran pudientes, eso decía mi madre. Cada dos o tres días iban con la muchacha a la fábrica de hielo que estaba en la manzana siguiente de la calle.  Era una nave grande con un enorme portón. Hacía frío. Al fondo la máquina que debía fabricar el hielo. No nos dejaban acercarnos. Sólo hasta donde estaban amontonadas las barras de hielo. Allí cortaban un pedazo de una, dos pesetas creo recordar y se lo ponían en el cubo. Alguna vez les acompañé con P. que era de mi edad más o menos. Aquello pesaba y la chica nos dejaba ayudarla a llevarlo. Parábamos cada poco para descansar. Ya en la casa nos dejaba meter el cubo entre los dos hasta la cocina. Abría la tapa del depósito, metía el hielo y vaciaba el agua que quedaba dentro abriendo un grifo. Luego nos echaba a la calle. No debí hacerlo más de una o dos veces, pero aquel signo de riqueza se me quedó grabado. Hasta la sensación de frío al entrar en la fábrica.
La tortilla dulce es un postre sencillo. Su única dificultad está en el cuajado. Cuestión de tiempo y control del calor. Para nosotros era algo mágico. Tenían que reunirse muchas circunstancias favorables. Acuerdo entre los padres, economía boyante, sentido de celebración. De algún modo la relacionábamos  con la escasez y con la reverencia que desde muy pequeños habíamos tenido hacia el pan. Éste tenía un carácter sagrado.
            No me parece esto algo peculiar de mi familia, ni siquiera de mi grupo social. El pan,  por tradición, no solo de origen religioso, había sido el símbolo del alimento desde siempre. ¿Quién no recuerda a los abuelos o a los padres recogiendo del suelo un trozo de pan, sacudirlo y besarlo después reverentemente para disponer de él con posterioridad? Nos llamaba mucho la atención que se nos prohibiera coger cualquier cosa del suelo como no fuera para tirarla a la basura, teniendo después que enjuagarnos los dedos. Con el pan la cosa cambiaba.
 Me consta que el pan, a partir de esta época en que empezó a sobrar, terminaba en una bolsa de tela para el pan duro que de vez en cuando se vaciaba misteriosamente.
            Años después, ya con quince o diecisiete años, supe del uso posterior del pan duro que no se rallaba. Más de una vez, ya adolescente, me ha ayudado con su venta, junto con la de los papeles viejos, los trapos y las botellas, a subvencionar mis esporádicas salidas al teatro. Incluso mi primera noche de ópera. Pero eso sería otra receta.
            En aquellos tiempos, todavía no se hablaba de ecología ni de reciclado, pero no se desaprovechaba nada. Todo lo combustible iba a parar al fogón y ayudaba a calentar. Los trapos, los papeles, las botellas, se vendían. En cuanto había bastantes para justificar un paseo, se llevaban a  una tienda siempre llena de toda clase de cosas rotas y viejas, la chamarilería. El resto, la ceniza y muy poco más, se tiraba a la basura. Unas personas a las que solo conocíamos cuando venían en Navidades a pasarnos unas tarjetas de felicitación en las que ponía “El trapero de su casa felicita a Vd. las Pascuas”, lo recogían por la mañana antes de que nos levantásemos. No entendí nunca por qué traperos. Lo que menos se llevaban eran trapos.
Si alguna prenda de ropa o calzado se nos quedaba pequeña y sin romper, cosa poco frecuente, se colocaba con mucho cuidado sobre el cubo, para que no se manchara. Algunas veces, si la prenda estaba en muy buen estado, raro, incluso se envolvía en papeles. Eso resultaba un dispendio considerable pues el papel del periódico tenía usos muy concretos. Partido en cuatro junto a la taza del retrete. Y en nuestra casa éramos cinco para utilizarlo y el papel higiénico no era de uso frecuente. Además lo que no se utilizaba se amontonaba para venderlo también.
 Sé de cierto, muchos años después viví en un barrio de traperos, que ellos sacaban partido a todo lo que recogían yendo a parar al vertedero un mínimo verdaderamente inutilizable. Tengo la impresión de que hasta la ceniza se usaba como fertilizante. Incluso hacían con ella una especie de lejía, nunca supe cómo.
De los traperos de mi infancia sólo tengo recuerdos inconexos. Era muy pequeño y ni los veíamos. Me quedan apenas escenas deslavazadas.
...Unas cuevas, allá por Peña Grande, donde vivía la familia de la mujer que venía a casa para ayudar a mi madre a lavar una vez por semana. No sé a qué habíamos ido allí. Recuerdo que  no me dejaban acercarme a unos niños. Jugaban con un perro negro, al lado de un charco. Y había montones de basura entre la que se movían unos y otros...
...Las manos de la mujer del trapero, venía a recoger  ropa usada o algo así, cubiertas a medias por unos mitones sucios dejando al descubierto la piel renegrida, y cómo ella encogía los dedos para no enseñarlos...
...El carro en el que se llevaban las basuras. Un hombre y una mujer sentados delante y un fuerte olor picante y dulzón. Muchos años más tarde lo reconocí en el de los cadáveres en descomposición...
           Era un mundo de parias al que no se reconocía como tal, pero que existía. En aquellos años a mí me resultaba exótico e incluso atractivo. Como el de los gitanos.
            Antes de seguir con la receta, para que el paso de uno a otro tema no sea chocante, relataré los primeros recuerdos vinculados al postre en cuestión.
            Yo debía ser muy pequeño, quizá solo tres años. ¿Mil novecientos cuarenta y dos? Puede que el cuarenta y tres.
Estaba agarrado a la falda de mi madre que se secaba las manos en un mandil.  Había unos hombres en la puerta. ¿Dos, tres? Recuerdo sus caras adustas allá en lo alto. Sus voces, secas, frías, preguntando por mi padre. Todo el nombre. Hasta con los apellidos.
Llevaban camisas azul oscuro con chapas y escudos, pantalones negros, botas, y unas correas negras muy llamativas. No eran viejos, uno de ellos me parecía cara conocida como si le hubiera visto en la casa de al lado de la nuestra.
 Mi madre se retorcía las manos. Su voz tenía un no sé que de blandura, como si ocultara dentro unos sollozos sin terminar de hacer.  No, no estaba mi padre. Se había ido el día anterior. No, tampoco sabía donde. Había dicho que tardaría unos días. No sabía si era cosa de su trabajo o de su familia.
Los hombres preguntaron más cosas. Mi madre parecía haberse vuelto tan pequeñita como yo. Como si estuviera atontada. La voz se le apagaba. Al final, ellos se marcharon.
 Esperamos un buen rato. Se asomó al balcón sin abrir las ventanas. Tenía la vista fija en un sitio, luego su mirada pareció seguir algo que se movía muy deprisa. Yo seguía agarrado a su falda. Tenía miedo, pero no sabía de qué ni por qué.  Me puso el abrigo, la bufanda y ella también se abrigó. Salimos. Cogimos el tranvía hasta Cuatro Caminos.  Me llevó a un sitio desde el que se hablaba por teléfono. Años más tarde conocería los locutorios telefónicos desde los que se ponían las conferencias, faltaban muchos años para que el teléfono individual fuera algo corriente.
Después de un largo rato de espera, la señorita del mostrador nos indicó una cabina. Entramos. Mi madre lloraba mientras hablaba. Luego mi padre me decía algo al oído. Cuando volvíamos ella ya no estaba tan asustada, hasta se rió en el tranvía por algo que dijo una mujer. Y luego en casa cantaba mientras hacía las cosas.
Días después, supongo, mi padre estaba ya en casa. Todos parecían muy contentos. Mamá hizo tortilla dulce. Nunca llegué a saber lo que en verdad había pasado. Lo cierto es que los hombres de la camisa azul no volvieron. La tortilla dulce resultó como el cierre festivo de una etapa, cuanto menos peligrosa, en la vida  familiar. Puede que eso le dé ese sabor especial que tiene para mí.            
            Ya he contado como se dejaba en un ligero remojo la miga de pan sobrante de las barritas calientes. Más que remojar era impedir que se secaran.
 Un rato antes de la preparación de la tortilla dulce se añadía otro poco de leche. En ningún caso se encharcaba. Si esto ocurría, se inclinaba el plato con el pan remojado para que escurriera el sobrante.
            Cuando ya no rezumaba, los que estábamos por allí, previo permiso, retirábamos con una cucharilla la leche que escurría, le llamábamos el lechuceo que venía de leche, según nuestra visión de las cosas, y no de lechuza, que era la otra versión. Para cualquier otro tipo de aprovechamiento de restos de cocinado utilizábamos la expresión el rebaño, de rebañar, claro está.
Terminado el escurrido, cuando ya no se podía lechucear más, pasaba las migas húmedas a un cuenco en el que había batido dos o tres huevos, dependiendo de la cantidad de miga que hubiera, y una cucharada colmada de azúcar por cada huevo.           
En lo del azúcar, la estimación de lo que era una cucharada variaba. En etapas de escasos medios se ponía casi llena. En las de abundancia, el colmo era considerable. También dependía de quienes fueran los ayudantes. Para algunos, entre los cuales me he contado durante muchos años, nunca estaba suficientemente colmada. Para otros, apenas llena resultaba suficiente.
En todo caso nunca nadie protestaba del resultado final. Saboreábamos la parte que nos había correspondido de aquel manjar de dioses y si alguno era más lento, procurábamos que se compadeciera de nosotros, ya con el plato limpio, y nos regalara un poco de su postre inacabado. No recuerdo ningún caso en el cual alguien se mostrara dadivoso. No obstante yo lo intentaba siempre.
            La miga de pan, los huevos y el azúcar se batían suficientemente. Ahí mi madre pedía ayuda. Hacía que el pretendiente a batidor se lavara las manos. Para nada valían las protestas ni la atribución de un lavado anterior y próximo.
--O te remangas y te lavas o no bates.
¿Qué sutil encanto tenía el batido para hacernos ceder en nuestra resistencia? Quien batía rebañaba. Y aunque no lo parezca, la tortilla dulce tenía breves, pero deliciosos, rebañitos.
Ya suficientemente batido.
--Cuando no se nota como tierrecilla porque el azúcar se ha disuelto del todo.
Venía la parte laboriosa del dulce. Cuajarlo en la sartén. ¿Que tipo de sartén? Ella usaba siempre la pequeña de freír los huevos, la misma en que hacía la tortilla francesa. Se lo oímos explicar muchas veces. La tortilla dulce solía tener bastante éxito y siempre le pedían la receta que como habréis podido leer no tiene demasiada complicación.
--El truco está en la sartén, la mantequilla y el calor. La sartén pequeña y muy usada. Debe caber todo el batido llenándola casi. Se pone un poco de mantequilla hasta que se derrita y sin que se enfríe del todo se repasa con un papel de estraza.
Estos prolegómenos se obvian hoy con las sartenes antiadherentes.
--Se echan unos treinta gramos de mantequilla, la tercera parte de una pastilla de cien, y se deja derretir, muy despacio. Se vierte el batido con cuidado y se va dejando cuajar muy lentamente, sin parar de remover con pequeñas oscilaciones. Cuando empieza a verse cuajada por los bordes, se le da la vuelta con un plato. Otra cantidad mucho más pequeña de mantequilla, y se cuaja por el otro lado. No debe dorarse todavía. Luego vueltas y vueltas añadiendo un poco de mantequilla cada vez que se voltee. Y ya está.
¿Dónde está el famoso rebaño? Os preguntaréis. Pues bien, el primer rebaño, al verter el batido, lo que queda en el plato. Luego, más rico cada vez si bien más reducido, en cada una de las vueltas. Solo había que estar con la cucharilla preparada cada vez que mamá dejaba el plato a un lado para menear la sartén.
Han pasado los años. Casi no se come pan en las casas. La moda de los regímenes alimenticios para adelgazar junto a una mejor y más variada alimentación, han quitado al pan su importante papel. Pero la tortilla dulce sigue teniendo éxito cada vez que la hacemos.
Años más tarde, todos ya mayores, algunos fuera del hogar, incluso  casados, mamá le añadió un complemento: la salsa ardiente. Para un paladar adulto e independiente, este refinamiento perfeccionaba la receta inicial. Para nosotros el sabor de la tortilla dulce original no puede superarse con ningún aditamento.
Por si alguno está interesado en probar, ahí va este aderezo de posterior origen:
En el zumo de dos naranjas a las que se añade una cucharadita de miel de azahar y medio vasito de agua, se hierve la ralladura de un limón. A fuego muy lento, unos quince minutos. Se le añade una cucharada de Curaçao, otra de Cointreau y una copita de orujo gallego. Se calienta hasta que vaya a hervir, se prende y, ardiendo, se vierte sobre la tortilla.
Os aseguro que el efecto es espectacular y queda muy bien. Pero, ¿cómo os lo diría? La tortilla dulce, sin más, es sencillamente perfecta.



INGREDIENTES PARA SEIS COMENSALES

Miga de pan que abulte sin apretar como seis huevos gordos.
Tres huevos.
Seis cucharadas de leche.
Tres cucharadas de azúcar. (Con más o menos colmo según el gusto)
Cien gramos de mantequilla (Aproximadamente)       



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