Un año más. También un año menos. ¿Lleno, vacío? ¿Todo es relativo?
¿Cuantas esperanzas, deseos, miedos, preocupaciones han quedado cubiertas por la niebla?Cumplidas unas, satisfechas otras, disueltas las más.
No tengo la sana costumbre de hacer balance cada cierto tiempo, sin embargo hoy miro hacia atrás sin nostalgia y, sí, con un poco de ira.
Empiezo a preguntarme cosas que nunca había puesto en entredicho.Soy un ciudadano español. ¿Quiere eso decir algo aparte de la posesión de un pasaporte y que pago mis impuestos en España?
De joven, cuando a base de mover un dedo a la orilla de las carreteras, viajé por Europa. ( Sí, se podía salir del país aunque al regreso había de tenerse cuidado con los libros que llevabas en la mochila).Al preguntarme por mi nacionalidad, yo respondía altanero, como el Don Juan de Sáenz de Heredia:¡ESPAÑOL!
Ya mayor, en un congreso pedagógico en Italia cuando alguien comentaba algún detalle mío de cortesía, yo lo justificaba afirmando: Soy un caballero español.
Muchos años después, con mis alumnos dando lecciones de buen hacer en el restaurante del Quai d'Orsay de París, ante el maitre que nos había puesto pegas a la entrada y al final alababa su buen comportamiento, presumí diciendo: Son niños españoles.
Hoy me parece sin sentido alguno. ¿Español?
Avergonzado por la actuación del gobierno de mi país, hacia dentro y hacia fuera. Molesto por la farsa que un grupo de españoles ha montado en Bruselas haciéndose víctimas de una persecución ridícula. Asustado por la falta de sentido común en los grupos que se hacen llamar partidos políticos. Temiendo la llegada de unas elecciones en que seguramente mis conciudadanos volverán a votar en mayoría a los pertenecientes a la famosa "casta" de uno u otro signo.
¡Déjenme de nacionalidades! Acepto, a duras penas, ser humano. Ya es bastante vergüenza.
Y vamos a "Exilio"
Continúa
CAPÍTULO TERCERO.- En que se
habla de lo acontecido en nuestra casa en los años siguientes al cumplimiento
del edicto. De los cambios habidos en mi educación durante ellos. De las
noticias que hubimos sobre los ausentes. De las nuevas asechanzas y de lo que
mi padre dispuso para evitarlas. Del viaje a La Hueta y las primeras
impresiones en ella.
Ese verano la vida en la casa se desenvolvió sin demasiados cambios. Para
el niño que era, la diferente celebración de las festividades carecía de
importancia. En cierto modo la supresión del descanso sabático suponía mayores
posibilidades de movimiento. Los domingos íbamos a la misa en la mañana y me
dejaban participar en las fiestas de los patios. Aicha vigilaba mis andanzas en
esos días ante la posibilidad de que se repitieran mis contactos con los
alimentos cristianos de forma desordenada. No me habían quedado ganas de
repetir la experiencia tras casi una semana de indisposición.
Lamentablemente la catequesis con el odioso fraile continuaba. Ahora
habíamos de prepararnos para ser buenos cristianos. Debíamos aprender todas las
oraciones, y los fundamentos de su religión, harto superficialmente aprendidos.
Es verdad que ya no me pellizcaba. Estaban también mis hermanas, los criados
que no habían tarea y Aicha cuando podía.
Lo peor era que el fraile se había aficionado a mi compañía y parecía
dispuesto a hacer de mí un santo y sabio doctor de la Iglesia. Cuando
acababa con los otros me hacía quedarme un rato para mejor profundizar en mi
formación. Eso decía.
En principio mi instrucción religiosa pareció ser su más importante
misión. Recitar de memoria las oraciones en latín no fue demasiado difícil.
Algunos coscorrones y pellizcos más costome el entonar los cánticos
adecuadamente y a su satisfacción. La traducción de todos ellos me familiarizó
con aquella antigua lengua y pronto me pude valer por mí mismo en textos más
complejos.
Cuando su sabiduría, poca como comprendí más adelante, no bastó para
responder a mis preguntas sobre el sentido de ciertas frases o palabras, no era
en exceso culto el malhadado dominico, pidió permiso a mi padre para llevarme
ante un superior de su orden mejor preparado en la lengua latina. Concediolo
aquel. Yo pensé que no habría de ser peor y acepté de grado.
Era el tal superior un anciano fraile de aspecto enteco y mirada
penetrante que causome a primeras una desagradable impresión. Con el tiempo
pude comprobar que su aspecto estaba reñido con su verdadera naturaleza. Cuando
no estaban presentes ninguno de sus hermanos de religión era amabilísimo y me
trataba con gentileza y siempre con gran consideración.
Según colegí más tarde había sido converso en su juventud y tomado los
hábitos sin sentir una especial llamada llevado por la posibilidad de hacer
estudios superiores en la
Universidad de Salamanca. Allí había llegado a ser Maestro de
Artes. Nunca llegué a conocer por qué azares había cambiado las aulas
universitarias por un puesto de consejero junto al Inquisidor Provincial de
Jaén.
Mi instrucción religiosa dio un
giro completo junto a Fray Mateo de la Concha , que así se llamaba. Por lo pronto dejé de
estar obligado a acudir a la catequesis con el fraile de los pellizcos.
Después del almuerzo Aicha me acompañaba hasta el convento los primeros
días, luego iba solo. Allí me reunía en una sala a modo de biblioteca con fray Mateo.
Durante la tarde era el lugar más fresco y silencioso. Más adelante, cuando mi
conocimiento del latín fue aumentando, los días disminuyendo y el calor
amainando, salíamos al claustro o a la huerta, lugares más del gusto de mi
maestro y, por supuesto, del mío.
Fray Mateo partía de las oraciones que yo conocía de memoria, para
hacerme comprender el significado y las razones del uso de unas u otras
palabras, de las flexiones, variantes y posibles combinaciones. Aquel juego de
búsqueda me llegó a gustar tanto que, en cuanto pude, llevábame a casa copias
para practicar. De ese modo antes del invierno tenía un conocimiento considerable
del latín eclesiástico.
Al final de lo que es entre
cristianos tiempo de adviento entendía el texto completo del misal. Muchas
veces mejor que el celebrante de la misa, en la mayoría de los casos frailes de
mente ruda y conocimiento escaso. Mi maestro decidió entonces cambiar nuestro
tiempo de estudio a las mañanas, para mejor aprovechar la luz solar. Así, nada
más levantarme, tomaba un ligero desayuno y acudía al convento hasta mediodía.
La mayor parte de los días habíamos de refugiarnos, por el frío, en la
biblioteca, mas, a la menor posibilidad, salíamos, las más veces recogiéndonos
en un lado del huerto donde quedábamos al socaire.
No permitía mi maestro escribiera nada, habiendo de confiar a la memoria
las frases y variantes del libro que, en su momento estuviéramos leyendo. Si
habíamos comenzado por textos religiosos; misales, libros de horas y
hagiografías; al cabo de un tiempo utilizábamos otros de mayor enjundia. Así
conocí algunos textos de Orígenes, de Jerónimo, Agustín y otros que llamaban
Padres de la Iglesia. Con
los años llegarían textos paganos de Cicerón, Horacio, César, Virgilio y, sobre
todo, Salustio, muy del gusto de mi mentor. Yo prefería los discursos de
Cicerón y el Canto Primero de la Envida. Este último era lo único que teníamos de
Virgilio y llegué a sabérmelo de memoria.
En los últimos tiempos llegó incluso a dejarme leer las Sagradas Escrituras.
Poseía una copia de la
Biblia Hispalensis cuyo latín dejaba mucho que desear. Supe
también que estaba en posesión de una Biblia de Ferrara, la que llamaban
hebraica, pero nunca me dejó ni siquiera verla.
De una paciencia infinita, repetía cuantas veces fuera necesario sus
comentarios, animándome en todo momento. Mis errores eran interpretados siempre
como RES PAUCA.
--Poca
cosa Ramirillo. Hasta los mayores sabios se equivocan alguna vez.
Mientras, los aciertos eran valorados en mucho.
--Muy
bien, hijo. Así, así. Con la mente abierta para entender lo oculto, sin
empecinarse en los errores. Que no te desanime la dificultad.
Durante los años que me mantuve
bajo su tutela, mi conocimiento del latín llegó a ser tan amplio que él y yo dejamos
de hablar la lengua vulgar. Sólo cuando estábamos sin compañía. Teníame
advertido no permitiera que mis conocimientos fueran de público dominio.
Convenciome de que era preferible.
--Es preciso mantener ocultas las
riquezas del espíritu, pues hay ladrones de la sabiduría como del oro y la
plata. Y, desgraciadamente, la riqueza ajena es siempre causa de envidia entre
los humanos. Muestra sólo lo imprescindible en cada momento. Usa de tus saberes
con la mayor prudencia, que no te venzan la adulación ni la vanidad.
En eso pensaba como Aicha con la lengua árabe. Fue él quien me
enseñó la escritura correspondiente.
Hálleme así, al cabo de unos años, capaz de leer y escribir en latín, en árabe
y en la lengua común. Mi única desazón era que había de mantener ocultos mis
conocimientos sin poder lucirlos ante nadie que no fuere de la mayor confianza.
Quedando excluidos de ese
concepto no sólo los conocidos casuales, sino incluso los criados y hasta mi
hermano y mis hermanas. Hubiera podido decírselo a mis padres, pero éstos no
solían mantener conversaciones sino superficiales conmigo. Así pues, sólo Aicha
sabía de la extensión de mis conocimientos, aunque no creo comprendiera muy
bien su calidad ni importancia.
Acababa de pasar mi decimotercer año. Seis hacía que el buen fraile se
había encargado de mi educación, cuando, aquejado de no sé que humores malignos,
se fue apagando como una candela sin aceite.
Los últimos meses me recibía en su propia celda. Primero sentado en un
sillón que mandaron mis padres, luego, cuando las fuerzas no le dieron para
más, recostado en su propio lecho. No quiso que abandonáramos las lecciones aun
cuando su voz se iba tornado más y más débil. Los últimos días sólo por señas,
me indicaba la lectura, moviendo la cabeza en uno u otro sentido. Los frailes me permitieron asistirle casi
hasta el último momento considerándome un pequeño novicio.
Roto con su muerte el vínculo que me unía al convento, dejé, de acuerdo
con el juicio de mis mayores, de acudir. En los últimos días ir al convento no
me resultaba agradable. Continuaba haciéndolo por el amor que profesaba al
anciano fraile.
De un lado era habitual encontrarme con algún grupo de arrapiezos que me
insultaban llamándome marrano, perro judío o lindezas semejantes. De otro, casi
nunca estábamos solos fray Mateo y yo, por lo cual no me hacía leer otra cosa
que el misal o el breviario. Conocíalos yo de memoria, pero no me dejaba hacer
corrección alguna aun a sabiendas de su pobreza y los muchos errores que
contenían.
Entendía que, falto de confianza en sus hermanos de religión, no quería
llamar la atención sobre mis conocimientos. Todo ello hacía tedioso lo que
hasta entonces había sido placentero. Con todo, no dejé ni un día de acudir a
la visita, procurando eludir a los muchachos y comentando con libertad
solamente cuando se ausentaba el fraile de compañía.
Aquellos habían sido años de tranquilidad. Las actividades de mi padre y mi
hermano se mantenían, procurando siempre que sus socios, cristianos viejos,
tuvieran la parte de mayor resonancia pública, quedando ellos en un segundo
plano.
De Elihá y Sara habíamos sabido en su momento la llegada a Amberes. Tras
atravesar Castilla y Portugal, habían embarcado para Gales y posteriormente
hacia Flandes, donde habían llegado antes de pasar dos meses de su salida de
Jaén. En posteriores epístolas supimos del establecimiento de Elihá como
mercader de gemas, su matrimonio y el nacimiento de hasta dos hijos varones.
Manteníamos con ellos una relación cordial aunque muy espaciada. Madre lloraba
siempre cuando nuestro padre nos leía sus esquelas. Aunque las noticias eran
buenas, llevaba muy a mal el desconocimiento de sus nietos, tanto como la
separación de su hija mayor.
Dos años antes de la muerte de mi
maestro, cuando el reino de Portugal expulsó a los miembros de nuestro antiguo
pueblo, hubo mucho revuelo en los negocios familiares, habida cuenta de las
relaciones comerciales que se mantenían con Lisboa. Menor resonancia tuvo, a
corto plazo, la expulsión del reino de Navarra, en el año de la muerte de mi
fraile. Sin embargo, a partir de entonces, las cosas comenzaron a enturbiarse
para los míos.
El antiguo converso Hernando de Talavera, después arzobispo de Granada y
confesor de la Reina
Isabel hasta hacía poco, fue cuestionado por el Tribunal de la Inquisición. Esto ,
si bien estaba más relacionado con su protección a los mudéjares que a los
judíos, abrió una nueva corriente de sospecha contra los que no hacía mucho habíamos
abandonado la
Sinagoga. Multiplicáronse las pesquisas de los inquisidores
y, aunque el General, Tomás de
Torquemada, dada su edad avanzada, había sido sustituido por cuatro adjuntos,
y, en ese mismo año moriría; el siguiente, fray Diego de Deza, tomaba el poder
con nuevo y no menos peligroso, para nosotros, espíritu.
Si Torquemada, dado su origen judeoconverso, se veía arrastrado por una
sospechosa furia y había sido causa de la expulsión y persecuciones posteriores
como medio para eliminar los últimos vestigios del pueblo de Yahvé; el de Deza,
de una antigua familia de cristianos viejos, buscaba más la eliminación del
poder económico y comercial de los nuevos cristianos. Baeza y Úbeda, donde los
cristianos de antiguo tenían mayor poder económico, fueron privilegiadas frente
a Jaén en que los conversos mantenían un floreciente comercio.
Por consejo de los amigos y socios de mi familia, se creyó conveniente
trasladarnos, de forma temporal, a las tierras de la sierra de Segura. La
floreciente alquería de La Hueta ;
a la que nosotros llamábamos aún por el nombre antiguo, Al Guatá; nos acogería
el tiempo preciso hasta que la enemiga de los dominicos se apaciguara un tanto.
Los asuntos de la Corte
parecían abundar en lo beneficioso de esta decisión. Los Reyes sostenían una
lucha encubierta por el poder contra la nobleza, y las empresas hacia el Nuevo
Mundo, Nápoles, Galicia y los condados pirenaicos predecían una estabilidad
futura.
Con cautela, sin ningún boato, se fue trasladando el ajuar familiar hasta
la alquería. En la primavera, siete años después de la expulsión, llegamos a
las tierras que, pensábamos, habían de ser nuestro escondite a salvo de la
furia de los inquisidores.
Mi padre, una vez más, nos había reunido en la sala de respeto, la que
ahora presidía el Cristo crucificado. No era lugar de nuestro gusto, aquella
imagen nos traía los peores pensamientos, pero él parecía tenerla como lugar
idóneo para examinar los grandes acontecimientos. De hecho, cuando se recibían
noticias de Sara y Elihá, era allí donde nos leía lo escrito o nos contaba lo
sabido. De ese modo, aunque no todo lo a menudo que hubiéramos deseado,
habíamos sabido de la vida que llevaban allá en los reinos del norte.
Cuando estuvimos todos, nos hizo sentar en torno a él y a mi madre antes
de plantearnos la situación.
No me
gusta. Cada vez nos reunimos aquí. ¡Ese Cristo muerto! CRUX DUM PENDEBAT FILIUM. El hijo colgando de una
cruz. No he conseguido acostumbrarme. ¿Por qué ese gusto por lo macabro? ¿O es un invento para infundir
miedo? ¿A los demás les pasará lo mismo?
Nadie
habla.
No me
han dicho nada antes. Debieron. Soy un hombre. Pronto se cumplirá mi
decimocuarto año. Sé lo que pasa. Aicha lo comentaba en la cocina. ¡No me gusta
ir allí! Ella no se da cuenta de que ya no soy su niño. Grita y grita.
--¡Mi
corderito!
Y todas
esas tonterías.
Sí la
quiero, claro está. Pero, cuando grita esas cosas delante de todos, me da
vergüenza. O cuando ante las muchachas dice cosas sobre... Antes no me
importaba, cuando pequeño, pero ya...
Fray Mateo
sí me trataba como a un hombre.
--Los
viejos somos niños atrapados en un cuerpo caduco. SENECTUTE CONFECTUS LAUDATOR
TEMPORIS ACTI ME PUERO SUM. Agobiado por la vejez elogio el tiempo de mi niñez.
Tú me permites ser yo mismo. BREVE TEMPUS AETATIS. ¡Demasiado breve el tiempo
de nuestra vida!
¡Querido
maestro! Ahora ya no. Ya nunca. En mi memoria. HIC IN MEMORIA MEA PENITUS
INSEDIT. Grabado permanece. Sí. Muy profundamente.
Continuará.

No hay comentarios:
Publicar un comentario