jueves, 18 de enero de 2018

SALIENDO

           
          Aún bajo los coletazos de una gripe que parece resistirse a desaparecer. aplanado por la reciente muerte de mi hermano mayor y sin poder decidir como me sitúo.
           Decidido a continuar la publicación por entregas, bien irregulares, de Exilio, subo a escribir un rato . No tengo muy claro si tengo algún lector, nadie hace comentarios. En todo caso, ahí va la siguiente. Termina así el tercer capítulo.

                                                                 CONTINÚA
        
          Padre no me trata según mi edad. A Santiago sólo. A mí ni siquiera éste. No me hacen caso. Están a sus asuntos.
Todos callan. Padre va a hablar. Carraspea. ¡Malo! Tiene miedo de lo que va a decir. Madre le mira como asustada. María y Susana no saben. ¿O sí?
--Jac... Santiago, y vuestra madre, conocen las noticias. Durante un tiempo, no sabemos cuanto, hemos de retirarnos todos a La Hueta. Es una alquería de las montañas que casi no recordaréis. No habéis vuelto desde ha mucho. Rub... ¡Ramiro! apenas pasaba del año. Vosotras erais todavía pequeñas. Es un hermoso lugar en el que podremos mantener nuestra vida durante el tiempo preciso. Santiago estuvo ha poco para prepararlo todo. Los demás iréis cuando vuestra madre tenga todo dispuesto. Nosotros partiremos unos días después.
            Se vuelve a mí. Me place.
--Tú, Ramiro...
  Me mira con una mueca parecida a una sonrisa. ¿Qué va a decir?
--Podrás llevarte contigo los libros que desees, siempre que haya sitio en alguno de los carros. Sé que has avanzado mucho en tus estudios gracias a fray... ¿Mateo?
  Asiento. Con la cabeza sólo. Me impresiona tanto este sitio. No me atrevo a decir nada. Él habla ahora con María y Susana. Les dice que lamenta el momento. Deberían estarse acordando sus desposorios. Los tiempos son difíciles. Pasado un tiempo, cuando regresemos, habrá que buscar donceles de buena familia para desposarlas. Habla de su dote.
--Gracias a la actividad de vuestro hermano y mía, las cantidades en oro, las rentas, así como las propiedades que cada una llevará, son considerables. Pocas muchachas de Jaén tienen una dote tan valiosa.
Sigue a ese tenor. Sé que el problema no es la dote. Los criados hablan y hablan. Ningún cristiano querría casarse con ellas ahora. Por lo menos ningún cristiano viejo. Los conversos tampoco.  Prefieren doncellas sin dote pero de familias cristianas de antiguo.
Aicha se enfada.
--Estas niñas llevarán la dote de una princesa. ¡Cristianos viejos! ¡Conversos! ¡Zarandajas! Lo más florido de Jaén vendrá a buscarlas. Piel más blanca no han de encontrar. ¿Y el pelo? ¿Y los ojos?  ¿Dónde hallarán esos mancebos mejores prendas?
  Callan para no enfadarla. Por detrás dicen que nadie quiere sangre judía en su casa. Tienen miedo. No se sabe cuando girará hacia aquí el ojo del Tribunal.
  Padre sigue hablando del viaje. Se me da una higa como lo hagan. Me ha dado permiso para llevar mis libros. Sitio ya encontrará Aicha.
Ahora madre le cuenta las providencias tomadas para la marcha. El domingo, aún aquí, habremos de ir a la misa. Saldríamos la madrugada siguiente, por no hacer escándalo. Santiago nos acompañará un trecho. Haremos noche en las afueras de Úbeda. Hay una casa propiedad de padre.  Y en Beas en la de unos amigos. Tres jornadas si todo sale bien.
¡Tres días en los carros! Si al menos pudiera ir a caballo.
  Todo se resolvió según habían previsto.
 Aún no había salido el sol cuando perdíamos de vista, tras una loma, el alcázar en lo alto de la ciudad. Tres carros tirados por acémilas llevaban nuestras pertenencias. En un cuarto viajaban mi madre y mis hermanas. Los criados, Aicha y yo nos subíamos a uno u otro cuando cansábamos de caminar. Santiago viajaba con nosotros en su caballo llevando otro de repuesto al que sólo me permitía subir de tanto en tanto para no cansarlo pues había de regresar en cuanto nos dejara.
Llegamos a Úbeda de noche. Yo estaba muy cansado. Aicha me había hecho caminar junto a ella buena parte del camino. Sin descargar los carros, pasamos la noche en las dependencias de una vieja casa. El aparcero nos esperaba y había dispuesto lo imprescindible.
Otra vez de madrugada salimos por el camino de Villanueva. Santiago había vuelto esa noche a Jaén. Se había llevado los caballos consigo. Los trajinantes no eran de nuestra casa. Habíalos contratado mi padre en Jaén para este menester. También ellos me dejaban montar a ratos en las caballerías.
  Cerca ya de las montañas, bien entrada la noche, nos topamos con una tropilla de criados a caballo que habían salido a buscarnos. Temiendo un mal encuentro, el amigo de mi padre había considerado prudente recogernos en el camino. Así, sin entrar en Beas, llegamos a la heredad en que habríamos de pasar dos días. Mis hermanas se resentían del viaje y, antes de entrar en la sierra, considerose bueno dejar a las caballerías un poco sueltas.
  Debí pasar casi todo el tiempo durmiendo. No recuerdo nada de aquella villa, ni siquiera de la casa en que nos alojábamos.
  Una vez más de madrugada en el día cuarto, reemprendimos la marcha. Las montañas estaban casi encima de nosotros. Si hasta allí el camino había sido bastante amplio y llano, a partir de entonces caminábamos por veredas y senderos en los que apenas cabían los carros.
  Nos dirigimos hacia nuestro destino, dejando a la diestra una montaña de cima desnuda y rocosa a la que llamaban casco, yelmo o algo semejante, por su forma. Bordeando las montañas llegamos a la aldea, Orcera, que era arrabal de la fortaleza de Segura. Por encima se veía el castillo y las casas de la villa dominando las casuchas de abajo.
Nos detuvimos para tomar refrigerio junto a un manantial frente al convento de frailes franciscanos con el que más adelante había de tener gran relación. Después nos adentramos en las montañas.
Aunque la distancia no era mucha, apenas algo más de legua y media, la última parte del camino resultaba penosa para los carros. Hubimos de hacerla muy despacio. Mi madre y hermanas prefirieron andar junto a nosotros antes  de seguir cabeceando en las carretas. Caminábamos, casi siempre cuesta arriba, entre la espesura del bosque que nos preservaba de la fuerza del sol.
 Estaba anocheciendo en los valles, cuando, desde lo alto, pudimos vislumbrar el lugar hacia el que nos dirigíamos. A media altura del valle, rodeado de bosques, distinguimos un grupo de blancas construcciones. La Hueta. El administrador de la alquería con algunos criados nos estaba esperando allá arriba.
Abajo, en aquellas casas, en medio de aquellas frondosidades, iba a pasar no sabía cuanto tiempo. Hasta que todo estuviera en calma y pudiéramos regresar a Jaén. Ese era el propósito y esas las esperanzas.
Un valle interminable se abría hacia el norte. Bosques frondosísimos, arroyos, rocas. Éstas asomaban por entre los árboles formando figuras sorprendentes. Aunque allí arriba aún llegaba la luz del sol, abajo todo estaba ya en penumbra. A lo lejos, al levante, una serie de gigantescas piedras rosadas, recogiendo la última luz del atardecer, aparecían coronando las colinas. Con los efectos del sol poniente, adquirían formas de construcciones casi reales. Castillos, alcazabas, edificios gigantescos, animales fantásticos. Una de ellas, a la derecha de las demás, mostraba en su centro un agujero.
Aquella visión me producía un sorprendente efecto de serenidad, de complacencia. Sentía como si aquellas piedras, la horadada especialmente, me lanzaran un mensaje de seguridad, una promesa de alegría, de bienestar.
Ligeras nubes, por encima, mostraban sus tonos rosas, naranjas, dorados. Olía a romero en flor, a pinos, a mejorana, a espliego.
Este anciano guarda en su memoria aquella visión, aquellos perfumes, como un tesoro. Hermosa es Sepharad mas aquel valle encerraba toda su esencia.
El camino, esta vez cuesta abajo, parecía algo más arreglado y las mujeres montaron de nuevo en los carros. Aún tardamos en llegar. Las cuestas eran, las más veces, muy pronunciadas. Había de frenarse la marcha de las caballerías para evitar se despeñaran.
En el llano, por delante de la alquería, nos esperaban. Todos, los labradores, los siervos, incluso los niños y las mujeres, se habían reunido para ver nuestra llegada.
 No se veía apenas  cuando entramos en la vivienda que había de ser nuestra morada durante un tiempo indefinido.
  Todo estaba preparado para acogernos. No debí enterarme demasiado. Mi cansancio, el de mi madre y hermanas debía ser muy grande. Tras una ligera colación que no recuerdo, nos retiramos a descansar.
  Era bien entrado el día cuando desperté. Me había acostado en un lecho en la habitación que, como más tarde supe, habría de compartir con Santiago.
Sintiéndome hambriento, deambulé por la casa en busca de Aicha sin más ropaje que las calzas y una camisa corta.
Me hacen ruido las tripas. ¡Claro! Desde ayer no he comido. Llegamos y casi nada. ¡Tenía tanto sueño!
¿Dónde se habrá metido Aicha? ¿Y donde estará la cocina en esta casa?
Por aquí huele a leña quemada y... más...
--¡Mi rey! Ya iba siendo hora de que levantaras. Tu Aicha preparó unas gachas dulces, pero se quedaron frías y hubimos de comérnoslas. Sienta aquí y te prepararé algo para esa barriguita. Mucho jalufo hay aquí, pero mi corderito no ha de temer. Leche de cabra y dulces de aceite también. Mucho cambiarán las comidas. No hay mercado. El sábado en el zoco de Orcera veremos qué hallamos. Mientras habremos de comer lo que se cría. Mi niño no tiene que ocuparse, para eso esta su Aicha.
Debo estar muy colorado. Esas muchachas me miran y parece se ríen. Aicha siempre me pone en vergüenza. No lo hace adrede, lo sé, pero lo hace. Ya no soy un niño, le saco a ella casi medio palmo.  No entiende.
Una de las mozas mira mucho... donde no debiera. Me llevo las manos. ¡Abierta! Noto el calor en la cara.
Ato los cordones de la portañuela. ¡Qué culpa tengo! ¿Por qué no me avisó Aicha?
Nada ha podido ver. Pero miraba.
No importa. Tengo hambre. Esto parece sabroso. ¡Lo es y mucho! Sabor espeso de pan bien cocido.
Ella sigue hablando sin parar.                                                                                               
--¿Habéis visto mozo más gallardo? Una cuarta me pasa ya. Y sigue creciendo. ¡Por todas partes, que yo le vi en pelota! Bien galán va a ser.
  Se ríen. No miro. Hago como si no oyera, pero noto calor en las orejas y las mejillas.
 Sigue hablando. Menos mal que ya no de mí. El tibio calor de la leche templada. ¿Endulzada con miel?
¡Que hambre tenía! Todavía un poco más de...
--¡Vamos, vamos! Tengamos despabilada la comida. Casi mediodía y aún no terminamos. La señora regresará pronto. Salió con el mayoral a recorrerlo todo. Esto es grande. Las viviendas de los labradores, las cuadras, los pajares y graneros, los huertos, los sembradíos. Nunca vi tanto árbol por junto. Tanto pino, tanta carrasca. Hasta almotejas y nogueras. A más de los que dan fruto a su tiempo. No pasaremos hambre, no. Algo de jalufo habremos de usar en las comidas, pero con tiento, que no habemos tripas para ello.
  Se acabó. Comí bastante. Si puedo librarme de Aicha veré yo también qué tanto la asombra.
--Voy a...
 Felizmente no pone inconvenientes. Me levanto y ella hace gestos para que salga.
--¡Anda mi rey! Tu Aicha queda. Sal, mi mozo, velo tú y dirás luego si tengo o no causa. ¿Vieron cómo es mi niño? Ya parece un hombre. Hasta bajo la nariz le apunta el bozo. Y en otras partes que me callo. Pronto andará de zagalas cuando nos descuidemos. ¿Y de alto? De aquí a nada tanto como el señor Santiago que es buen mozo, más que el señor Nicolás, su señor padre.
  Me voy. Vuelvo a donde dormí. Me lavo la cara y las manos en la jofaina. Arreglo mis ropas y salgo. La voz de Aicha.  Habla de mí. Conseguirá enrojecerme de nuevo. Sigue con sus cosas. La dejo allá atrás seguir con sus barbaridades.
--Ya no le baño los domingos. No se deja. Pero en pelota sí que le veo. ¡Bien armado va! ¡Servida irá la que le corresponda!
  Sé de lo que habla. Fray Mateo me advertía eran cosas en las que no había de poner mientes. Entonces no lo entendía, ahora es distinto. Bien sé a qué se refieren.
  ¡Cuanta luz! No veo casi. Entorno los ojos para acostumbrarme. El gran portalón abre a una placilla. Delante, con casas a uno y otro lado, una calleja corta. A siniestra la boca del horno y un pasillo abierto que tuerce. Detrás, por todas partes, las copas de los pinos. Por aquí paréceme ir a las traseras.
¿Las gentes? Algo se barrunta en los fondos, pero a nadie se ve.
  Viviendas parecen. Allá una explanada. Vacía también. ¿Una era? Así al viento. Con los cantos redondos incrustados en el suelo. Como un balcón sobre...
  Ante mí aparecían los valles del norte. A diestra y siniestra las montañas cubiertas de árboles. Altos pinos, tupidas encinas, robles cuajados de renuevos, umbríos matorrales abajo. El cielo de un azul intenso. El aire cálido transportando olores desconocidos, inhabituales para mí. Por todas partes los rumores del agua que corría aquí y allá. Variados reclamos de las aves. Y, de fondo, el zumbido pertinaz, vibrante, monótono, de las chicharras. Lejos, los olivares de copas alineadas. Al pie los campos de labor, las huertas, los sembradíos.
 Hace de ello multitud de años y este anciano sigue teniendo en su memoria aquella impresión de La Hueta, la Al Huatá de los moriscos, con sus acequias llevando el agua a todas partes.
 ¡La hermosa tierra! El corazón mismo de Sepharad. Destilando su leche y su miel.
¡Cuantas veces en horas de tribulación su recuerdo ha sido bálsamo para mi espíritu!
Aún hoy cierro los ojos y puedo evocar los aromas de entonces, aquella mezcla de olor a hierba fresca, leña quemada, pan caliente y estiércol, con fondo de romero, espliego y pino.
 El constante zumbido de las chicharras cortado por los gritos de las golondrinas. El lejano canto del cuclillo y los trinos de las aves canoras. A lo lejos un grito humano, un ladrido, el piafar de alguna caballería, los balidos del rebaño.
En aquella quietud activa la vida se manifestaba de continuo en detalles mínimos. El vuelo de las moscas, la zumbante búsqueda de las abejas, la impertinente vibración de las avispas.
Parecíame, aún aparece así en mi recuerdo, como si la tierra toda latiera a un compás, como si fuera la música para una danza que bailaran las copas de los pinos, las hojas de los álamos. Al ritmo de la brisa, bajo la fuerte luz de un sol desnudo.
¡Malhaya quien nos arrebató aquellos gozos! 
¡Cuantas alegrías y cuantas tristezas habían de acontecerme allí!
El niño que abría sus sentidos en aquel mediodía quedó prendado para siempre. Aún lo siento dentro de mi pecho.
 Suspiro por la tierra perdida. ¡Sólo Erez Israel, más allá de la muerte, podría contener tanta belleza!



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