jueves, 18 de enero de 2018

SALIENDO

           
          Aún bajo los coletazos de una gripe que parece resistirse a desaparecer. aplanado por la reciente muerte de mi hermano mayor y sin poder decidir como me sitúo.
           Decidido a continuar la publicación por entregas, bien irregulares, de Exilio, subo a escribir un rato . No tengo muy claro si tengo algún lector, nadie hace comentarios. En todo caso, ahí va la siguiente. Termina así el tercer capítulo.

                                                                 CONTINÚA
        
          Padre no me trata según mi edad. A Santiago sólo. A mí ni siquiera éste. No me hacen caso. Están a sus asuntos.
Todos callan. Padre va a hablar. Carraspea. ¡Malo! Tiene miedo de lo que va a decir. Madre le mira como asustada. María y Susana no saben. ¿O sí?
--Jac... Santiago, y vuestra madre, conocen las noticias. Durante un tiempo, no sabemos cuanto, hemos de retirarnos todos a La Hueta. Es una alquería de las montañas que casi no recordaréis. No habéis vuelto desde ha mucho. Rub... ¡Ramiro! apenas pasaba del año. Vosotras erais todavía pequeñas. Es un hermoso lugar en el que podremos mantener nuestra vida durante el tiempo preciso. Santiago estuvo ha poco para prepararlo todo. Los demás iréis cuando vuestra madre tenga todo dispuesto. Nosotros partiremos unos días después.
            Se vuelve a mí. Me place.
--Tú, Ramiro...
  Me mira con una mueca parecida a una sonrisa. ¿Qué va a decir?
--Podrás llevarte contigo los libros que desees, siempre que haya sitio en alguno de los carros. Sé que has avanzado mucho en tus estudios gracias a fray... ¿Mateo?
  Asiento. Con la cabeza sólo. Me impresiona tanto este sitio. No me atrevo a decir nada. Él habla ahora con María y Susana. Les dice que lamenta el momento. Deberían estarse acordando sus desposorios. Los tiempos son difíciles. Pasado un tiempo, cuando regresemos, habrá que buscar donceles de buena familia para desposarlas. Habla de su dote.
--Gracias a la actividad de vuestro hermano y mía, las cantidades en oro, las rentas, así como las propiedades que cada una llevará, son considerables. Pocas muchachas de Jaén tienen una dote tan valiosa.
Sigue a ese tenor. Sé que el problema no es la dote. Los criados hablan y hablan. Ningún cristiano querría casarse con ellas ahora. Por lo menos ningún cristiano viejo. Los conversos tampoco.  Prefieren doncellas sin dote pero de familias cristianas de antiguo.
Aicha se enfada.
--Estas niñas llevarán la dote de una princesa. ¡Cristianos viejos! ¡Conversos! ¡Zarandajas! Lo más florido de Jaén vendrá a buscarlas. Piel más blanca no han de encontrar. ¿Y el pelo? ¿Y los ojos?  ¿Dónde hallarán esos mancebos mejores prendas?
  Callan para no enfadarla. Por detrás dicen que nadie quiere sangre judía en su casa. Tienen miedo. No se sabe cuando girará hacia aquí el ojo del Tribunal.
  Padre sigue hablando del viaje. Se me da una higa como lo hagan. Me ha dado permiso para llevar mis libros. Sitio ya encontrará Aicha.
Ahora madre le cuenta las providencias tomadas para la marcha. El domingo, aún aquí, habremos de ir a la misa. Saldríamos la madrugada siguiente, por no hacer escándalo. Santiago nos acompañará un trecho. Haremos noche en las afueras de Úbeda. Hay una casa propiedad de padre.  Y en Beas en la de unos amigos. Tres jornadas si todo sale bien.
¡Tres días en los carros! Si al menos pudiera ir a caballo.
  Todo se resolvió según habían previsto.
 Aún no había salido el sol cuando perdíamos de vista, tras una loma, el alcázar en lo alto de la ciudad. Tres carros tirados por acémilas llevaban nuestras pertenencias. En un cuarto viajaban mi madre y mis hermanas. Los criados, Aicha y yo nos subíamos a uno u otro cuando cansábamos de caminar. Santiago viajaba con nosotros en su caballo llevando otro de repuesto al que sólo me permitía subir de tanto en tanto para no cansarlo pues había de regresar en cuanto nos dejara.
Llegamos a Úbeda de noche. Yo estaba muy cansado. Aicha me había hecho caminar junto a ella buena parte del camino. Sin descargar los carros, pasamos la noche en las dependencias de una vieja casa. El aparcero nos esperaba y había dispuesto lo imprescindible.
Otra vez de madrugada salimos por el camino de Villanueva. Santiago había vuelto esa noche a Jaén. Se había llevado los caballos consigo. Los trajinantes no eran de nuestra casa. Habíalos contratado mi padre en Jaén para este menester. También ellos me dejaban montar a ratos en las caballerías.
  Cerca ya de las montañas, bien entrada la noche, nos topamos con una tropilla de criados a caballo que habían salido a buscarnos. Temiendo un mal encuentro, el amigo de mi padre había considerado prudente recogernos en el camino. Así, sin entrar en Beas, llegamos a la heredad en que habríamos de pasar dos días. Mis hermanas se resentían del viaje y, antes de entrar en la sierra, considerose bueno dejar a las caballerías un poco sueltas.
  Debí pasar casi todo el tiempo durmiendo. No recuerdo nada de aquella villa, ni siquiera de la casa en que nos alojábamos.
  Una vez más de madrugada en el día cuarto, reemprendimos la marcha. Las montañas estaban casi encima de nosotros. Si hasta allí el camino había sido bastante amplio y llano, a partir de entonces caminábamos por veredas y senderos en los que apenas cabían los carros.
  Nos dirigimos hacia nuestro destino, dejando a la diestra una montaña de cima desnuda y rocosa a la que llamaban casco, yelmo o algo semejante, por su forma. Bordeando las montañas llegamos a la aldea, Orcera, que era arrabal de la fortaleza de Segura. Por encima se veía el castillo y las casas de la villa dominando las casuchas de abajo.
Nos detuvimos para tomar refrigerio junto a un manantial frente al convento de frailes franciscanos con el que más adelante había de tener gran relación. Después nos adentramos en las montañas.
Aunque la distancia no era mucha, apenas algo más de legua y media, la última parte del camino resultaba penosa para los carros. Hubimos de hacerla muy despacio. Mi madre y hermanas prefirieron andar junto a nosotros antes  de seguir cabeceando en las carretas. Caminábamos, casi siempre cuesta arriba, entre la espesura del bosque que nos preservaba de la fuerza del sol.
 Estaba anocheciendo en los valles, cuando, desde lo alto, pudimos vislumbrar el lugar hacia el que nos dirigíamos. A media altura del valle, rodeado de bosques, distinguimos un grupo de blancas construcciones. La Hueta. El administrador de la alquería con algunos criados nos estaba esperando allá arriba.
Abajo, en aquellas casas, en medio de aquellas frondosidades, iba a pasar no sabía cuanto tiempo. Hasta que todo estuviera en calma y pudiéramos regresar a Jaén. Ese era el propósito y esas las esperanzas.
Un valle interminable se abría hacia el norte. Bosques frondosísimos, arroyos, rocas. Éstas asomaban por entre los árboles formando figuras sorprendentes. Aunque allí arriba aún llegaba la luz del sol, abajo todo estaba ya en penumbra. A lo lejos, al levante, una serie de gigantescas piedras rosadas, recogiendo la última luz del atardecer, aparecían coronando las colinas. Con los efectos del sol poniente, adquirían formas de construcciones casi reales. Castillos, alcazabas, edificios gigantescos, animales fantásticos. Una de ellas, a la derecha de las demás, mostraba en su centro un agujero.
Aquella visión me producía un sorprendente efecto de serenidad, de complacencia. Sentía como si aquellas piedras, la horadada especialmente, me lanzaran un mensaje de seguridad, una promesa de alegría, de bienestar.
Ligeras nubes, por encima, mostraban sus tonos rosas, naranjas, dorados. Olía a romero en flor, a pinos, a mejorana, a espliego.
Este anciano guarda en su memoria aquella visión, aquellos perfumes, como un tesoro. Hermosa es Sepharad mas aquel valle encerraba toda su esencia.
El camino, esta vez cuesta abajo, parecía algo más arreglado y las mujeres montaron de nuevo en los carros. Aún tardamos en llegar. Las cuestas eran, las más veces, muy pronunciadas. Había de frenarse la marcha de las caballerías para evitar se despeñaran.
En el llano, por delante de la alquería, nos esperaban. Todos, los labradores, los siervos, incluso los niños y las mujeres, se habían reunido para ver nuestra llegada.
 No se veía apenas  cuando entramos en la vivienda que había de ser nuestra morada durante un tiempo indefinido.
  Todo estaba preparado para acogernos. No debí enterarme demasiado. Mi cansancio, el de mi madre y hermanas debía ser muy grande. Tras una ligera colación que no recuerdo, nos retiramos a descansar.
  Era bien entrado el día cuando desperté. Me había acostado en un lecho en la habitación que, como más tarde supe, habría de compartir con Santiago.
Sintiéndome hambriento, deambulé por la casa en busca de Aicha sin más ropaje que las calzas y una camisa corta.
Me hacen ruido las tripas. ¡Claro! Desde ayer no he comido. Llegamos y casi nada. ¡Tenía tanto sueño!
¿Dónde se habrá metido Aicha? ¿Y donde estará la cocina en esta casa?
Por aquí huele a leña quemada y... más...
--¡Mi rey! Ya iba siendo hora de que levantaras. Tu Aicha preparó unas gachas dulces, pero se quedaron frías y hubimos de comérnoslas. Sienta aquí y te prepararé algo para esa barriguita. Mucho jalufo hay aquí, pero mi corderito no ha de temer. Leche de cabra y dulces de aceite también. Mucho cambiarán las comidas. No hay mercado. El sábado en el zoco de Orcera veremos qué hallamos. Mientras habremos de comer lo que se cría. Mi niño no tiene que ocuparse, para eso esta su Aicha.
Debo estar muy colorado. Esas muchachas me miran y parece se ríen. Aicha siempre me pone en vergüenza. No lo hace adrede, lo sé, pero lo hace. Ya no soy un niño, le saco a ella casi medio palmo.  No entiende.
Una de las mozas mira mucho... donde no debiera. Me llevo las manos. ¡Abierta! Noto el calor en la cara.
Ato los cordones de la portañuela. ¡Qué culpa tengo! ¿Por qué no me avisó Aicha?
Nada ha podido ver. Pero miraba.
No importa. Tengo hambre. Esto parece sabroso. ¡Lo es y mucho! Sabor espeso de pan bien cocido.
Ella sigue hablando sin parar.                                                                                               
--¿Habéis visto mozo más gallardo? Una cuarta me pasa ya. Y sigue creciendo. ¡Por todas partes, que yo le vi en pelota! Bien galán va a ser.
  Se ríen. No miro. Hago como si no oyera, pero noto calor en las orejas y las mejillas.
 Sigue hablando. Menos mal que ya no de mí. El tibio calor de la leche templada. ¿Endulzada con miel?
¡Que hambre tenía! Todavía un poco más de...
--¡Vamos, vamos! Tengamos despabilada la comida. Casi mediodía y aún no terminamos. La señora regresará pronto. Salió con el mayoral a recorrerlo todo. Esto es grande. Las viviendas de los labradores, las cuadras, los pajares y graneros, los huertos, los sembradíos. Nunca vi tanto árbol por junto. Tanto pino, tanta carrasca. Hasta almotejas y nogueras. A más de los que dan fruto a su tiempo. No pasaremos hambre, no. Algo de jalufo habremos de usar en las comidas, pero con tiento, que no habemos tripas para ello.
  Se acabó. Comí bastante. Si puedo librarme de Aicha veré yo también qué tanto la asombra.
--Voy a...
 Felizmente no pone inconvenientes. Me levanto y ella hace gestos para que salga.
--¡Anda mi rey! Tu Aicha queda. Sal, mi mozo, velo tú y dirás luego si tengo o no causa. ¿Vieron cómo es mi niño? Ya parece un hombre. Hasta bajo la nariz le apunta el bozo. Y en otras partes que me callo. Pronto andará de zagalas cuando nos descuidemos. ¿Y de alto? De aquí a nada tanto como el señor Santiago que es buen mozo, más que el señor Nicolás, su señor padre.
  Me voy. Vuelvo a donde dormí. Me lavo la cara y las manos en la jofaina. Arreglo mis ropas y salgo. La voz de Aicha.  Habla de mí. Conseguirá enrojecerme de nuevo. Sigue con sus cosas. La dejo allá atrás seguir con sus barbaridades.
--Ya no le baño los domingos. No se deja. Pero en pelota sí que le veo. ¡Bien armado va! ¡Servida irá la que le corresponda!
  Sé de lo que habla. Fray Mateo me advertía eran cosas en las que no había de poner mientes. Entonces no lo entendía, ahora es distinto. Bien sé a qué se refieren.
  ¡Cuanta luz! No veo casi. Entorno los ojos para acostumbrarme. El gran portalón abre a una placilla. Delante, con casas a uno y otro lado, una calleja corta. A siniestra la boca del horno y un pasillo abierto que tuerce. Detrás, por todas partes, las copas de los pinos. Por aquí paréceme ir a las traseras.
¿Las gentes? Algo se barrunta en los fondos, pero a nadie se ve.
  Viviendas parecen. Allá una explanada. Vacía también. ¿Una era? Así al viento. Con los cantos redondos incrustados en el suelo. Como un balcón sobre...
  Ante mí aparecían los valles del norte. A diestra y siniestra las montañas cubiertas de árboles. Altos pinos, tupidas encinas, robles cuajados de renuevos, umbríos matorrales abajo. El cielo de un azul intenso. El aire cálido transportando olores desconocidos, inhabituales para mí. Por todas partes los rumores del agua que corría aquí y allá. Variados reclamos de las aves. Y, de fondo, el zumbido pertinaz, vibrante, monótono, de las chicharras. Lejos, los olivares de copas alineadas. Al pie los campos de labor, las huertas, los sembradíos.
 Hace de ello multitud de años y este anciano sigue teniendo en su memoria aquella impresión de La Hueta, la Al Huatá de los moriscos, con sus acequias llevando el agua a todas partes.
 ¡La hermosa tierra! El corazón mismo de Sepharad. Destilando su leche y su miel.
¡Cuantas veces en horas de tribulación su recuerdo ha sido bálsamo para mi espíritu!
Aún hoy cierro los ojos y puedo evocar los aromas de entonces, aquella mezcla de olor a hierba fresca, leña quemada, pan caliente y estiércol, con fondo de romero, espliego y pino.
 El constante zumbido de las chicharras cortado por los gritos de las golondrinas. El lejano canto del cuclillo y los trinos de las aves canoras. A lo lejos un grito humano, un ladrido, el piafar de alguna caballería, los balidos del rebaño.
En aquella quietud activa la vida se manifestaba de continuo en detalles mínimos. El vuelo de las moscas, la zumbante búsqueda de las abejas, la impertinente vibración de las avispas.
Parecíame, aún aparece así en mi recuerdo, como si la tierra toda latiera a un compás, como si fuera la música para una danza que bailaran las copas de los pinos, las hojas de los álamos. Al ritmo de la brisa, bajo la fuerte luz de un sol desnudo.
¡Malhaya quien nos arrebató aquellos gozos! 
¡Cuantas alegrías y cuantas tristezas habían de acontecerme allí!
El niño que abría sus sentidos en aquel mediodía quedó prendado para siempre. Aún lo siento dentro de mi pecho.
 Suspiro por la tierra perdida. ¡Sólo Erez Israel, más allá de la muerte, podría contener tanta belleza!



jueves, 28 de diciembre de 2017

UN AÑO NO ES NADA

     ¿Letra de tango? ¿Dicho popular? ¿Verdad? ¡Vaya usted a saber!
    Un año más. También un año menos. ¿Lleno, vacío? ¿Todo es relativo? 
       ¿Cuantas esperanzas, deseos, miedos, preocupaciones han quedado cubiertas por la niebla?Cumplidas unas, satisfechas otras, disueltas las más.
       No tengo la sana costumbre de hacer balance cada cierto tiempo, sin embargo hoy miro hacia atrás sin nostalgia y, sí, con un poco de ira. 
        Empiezo a preguntarme cosas que nunca había puesto en entredicho.Soy un ciudadano español. ¿Quiere eso decir algo aparte de la posesión de un pasaporte y que pago mis impuestos en España?
          De joven, cuando a base de mover un dedo a la orilla de las carreteras, viajé por Europa. ( Sí, se podía salir del país aunque al regreso había de tenerse cuidado con los libros que llevabas en la mochila).Al preguntarme por mi nacionalidad, yo respondía altanero, como el Don Juan de Sáenz de Heredia:¡ESPAÑOL!
            Ya mayor, en un congreso pedagógico en Italia cuando alguien comentaba algún detalle mío de cortesía, yo lo justificaba afirmando: Soy un caballero español.
           Muchos años después, con mis alumnos dando lecciones de buen hacer en el restaurante del Quai d'Orsay de París, ante el maitre que nos había puesto pegas a la entrada y al final alababa su buen comportamiento,  presumí diciendo: Son  niños españoles.
            Hoy me parece sin sentido alguno. ¿Español? 
            Avergonzado por la actuación del gobierno de mi país, hacia dentro y hacia fuera.  Molesto por la farsa que un grupo de españoles ha montado en Bruselas haciéndose víctimas de una persecución ridícula. Asustado por la falta de sentido común en los grupos que se hacen llamar partidos políticos. Temiendo la llegada de unas elecciones en que seguramente mis conciudadanos volverán a votar en mayoría a los pertenecientes a la famosa "casta" de uno u otro signo.
            ¿Por qué tiene importancia el lugar en el que hemos nacido? ¿Qué es ser de aquí o de allá?                                                                                    Bastante complicado se hace ser humano viendo al presidente de USA, el aplastante triunfo del sionismo, la indecente falta de respeto a los derechos humanos en  Arabia Saudí, los millones de emigrados forzosos por toda la faz de la Tierra,las guerras tan feroces como inútiles salvo para las arcas de los muy poderosos, el hambre, la injusticia, la barbarie. 
           ¡Déjenme de nacionalidades! Acepto, a duras penas, ser humano. Ya es bastante vergüenza.
            Y vamos a "Exilio" 

                                                         Continúa  
 CAPÍTULO TERCERO.- En que se habla de lo acontecido en nuestra casa en los años siguientes al cumplimiento del edicto. De los cambios habidos en mi educación durante ellos. De las noticias que hubimos sobre los ausentes. De las nuevas asechanzas y de lo que mi padre dispuso para evitarlas. Del viaje a La Hueta y las primeras impresiones en ella. 
Ese verano la vida en la casa se desenvolvió sin demasiados cambios. Para el niño que era, la diferente celebración de las festividades carecía de importancia. En cierto modo la supresión del descanso sabático suponía mayores posibilidades de movimiento. Los domingos íbamos a la misa en la mañana y me dejaban participar en las fiestas de los patios. Aicha vigilaba mis andanzas en esos días ante la posibilidad de que se repitieran mis contactos con los alimentos cristianos de forma desordenada. No me habían quedado ganas de repetir la experiencia tras casi una semana de indisposición.
Lamentablemente la catequesis con el odioso fraile continuaba. Ahora habíamos de prepararnos para ser buenos cristianos. Debíamos aprender todas las oraciones, y los fundamentos de su religión, harto superficialmente aprendidos. Es verdad que ya no me pellizcaba. Estaban también mis hermanas, los criados que no habían tarea y Aicha cuando podía.
Lo peor era que el fraile se había aficionado a mi compañía y parecía dispuesto a hacer de mí un santo y sabio doctor de la Iglesia. Cuando acababa con los otros me hacía quedarme un rato para mejor profundizar en mi formación. Eso decía.
En principio mi instrucción religiosa pareció ser su más importante misión. Recitar de memoria las oraciones en latín no fue demasiado difícil. Algunos coscorrones y pellizcos más costome el entonar los cánticos adecuadamente y a su satisfacción. La traducción de todos ellos me familiarizó con aquella antigua lengua y pronto me pude valer por mí mismo en textos más complejos.
Cuando su sabiduría, poca como comprendí más adelante, no bastó para responder a mis preguntas sobre el sentido de ciertas frases o palabras, no era en exceso culto el malhadado dominico, pidió permiso a mi padre para llevarme ante un superior de su orden mejor preparado en la lengua latina. Concediolo aquel. Yo pensé que no habría de ser peor y acepté de grado.
Era el tal superior un anciano fraile de aspecto enteco y mirada penetrante que causome a primeras una desagradable impresión. Con el tiempo pude comprobar que su aspecto estaba reñido con su verdadera naturaleza. Cuando no estaban presentes ninguno de sus hermanos de religión era amabilísimo y me trataba con gentileza y siempre con gran consideración.
Según colegí más tarde había sido converso en su juventud y tomado los hábitos sin sentir una especial llamada llevado por la posibilidad de hacer estudios superiores en la Universidad de Salamanca. Allí había llegado a ser Maestro de Artes. Nunca llegué a conocer por qué azares había cambiado las aulas universitarias por un puesto de consejero junto al Inquisidor Provincial de Jaén.
 Mi instrucción religiosa dio un giro completo junto a Fray Mateo de la Concha, que así se llamaba. Por lo pronto dejé de estar obligado a acudir a la catequesis con el fraile de los pellizcos.
Después del almuerzo Aicha me acompañaba hasta el convento los primeros días, luego iba solo. Allí me reunía en una sala a modo de biblioteca con fray Mateo. Durante la tarde era el lugar más fresco y silencioso. Más adelante, cuando mi conocimiento del latín fue aumentando, los días disminuyendo y el calor amainando, salíamos al claustro o a la huerta, lugares más del gusto de mi maestro y, por supuesto, del mío.
Fray Mateo partía de las oraciones que yo conocía de memoria, para hacerme comprender el significado y las razones del uso de unas u otras palabras, de las flexiones, variantes y posibles combinaciones. Aquel juego de búsqueda me llegó a gustar tanto que, en cuanto pude, llevábame a casa copias para practicar. De ese modo antes del invierno tenía un conocimiento considerable del latín eclesiástico.
Al  final de lo que es entre cristianos tiempo de adviento entendía el texto completo del misal. Muchas veces mejor que el celebrante de la misa, en la mayoría de los casos frailes de mente ruda y conocimiento escaso. Mi maestro decidió entonces cambiar nuestro tiempo de estudio a las mañanas, para mejor aprovechar la luz solar. Así, nada más levantarme, tomaba un ligero desayuno y acudía al convento hasta mediodía. La mayor parte de los días habíamos de refugiarnos, por el frío, en la biblioteca, mas, a la menor posibilidad, salíamos, las más veces recogiéndonos en un lado del huerto donde quedábamos al socaire.
No permitía mi maestro escribiera nada, habiendo de confiar a la memoria las frases y variantes del libro que, en su momento estuviéramos leyendo. Si habíamos comenzado por textos religiosos; misales, libros de horas y hagiografías; al cabo de un tiempo utilizábamos otros de mayor enjundia. Así conocí algunos textos de Orígenes, de Jerónimo, Agustín y otros que llamaban Padres de la Iglesia. Con los años llegarían textos paganos de Cicerón, Horacio, César, Virgilio y, sobre todo, Salustio, muy del gusto de mi mentor. Yo prefería los discursos de Cicerón y el Canto Primero de la Envida. Este último era lo único que teníamos de Virgilio y llegué a sabérmelo de memoria.
En los últimos tiempos llegó incluso a dejarme leer las Sagradas Escrituras. Poseía una copia de la Biblia Hispalensis cuyo latín dejaba mucho que desear. Supe también que estaba en posesión de una Biblia de Ferrara, la que llamaban hebraica, pero nunca me dejó ni siquiera verla.
De una paciencia infinita, repetía cuantas veces fuera necesario sus comentarios, animándome en todo momento. Mis errores eran interpretados siempre como RES PAUCA.
--Poca cosa Ramirillo. Hasta los mayores sabios se equivocan alguna vez.
Mientras, los aciertos eran valorados en mucho.
--Muy bien, hijo. Así, así. Con la mente abierta para entender lo oculto, sin empecinarse en los errores. Que no te desanime la dificultad.
 Durante los años que me mantuve bajo su tutela, mi conocimiento del latín llegó a ser tan amplio que él y yo dejamos de hablar la lengua vulgar. Sólo cuando estábamos sin compañía. Teníame advertido no permitiera que mis conocimientos fueran de público dominio. Convenciome de que era preferible.
--Es preciso mantener ocultas las riquezas del espíritu, pues hay ladrones de la sabiduría como del oro y la plata. Y, desgraciadamente, la riqueza ajena es siempre causa de envidia entre los humanos. Muestra sólo lo imprescindible en cada momento. Usa de tus saberes con la mayor prudencia, que no te venzan la adulación ni la vanidad.
En eso pensaba como Aicha con la lengua árabe. Fue él quien me enseñó  la escritura correspondiente. Hálleme así, al cabo de unos años, capaz de leer y escribir en latín, en árabe y en la lengua común. Mi única desazón era que había de mantener ocultos mis conocimientos sin poder lucirlos ante nadie que no fuere de la mayor confianza.
 Quedando excluidos de ese concepto no sólo los conocidos casuales, sino incluso los criados y hasta mi hermano y mis hermanas. Hubiera podido decírselo a mis padres, pero éstos no solían mantener conversaciones sino superficiales conmigo. Así pues, sólo Aicha sabía de la extensión de mis conocimientos, aunque no creo comprendiera muy bien su calidad ni importancia.
Acababa de pasar mi decimotercer año. Seis hacía que el buen fraile se había encargado de mi educación, cuando, aquejado de no sé que humores malignos, se fue apagando como una candela sin aceite.
Los últimos meses me recibía en su propia celda. Primero sentado en un sillón que mandaron mis padres, luego, cuando las fuerzas no le dieron para más, recostado en su propio lecho. No quiso que abandonáramos las lecciones aun cuando su voz se iba tornado más y más débil. Los últimos días sólo por señas, me indicaba la lectura, moviendo la cabeza en uno u otro sentido.  Los frailes me permitieron asistirle casi hasta el último momento considerándome un pequeño novicio.
Murió por la noche. A mi vuelta, en la mañana, le encontré ya amortajado y a punto de ser trasladado a la capilla conventual donde se celebrarían las exequias.
Roto con su muerte el vínculo que me unía al convento, dejé, de acuerdo con el juicio de mis mayores, de acudir. En los últimos días ir al convento no me resultaba agradable. Continuaba haciéndolo por el amor que profesaba al anciano fraile.
De un lado era habitual encontrarme con algún grupo de arrapiezos que me insultaban llamándome marrano, perro judío o lindezas semejantes. De otro, casi nunca estábamos solos fray Mateo y yo, por lo cual no me hacía leer otra cosa que el misal o el breviario. Conocíalos yo de memoria, pero no me dejaba hacer corrección alguna aun a sabiendas de su pobreza y los muchos errores que contenían.
Entendía que, falto de confianza en sus hermanos de religión, no quería llamar la atención sobre mis conocimientos. Todo ello hacía tedioso lo que hasta entonces había sido placentero. Con todo, no dejé ni un día de acudir a la visita, procurando eludir a los muchachos y comentando con libertad solamente cuando se ausentaba el fraile de compañía.  
Aquellos habían sido años de tranquilidad. Las actividades de mi padre y mi hermano se mantenían, procurando siempre que sus socios, cristianos viejos, tuvieran la parte de mayor resonancia pública, quedando ellos en un segundo plano.
De Elihá y Sara habíamos sabido en su momento la llegada a Amberes. Tras atravesar Castilla y Portugal, habían embarcado para Gales y posteriormente hacia Flandes, donde habían llegado antes de pasar dos meses de su salida de Jaén. En posteriores epístolas supimos del establecimiento de Elihá como mercader de gemas, su matrimonio y el nacimiento de hasta dos hijos varones. Manteníamos con ellos una relación cordial aunque muy espaciada. Madre lloraba siempre cuando nuestro padre nos leía sus esquelas. Aunque las noticias eran buenas, llevaba muy a mal el desconocimiento de sus nietos, tanto como la separación de su hija mayor.
 Dos años antes de la muerte de mi maestro, cuando el reino de Portugal expulsó a los miembros de nuestro antiguo pueblo, hubo mucho revuelo en los negocios familiares, habida cuenta de las relaciones comerciales que se mantenían con Lisboa. Menor resonancia tuvo, a corto plazo, la expulsión del reino de Navarra, en el año de la muerte de mi fraile. Sin embargo, a partir de entonces, las cosas comenzaron a enturbiarse para los míos.
El antiguo converso Hernando de Talavera, después arzobispo de Granada y confesor de la Reina Isabel hasta hacía poco, fue cuestionado por el Tribunal de la Inquisición. Esto, si bien estaba más relacionado con su protección a los mudéjares que a los judíos, abrió una nueva corriente de sospecha contra los que no hacía mucho habíamos abandonado la Sinagoga. Multiplicáronse las pesquisas de los inquisidores y, aunque el  General, Tomás de Torquemada, dada su edad avanzada, había sido sustituido por cuatro adjuntos, y, en ese mismo año moriría; el siguiente, fray Diego de Deza, tomaba el poder con nuevo y no menos peligroso, para nosotros, espíritu.
Si Torquemada, dado su origen judeoconverso, se veía arrastrado por una sospechosa furia y había sido causa de la expulsión y persecuciones posteriores como medio para eliminar los últimos vestigios del pueblo de Yahvé; el de Deza, de una antigua familia de cristianos viejos, buscaba más la eliminación del poder económico y comercial de los nuevos cristianos. Baeza y Úbeda, donde los cristianos de antiguo tenían mayor poder económico, fueron privilegiadas frente a Jaén en que los conversos mantenían un floreciente comercio.
Por consejo de los amigos y socios de mi familia, se creyó conveniente trasladarnos, de forma temporal, a las tierras de la sierra de Segura. La floreciente alquería de La Hueta; a la que nosotros llamábamos aún por el nombre antiguo, Al Guatá; nos acogería el tiempo preciso hasta que la enemiga de los dominicos se apaciguara un tanto. Los asuntos de la Corte parecían abundar en lo beneficioso de esta decisión. Los Reyes sostenían una lucha encubierta por el poder contra la nobleza, y las empresas hacia el Nuevo Mundo, Nápoles, Galicia y los condados pirenaicos predecían una estabilidad futura.  
Con cautela, sin ningún boato, se fue trasladando el ajuar familiar hasta la alquería. En la primavera, siete años después de la expulsión, llegamos a las tierras que, pensábamos, habían de ser nuestro escondite a salvo de la furia de los inquisidores.
Mi padre, una vez más, nos había reunido en la sala de respeto, la que ahora presidía el Cristo crucificado. No era lugar de nuestro gusto, aquella imagen nos traía los peores pensamientos, pero él parecía tenerla como lugar idóneo para examinar los grandes acontecimientos. De hecho, cuando se recibían noticias de Sara y Elihá, era allí donde nos leía lo escrito o nos contaba lo sabido. De ese modo, aunque no todo lo a menudo que hubiéramos deseado, habíamos sabido de la vida que llevaban allá en los reinos del norte.
Cuando estuvimos todos, nos hizo sentar en torno a él y a mi madre antes de plantearnos la situación.
No me gusta. Cada vez nos reunimos aquí. ¡Ese Cristo muerto! CRUX DUM PENDEBAT FILIUM. El hijo colgando de una cruz. No he conseguido acostumbrarme. ¿Por qué ese gusto por  lo macabro? ¿O es un invento para infundir miedo? ¿A los demás les pasará lo mismo?
Nadie habla.
No me han dicho nada antes. Debieron. Soy un hombre. Pronto se cumplirá mi decimocuarto año. Sé lo que pasa. Aicha lo comentaba en la cocina. ¡No me gusta ir allí! Ella no se da cuenta de que ya no soy su niño. Grita y grita.
--¡Mi corderito!
Y todas esas tonterías.
Sí la quiero, claro está. Pero, cuando grita esas cosas delante de todos, me da vergüenza. O cuando ante las muchachas dice cosas sobre... Antes no me importaba,  cuando pequeño, pero ya...
Fray Mateo sí me trataba como a un hombre.
--Los viejos somos niños atrapados en un cuerpo caduco. SENECTUTE CONFECTUS LAUDATOR TEMPORIS ACTI ME PUERO SUM. Agobiado por la vejez elogio el tiempo de mi niñez. Tú me permites ser yo mismo. BREVE TEMPUS AETATIS. ¡Demasiado breve el tiempo de nuestra vida!
¡Querido maestro! Ahora ya no. Ya nunca. En mi memoria. HIC IN MEMORIA MEA PENITUS INSEDIT. Grabado permanece. Sí. Muy profundamente. 
                                                     Continuará.


martes, 26 de diciembre de 2017

FLOTANDO



















            Cuando todo el panorama nacional aparece carente de sentido.
Cuando las noticias no tiene visos de ajustarse a la verdad. Cuando sientes que hay todo un sucio embrollo montado por intereses espurios de un lado y otro. Cuando comprendes que los sentimientos religiosos se aprovechan para esclavizar a las gentes, para incitar al odio y la barbarie. Cuando los ideales políticos se utilizan para engañar al Pueblo y así poder enriquecerse. Cuando la familia se usa como sinónimo de banda de delincuentes...
              Me entran ganas de flotar. Entrar en un estado de inconsciencia como el que dicen se consigue con las drogas de diseño. Y flotar. Por encima de la realidad. 
               Para un anciano jubilado como yo, sin demasiadas necesidades, no sería difícil. 
               Aislarme, dejar de ver las noticias, desligarme de los comentarios. Nadie se iba a enterar aparte de mi familia y los íntimos. Tanto unos como otros estoy seguro de que me comprenderían y como son buenas gentes en vez de meterme en un psiquiátrico se dedicarían a cuidarme. Ventajas de estar rodeado de estupendas personas. 
               ¿Qué me impide hacerlo? No lo tengo demasiado claro.
               ¿Mi honestidad personal? ¿El afecto a la Humanidad? ¿Mi espíritu de Justicia? ¿Mi vanidad? ¿ Mi pereza?
                ¿O la necesidad profunda de creer en algo? ¿Una vergonzante esperanza en la regeneración del Pueblo?
                  ¡Vaya usted a saber! Por lo pronto sigo intentando mantenerme fiel al compromiso de ir publicando mi "Exilio" trocito a trocito. ¿Todavía quedan lectores? Agradecería el mínimo comentario. No importa si es negativo. ¡Ahí va la segunda parte del capitulo primero! Que no os aburra.

                                                                  Continúa      
           Detrás de la puerta está Aicha. Me envuelve con sus brazos y muy bajito susurra.
--Bien hecho, mi niño, así habías de decir. Aicha te va a dar gachas dulces y dátiles confitados. ¡Meter a mi niño en esos menesteres! ¡Ya hará lo que deba cuando mayor! Ven conmigo mi príncipe.
Sigue hablando y hablando. Muy bajito. Ya no oigo lo que dice. Me acaricia el oído su murmullo. Las palabras no importan. Pienso en los dátiles. La boca parece deshacerse y volverse agua. Tengo que tragar para no atragantarme.
Aquel sábado fue para toda la casa un día de dolor. No vimos a mis padres. Se habían retirado a sus aposentos. Mi hermano Jacob tampoco apareció. Sara, Miriam y Susana, tan alegres, siempre dispuestas a burlas, permanecían en silencio apenas interrumpido por cuchicheos y algún sollozo.
La comida preparada con tanto esmero por Aicha y los criados, quedó prácticamente sin tocar y así se repartió entre los menesterosos que acudieron al día siguiente.
Fue el último sabath. En las semanas siguientes la casa se convertiría en un lugar silencioso y triste por el que deambularíamos como fantasmas procurando no hacer ruido. No volvimos a acudir a la sinagoga y desaparecieron de la vista los útiles de celebración. Incluso la menorá dejó de presidir la sala de respeto. Tampoco volvimos a ver los rollos de la Torá que se guardaban en nuestra casa.
No conseguía deshacerme de aquella pesadumbre flotando sobre todo. Apenas me movía de los alrededores de mi fiel aya temiendo no sabía que daño.

A poco hubo en la casa gran movimiento. Gentes desconocidas entraban y salían tras hablar con mi padre, según decía Aicha. Ella no me dejaba separar de su lado.
Si en principio me abrumaba un sentimiento de pesadumbre, poco a poco se convirtió en gozo por aquel tiempo inesperado de asueto. El preceptor que venía a tomarnos las lecciones a diario dejó de acudir. Yo no tenía que ir a la sinagoga como en tiempo normal. Aicha me hacía leer en voz alta historias de moros y cristianos. Sobre todo una muy de su gusto en la que un caballero llamado Tirant lo Blanch vivía aventuras de todas clases. Era un libro que mi madre había regalado el año anterior a mis hermanas. No se entendía muy bien, decían estaba en valenciano, pero yo me sabía de memoria párrafos enteros. Aicha estaba orgullosa de lo bien que leía y me hacía repetirle algunos pasajes una y otra vez.
Pasó el mes de marzo sin que volviera a hacer cosa alguna sino aquello tan apetecible de estar con Aicha leyendo y jugando. Susana y Miriam también holgaban y a veces me acompañaban en mis juegos o me enseñaban canciones y poesías. Echaba en falta a los compañeros de estudio en la sinagoga, pero la casa estaba llena de posibilidades y las explotaba al máximo.
En los primeros días de abril, todo pareció cambiar. Los visitantes, hasta entonces gente conocida con la cual mi padre tenía tratos comerciales o aparceros de nuestras tierras, variaron. Ahora eran la mayoría señores de importancia acompañados de sus servidores y, con frecuencia, monjes cristianos de los llamados de Santo Domingo. Vestidos con largo hábito blanquecino y sobre él negro escapulario donde ocultaban las manos. Una capa también negra todo les cubría. Se reunían con mi padre y mi hermano en la sala de respeto y a los demás nos alejaban. Algunas veces permanecían durante horas allí encerrados. A mediados del mes también mi madre era llamada a estas reuniones.
Aicha me explicaba que los frailes negros; así les llamaban pese a la blancura del hábito, por el aspecto que les daba la capa; eran los encargados de instruir a mis mayores en los misterios de la religión cristiana. Ellos, mis padres y mi hermano, serían bautizados a finales de mes en la antigua mezquita, ahora iglesia cristiana. Mis hermanas y yo lo seríamos antes en nuestra propia casa.
Fue por entonces cuando comenzó a venir uno de esos mismos frailes para instruirnos también a nosotros. Era un hombre muy alto, de genio adusto y voz tonante.
Nos reunía en la sala junto a la cocina, donde en otro tiempo celebrábamos el sabbath.  
Teníamos que acudir todos los menores. Yo, Aicha, mis hermanas y  los criados.
Durante horas nos asaeteó a preguntas, respondió con acritud a las de Sara y explicó lo que quiso sobre las cosas que habíamos de aprender. Hizo traer los libros de uso cuando tuvo noticia de ellos. Tras examinarlos mandolos quemar, salvo dos que no recuerdo.
Dice que este fraile nos va a hacer cristianos.
¿Por qué tendrá esa cara de enfado? Que yo sepa no le hemos hecho nada. Me da un poco de miedo. Pregunta y pregunta. Cosas muy simples, cierto, pero incómodas.
Me hace sentar delante, con mis hermanas. Yo quiero estar con Aicha, pero él no me deja.
--Los criados detrás para que puedan aprovecharse de vuestra mayor rapidez y conocimientos.
No parece  gustarle lo que sabemos. Continuamente nos contradice y manda callar.
--Decís lo mal aprendido. Ahora habéis de olvidar toda esa sabiduría judaica y  aprender la Nueva Ley. El Cristo cierra vuestra ley judía y abre la nueva esperanza.
Pero lo que cuenta no es de esperanza. Pecado, infierno, demonios, castigo. No habla de otra cosa.
No sé si le ha gustado que sepa leer. Nada ha dicho, pero, mandar que le traigamos todos los libros para burlarse de ellos no tiene sentido. Y eso que sólo han traído unos pocos.
--Toda esta distracción inútil. No hace sino mal al espíritu. Me reservo algunos, el resto podéis echarlos a la lumbre.
¡Menos mal que Aicha es muy lista! Le ha traído lo que ya no leemos.
--Debéis gravar en vuestras mentes los mensajes de la verdad de Cristo.
Habla de Yahvé como de Jesús, aunque a veces le llama Cristo. Nos enseña oraciones a Miriam, la madre de Jesús. Cosas fáciles. Suena bonito. No se entiende. Dice que es latín
¿Por qué siempre se reza en una lengua que nadie entiende? El rabino en hebreo y éste en latín. ¿Me enseñará éste como hacía aquél en la sinagoga?
Repito lo que dice.
--Muy bien Rubén. Se conoce que el Malo no te ha hecho todavía de los suyos. Sigue así y pronto sabrás lo preciso para ser buen cristiano. Debes recitar esas oraciones para que los siervos y las mujeres, de natural más tardo, puedan aprenderlas.
No está mal. ¡Claro que yo aprendo mucho más deprisa! Las mujeres  y los criados tienen otras preocupaciones.
Pero este fraile no da almendras como el rabino. El rabino también era un poco gruñón, pero siempre me daba almendras cuando recitaba bien los versículos. Y eso que aquello era más difícil. A veces no entendía lo que leía en hebreo. Me lo explicaba a mí solo. Los otros muchachos no entendían nada. Yo sí. Como dice Aicha:
--Mi niño será maestro de lenguas.
Lo dice porque ella me enseña el habla morisca. Es nuestro secreto. Sólo ella y yo lo sabemos. No debemos hablarlo cuando haya gente delante. La verdad es que un día se lo dije a madre y no me hizo caso. Mis hermanas sospechan algo y a veces me gastan bromas. Es lástima que Aicha no sepa escribir, podría enseñarme a hacerlo en morisco. En romance tengo buena letra, Susana me hace escribirle canciones y luego, con sus amigas, presume de hacerlo ella.
El fraile habla y habla. Repite una y otra vez las mismas cosas. Cuando ha sacado la tira de cuentas iba a decirle que se parece a la que tiene Aicha, pero ésta, sentada detrás de mí, me hace una señal tirándome de la ropa.
¿Cómo ha sabido lo que iba a decir? Nos entendemos bien, aunque no hablemos. No sé por qué no quiere lo diga, pero cuándo ella lo piensa así habrá sus razones.
--El Rosario de Nuestra Señora, os ayudará a ser buenos cristianos. Desde hoy lo rezaremos en todos sus Misterios cada día. Así mientras contemplamos los grandes momentos de la vida, pasión y muerte de Jesús, mantendremos nuestras lenguas activas en la alabanza del Señor Nuestro Dios.
Por lo que dice no cambia casi nada. Lo de la Virgen y lo del Papa de Roma, y lo de Jesús y Dios. Y  que todo se dice en latín.  Más fácil que el hebreo. Se parece mucho al romance. Tengo que preguntarle si puede enseñarme más. Seguro que lo aprendo rápido. Aicha se pondrá muy contenta.
Al fraile le gustan las cosas que digo. Mis hermanas no parecen agradarle. Cada vez que hablan las hace callar y  no les hace caso cuando preguntan. Los criados no dicen nada. Escuchan y callan. Cuando el fraile habla mueven la cabeza y él queda contento.
Sara tiene problemas con él. Le pregunta cosas con doble sentido y él contesta de un modo desabrido. Sara es la más lista y como se va a casar…
Aicha está muy callada, como si le pareciera bien todo lo que el fraile dice. Incluso mueve la cabeza arriba y abajo sin dejar de mirarle.
Se va. Hace un gesto con la mano, como una cruz, y sale.
Quedamos callados un momento. Sara no puede más y salta.
--¡No me gusta! No me gusta. ¡Él sí que es el diablo! ¡Quemar los libros! ¡No se queman los libros! Y no contesta nunca. Habla y habla pero no contesta a lo que se le pregunta.
Aicha me coge por el hombro y me lleva a la cocina.
--Ven acá mi príncipe. Tú escuchas, sí, muy bien. Es bueno escuchar. Luego explicas a Aicha lo que quiere decir. Ella no entiende bien tantas palabras. Y menos los latines. Y ahora lo de quemar los libros. ¡Valen mucho los libros para quemarlos! Los guardaremos en un alcanfor y allí se estarán. Luego mi príncipe los leerá a su Aicha que gusta de oírlos.
Cuando Aicha no estaba ocupada me hacía contarle lo que había explicado el fraile y preguntas sobre lo que no entendía. Yo sabía lo que él explicaba, no demasiado, pero aprendía fácilmente las oraciones y se las repetía una y otra vez.
A finales de mayo nos reunieron a todos en la sala de respeto, entonces presidida por una gran cruz negra con un hombre casi desnudo colgando, junto al lugar en el que había estado la Menorá.
 Sabía que era de madera estofada y pintada, la había hecho traer mi padre del norte de Castilla, pero me daba miedo y una mezcla de pena y asco. Desde luego no hubiera entrado donde estuviera aquello estando solo. Parecía tener sangre seca por todo el cuerpo. ¡Era horrible!
Mis padres estaban sentados a los lados de la cruz. Muy callados. Sólo hablaban para decir las cosas que habían de responder. También estaban algunos amigos de mi padre. Casi todos cristianos Y Moisés el padre de Elihá, sin su hijo.
Fue nuestro bautizo. Primero fui yo, después mis hermanas Susana y Miriam, luego el criado mayor, Aicha y todos los demás. No estaba Sara. Nos echaron agua por la cabeza, nos pusieron sal en la boca y óleo por varios sitios. Decían muchas palabras en latín. Algunas las iba comprendiendo. Sobre todo las que más repetían. También entendí los nombres nuevos que nos ponían.
Hacia varios días que no había visto a Sara, pero tampoco a las otras. A veces pasaban semanas sin verlas y nunca me había preocupado, pero aquella vez estaban todos menos ella.
No está. Toda la semana ha faltado a la catequesis como lo llama el fraile, pero tampoco vinieron Miriam y Susana los últimos días. Tenían que preparar las ropas para el bautismo. Decían.
No está enferma, no, eso se nota enseguida. Y no está. O sea, a ella no la han hecho cristiana.
Ahora todos somos cristianos, hasta el carrero. Tendremos que ir todos los domingos a la misa, con mis padres. Ellos hace tiempo que van con Jacob que se llamará Santiago. Aicha dice que todavía no pueden entrar en la iglesia, pero van. No lo entiendo.
A mí me han puesto Ramiro. A Miriam la han llamado María, pero a Susana no le han cambiado el nombre. Ahora no somos Bar Arám sino Torre de Jaén. Me llamo Ramiro Torre de Jaén. No suena mal, pero no me acostumbro. Me gustaba ser Rubén bar Arám.
Aicha dice:
--Tiene que acostumbrarse mi corderito. Ya no más Rubén. Rubén judío, el fraile dice matador de Dios. Ramiro mejor, amigo de Jesús y de Miriam, no matador de nadie.
¿Y a Sara? ¿Le cambiarán el nombre? Y si ya no tenemos el nombre de la familia, ¿de dónde hemos salido? ¿De una torre de Jaén?
Es verdad lo de Aicha. El fraile dice que nosotros hemos matado a Jesús, pero eso no tiene sentido. Hace muchos, muchos años que mataron a Jesús. ¡Cómo le vamos a matar nosotros! Antes, porque ya soy cristiano. Ayer era un matador de Jesús. Me han echado agua por encima y ya no lo soy. Es como las magias de Aicha cuando me pongo malo.
--Mi príncipe tiene calentura. Alguna mala gente le hizo mal de ojo con magia mala. Aicha hace magia buena y se lo quita.
Me pone las manos encima y me salpica con lo que guarda en un pomo. ¡Huele tan bien! Me pone en la boca algo muy dulce y me unta la frente con los polvos de una cajita. También dice cosas que no entiendo y, por la noche hace saumerios junto a la cama. A poco, a lo más dos o tres días, se me pasa la calentura.
Lo del bautismo es una magia muy parecida, pero lo que me echó el fraile era agua, y sal lo de la boca. Lo de untar, aceite. Tampoco había nada que curar. ¡Mejor la magia de Aicha!
Es un secreto que no se puede decir a nadie, ni siquiera a mis padres, y eso que me cura. ¿Por qué no es secreta la magia del bautismo? Aunque también debe serlo, por eso la dicen en latín. Así nadie se entera. Bueno, nadie no. Los frailes sí. Y yo. Ahora, un poco.
¿Han terminado?
Se van los frailes y esos amigos de mi padre.
Nos mira. ¿Qué va  a decir? Se le ve triste, muy serio
--Habéis notado la falta de Sara. Lo sé. No está, ni lo hará en adelante.
            Se calla. Aprieta los labios. ¿Le asoma agüilla en los ojos? Sigue.
-- Elihá y Sara nos han dejado. Ellos decidieron no bautizarse y partir. Hace ya días.
            Se nota la fuerza que hace para hablar. ¿Mi padre?
--No se despidieron de vosotros para que nadie tuviera noticia de su salida. Se tomaron las medidas precisas para que lleguen lo antes posible a Lisboa, en Portugal. Una carabela les llevará hasta Amberes donde tenemos amigos y reservas. Estarán bien. Nos comunicarán su llegada cuando sea posible. En todo caso eso tardará. Quizá meses.
Se le quiebra la voz. Madre solloza en silencio a su lado. Nos hace señas para que salgamos de la sala.
Fuera. Mis hermanas cuentan como ha sucedido todo.
Sara se despidió de ellas. ¿Y de mí, por qué no?
Habían salido de noche la semana anterior. Iban con dos criados, caballos y mulas de carga. Un largo camino. Atravesarían por Córdoba y Badajoz hasta Lisboa que era de otro reino.
Sorprendido. ¡Tantas novedades!
Mi padre explicándonos, mi madre llorando casi de continuo. Jacob,  callado y serio. Y ellas contándome las cosas que han sucedido sin burlarse. ¡Y aquella huida de Sara!
Confuso. Siento que me vienen a la cabeza preguntas y preguntas.
¿Y Elihá? ¿Dónde está Lisboa? ¿Por qué tienen que ir a Amberes? ¿Qué es una carabela? 
En los días siguientes la casa estuvo revuelta. Se preparaba el solemne bautismo de mis padres y de Jacob en la iglesia principal. Les bautizaría el propio obispo y serían los padrinos el Señor Comendador de Santiago y un enviado especial de Nuestros Señores los Reyes. Aicha no paraba ni un momento atendiendo a unas cosas y otras, mandando a los criados, ordenándolo todo. Yo andaba tras ella como un perro de aguas sin conseguir nada más que alguna mirada, una caricia o alguna frase suelta.
En medio de aquel ajetreo la catequesis con el fraile continuaba. Mis hermanas no asistían, excusadas por el jaleo de la casa. Los criados tampoco por igual razón. Así que era yo el único catecúmeno, como él decía. El fraile aprovechaba bien la ocasión. Tenía que aprender a ayudarle en la misa, a dirigir el Rosario, a preparar la Confesión General y a lo que se le iba ocurriendo.
Al principio intenté resistirme. Fingía que no entendía, me equivocaba en las oraciones, hacia lo posible para que fuera más despacio. Debió darse cuenta de la añagaza pues comenzó a darme capones, tirarme del cabello y pellizcarme bajo el brazo cada vez que no respondía o me equivocaba. No tuve otro remedio que andarme con cuidado. No podía acudir a Aicha, no le quedaba tiempo para mí. Mis padres y mi hermano no salían de sus aposentos a los que acudían otros frailes. Mis hermanas se habían quitado de en medio. Estábamos solos el fraile y yo. Y él me forzaba más y más.
En las semanas que duró mi soledad aprendí más que en el resto del tiempo. Pensaba que la tortura  iba a durar sólo hasta el día del bautizo solemne de mis padres. Después acudiríamos a la misa dominical y no habría más pellizcos. Eso creía.
Para evitar los golpes ponía toda mi atención. Preguntaba sólo lo que pensaba le era grato. Comenzaba a entender alguna de las cosas que decíamos en latín. Eso le ponía contento y no me pegaba. Yo me esforzaba cuanto podía.
La tarde anterior al bautismo en la iglesia no fue de calma para mí, aunque no vino el odioso fraile. Mis padres y mi hermano se habían retirado para mejor meditar la trascendencia del paso. Así lo había dicho mi torturador. Mis hermanas salieron de sus escondrijos haciéndome enfurecer con sus impertinencias. Aicha estaba más ocupada que nunca. De Sara no se hablaba. Parecía como si no hubiera existido. Además, vino la costurera de mi madre para probarme el jubón a estrenar el día siguiente y como no se ajustaba bien hube de pasar las horas con ella hasta que todo estuvo bien terminado. Cuando Aicha acudió a mi dormitorio para acostarme ni siquiera le dirigí la palabra. ¡Estaba furioso!
Me metí en el lecho casi llorando. No dije nada cuando ella apagó la lamparilla. Todo se volvió negro cuando salió.                                                                                                                          
Apenas había cerrado los ojos cuando ya Aicha abría los postigos de las ventanas.
No sé por qué grita tanto. Ya sé que es de día, no soy simple. No voy a decirle nada. Si ella no me quiere hablar tampoco yo. No necesito que me vista ni que me lave ni... nada. Que siga haciendo lo que estos días y me deje en paz.
--¿Qué tiene hoy mi príncipe? Su Aicha no estaba con él estos días. Mucho trabajo. Nada se hace si ella no lo ve. Pero mi leoncito de Judá sabe que su Aicha le quiere a él. ¡Vamos, vamos! Mucho por hacer. ¿No es lo más bonito del mundo mi niño? Jesús, el niño de Miriam, parece hoy. ¡A ver esa cara! Así. Más bonito que un rey.
Sí, más bonito. Ahora. ¿Y dónde estaba estos días cuando el fraile me pellizcaba? Todavía me duele. No voy a decir nada. Me dejaré lavar y vestir, pero nada de hablar.
--¡Aprisa  mi príncipe! Aicha tiene tortas con miel para ti. Corriendo a la cocina antes que las niñas finen con ellas. Después subiremos y pondremos el jubón nuevo. Todos dirán cuando marche tras sus padres: ¿De donde ha salido ese príncipe? Y Aicha se reirá porque es suyo.
Bueno, si hay tortas con miel. Sí, bajaré deprisa. Susana y... María. Extraño no decir Miriam. Todo nuevo.
¡Vaya! Todavía quedan tortas. ¡Qué buenas! Aicha las hace como nadie.
Cuando haya comido subiré a que me ponga el jubón nuevo.
¡Sí me quiere! Ha estado ocupada y no podía. La perdonaré.
El fraile dice que hay que perdonar. No lo entiendo bien. Hay que perdonar lo que nos hacen malo. Pero Jesús castiga a los que le han ofendido llevándolos al infierno. ¿Eso es perdonar? Y él me pellizcaba cuando no me sabía las preguntas. No comprendo. Lo peor es que no  lo puedo decir a Aicha.  Ella entiende menos que yo.
Este lío de hacernos cristianos. ¿Qué más le da a Dios si somos cristianos, judíos o moros? ¿Lo importante no es ser bueno, perdonar,  dar limosna, querer a los demás y todo eso? Si sólo hay uno. ¿Qué más le da?
¿Y si son muchos? A lo mejor se pelean entre sí para tener más gente a su lado. Pero entonces son como las personas. ¡No entiendo nada!
Terminé. No puedo comer ni una más. Lavarme las manos y la cara. Voy arriba.
--¡Cómo viene mi niño! No estaba su Aicha y se ha mojado todo. Yo secaré esa carita de efrit santo. ¡A ver esas manos! Aicha se las comerá un día de fiesta.
Tendré que hablarle. ¡Claro que me quiere!
--Me haces cosquillas. Anda date prisa y ponme el jubón. Te has puesto la ropa  nueva tú también. ¿Vas a venir con nosotros?
--No mi niño. Aicha irá luego. Los señores irán a la iglesia con hijos y mucha compaña. Aicha prepara convite para cristianos. Tocino, carne de puerco, dulces de manteca y zumo fermentado. Mucho jalufo. También cosas buenas sin grasa mala ni vino. Ahora cristianos. Podemos comer. Pero tripas nuestras aguantan mal comidas cristianas. Jalufo y vino, malos para barrigas. Cabeza tonta y tripas pesadas. Mejor verdura y fruta. Y cordero y pichones. Tripas no entienden de bautismo.
            No sé por qué le viene de tiempo en tiempo ese hablar tan raro. ¿Cuándo está muy ocupada o cuándo está furiosa? Luego se le pasa y habla como siempre.
Aicha me acompañó hasta la sala. Allí estaban mis padres y Jacob, con señores muy importantes y los frailes dominicos. En el sillón de mi padre había un hombre pequeño vestido con ropas muy finas. Luego supe que era el enviado por los Señores Reyes. A su lado, en otro sillón, un hombre delgado y muy alto cuyo pecho llevaba una marca roja, como una gran cruz. Le había visto entrar algunos días antes y Aicha había dicho era el Señor Maestre del Señor Santiago, el  matador de moros.
Habíase preparado todo con gran esmero. Un facistol sostenía el gran libro traído ex profeso de la iglesia y, sobre un a modo de altarcillo, varios objetos. Una jofaina de cerámica fina, una jarra de plata, en otro tiempo usada en la Pascua, candelabros con cirios encendidos, hisopos y otras que no reconocía.
Delante uno de los frailes vestía ropas de ceremonia bordadas en oro con imágenes y ornamentos. Otros dos, cubiertos sólo con blancas túnicas, le auxiliaban.
Todo resultaba impresionante, presidido por aquella imagen del cadáver sangriento que tanto miedo me producía.
Reunidos que estuvimos todos, cada uno de los frailes tomó uno de aquellos objetos de altar. El que había cogido el libro caminaba delante, luego los que llevaban las ropas especiales. Detrás los frailes portadores y los dos señores desconocidos.
Aicha dice que son los padrinos. No entiendo muy bien lo que eso sea. Cosas de mayores. Hay mucho que no entiendo. El fraile habla del amor de Jesús y me pellizca para que lo aprenda. El santo del caballo blanco mata moros con una espada larga. ¿Tendrá mi hermano Jacob que matar moros cuando se llame Santiago? ¿O sólo los santos matan?
De mis hermanas y de mí no hacen mucho caso. Mejor.
Ya empiezan a salir. Primero los frailes, mi torturador con ellos. Después el señor pequeño y el de la cruz del matamoros. Luego mis padres.
Jacob me tiende la mano ¿Para que la tome? Nunca lo hizo antes.
Está muy fría.
Detrás salen mis hermanas y los criados. Ahora todos somos cristianos menos mis padres y Jacob. No me importa serlo, pero el cadáver de la cruz me sigue dando miedo.
A la salida del patio hay mucha gente reunida. Nos miran como si no nos hubieran visto nunca. A lo mejor no saben que vamos a la iglesia.
Casi todos son conocidos. No me gusta que nos miren con esas caras de asombro.
Los escarpines nuevos me hacen daño en los pies. Noto las piedras debajo. Si no ando con cuidado me las clavaré.
Ahí están las hijas de Salomón Bar Sadhuc. Aicha dice que ya no se llaman así. Desde que son cristianos se llaman Del Monte o algo parecido. La mayor es amiga de Susana, pero ha tiempo no vienen a casa. Antes sí, me hacían enfadar y se reían porque me ponía colorado.
Jacob ha soltado mi mano. Pero él la sigue teniendo fría. Las mías parecen arder.
La iglesia está lejos aún. Las gentes se unen a la comitiva. Algunos. Otros nos miran al pasar y siguen a sus quehaceres. Como es domingo casi todos llevan ropa limpia.
La comitiva se dirigió a la iglesia mayor. Pronto comenzarían las obras de la catedral nueva. Mi padre había dado muchos dineros para su construcción. Según el fraile que nos lo contaba, para de ese modo redimir su pasado. Yo caminaba al lado de Jacob más preocupado de las molestias que a mis pies causaba el calzado nuevo que de las gentes que presenciaban la comitiva.
Se habían ido arremolinando a nuestro paso. Algunos dejaban sus quehaceres para seguir la procesión. Así, a poco, era ya un grupo muy numeroso el que nos seguía.
Al llegar al pie de la escalinata que conducía a la iglesia, el Maestre de la Orden, el delegado de los reyes y los frailes, con mi torturador, subieron las gradas. Todo había sido preparado con solemnidad. La conversión de mis padres, tenía un gran valor como testimonio. Eso nos había dicho el fraile.
Arriba el obispo junto con otros clérigos les recibía con un abrazo ceremonial.
¡El fraile! Ahí está calladito. Hoy no me pegará pellizcos. Casi no se le nota entre tanto señor importante. Ese de la capa bordada y el gorro de pico debe ser al que llaman obispo.
Mi hermano hace señas para que quedemos aquí. Padre, madre y él suben la escalera hasta un poco más abajo de los demás. Susana,... ¡María! y yo nos quedamos abajo. Ya nos dirán cuando hemos de subir.
El obispo les dice cosas que no entiendo. Les salpica con agua de ese calderillo. Ahora suben otro poco. Todos les rodean, pero los que llevan las capas bordadas se han puesto delante. Van hacia la puerta.
Ese fraile nos hace señas. Tenemos que subir.
Subimos.
Cierro los ojos un momento. Así veré en lo oscuro. La iglesia esta bien iluminada con cirios. Aicha dice que mi madre hizo traer más de cincuenta libras de cera.
 No veo tan mal.
Avanzamos detrás de ellos. ¿No vamos a donde está la Miriam con el pequeño Jesús en los brazos? Me gusta más que el cadáver colgando de las maderas cruzadas.
Al final, donde están las rejas. Se meten el obispo, algunos frailes, los dos señores,  mis padres y Jacob. Leen un libro grueso de tapas coloradas. En el medio está esa jofaina tan grande de piedra. Es bonita con todos esos monigotes y figuras.
Me gusta ver todas las cosas. ¡Hay tantas figuras! Las paredes están pintadas con personajes y animales. Me lo explicó el fraile. Los cristianos pueden... ¡podemos!, representar en figura las formas de las gentes y las de los animales. Es bonito. Menos el cadáver ese que me sigue dando miedo. No lo digo para que el fraile no me dé pellizcos, pero hasta el pequeñito que lleva en ese rosario cristiano me da asco cuando me hace besarlo.
Ya han terminado de leer.
Ahora les echan el agua. Primero a mi padre, luego a Jacob y a mi madre. ¡Ya son cristianos! No ha pasado nada pero parece que todo tiene que ser diferente.
No he entendido el nombre nuevo de mi padre. ¿Nicolás? Jacob ahora será Santiago. Tampoco lo he oído. Me lo dijo el fraile. El de mi madre será Isabel. Como la reina de Castilla. Antes, cuando era judía,  se llamaba Sara, como Sara que ya no está. Nadie la llamaba así. Nosotros madre y los demás señora, pero era Sara. Y ahora Isabel. Suena bien, pero seguiremos llamándola como siempre, madre o señora.
Ya salen todos de ahí. El obispo, los otros frailes y los señores. Nosotros detrás.
Van hacia donde está la Miriam con su niño. Me gustan esas figuras, con sus colorines y todo.
Los frailes suben con el obispo hasta lo alto. Y los señores. Se sientan en los sillones dorados. Mis padres abajo en unos sitios para arrodillarse. Los demás nos quedamos de pie alrededor. Si esto dura mucho me siento. Aunque sea en el suelo de piedra.
¡Aicha! Menos mal que ha venido.
Sí, sí. No digo nada. Pone un manto en el suelo. ¿Para que nos sentemos cuando estemos cansados? Me coge la mano y sonríe. Mira a la Miriam.
Ahora el obispo se pone a hablar. Ya no en latín. Aicha se sienta en el tapiz y yo a su lado. Han hecho sahumerios con incienso y huele bien.
Estoy cansado ya. ¡Habla y habla! ¡Yo me siento! El manteo está calentito. Noto como me arropan. ¡Se está bien!
Cuando me desperté la ceremonia iba muy adelantada. Todos estaban arrodillados mientras el obispo celebraba sus ritos. Aicha me contuvo para que no me desperezara.
Al fin terminó y todos regresamos a casa. Se había preparado una doble fiesta, con manjares y bebidas. Dentro, en la casa, para los clérigos, los señores y los conocidos de mis padres. Fuera, en el patio, para la servidumbre, los trabajadores de la casa y nosotros. Mis hermanas no quisieron quedarse fuera y se retiraron pronto.
Aicha me había advertido no comer lo que contenía cerdo o manteca y, en modo alguno, el fermento del zumo de uva, el vino. Pero ella no estaba vigilando continuamente y yo había decidido aprovechar la oportunidad para saborear los alimentos hasta entonces prohibidos.
Ahora soy cristiano. Y ellos comen tocino y beben vino y aguardiente. No les pasa nada porque son cristianos. Yo también lo soy. Puedo comerlo y no me pasará tampoco.
Esto que llaman magras no me gusta. Deja la boca aceitosa.
¿Esto otro es el aguardiente? ¡Aj!  ¡Es asqueroso! Pica la boca y quema la garganta. No debo ser muy cristiano todavía.
¿El vino? Sólo con la punta de la lengua para que no me queme. Está dulce. Me gusta.
¿Y esos bollos de manteca?  No están malos. Tendré que acostumbrarme despacio. Probaré un poco de cada cosa. Luego comeré de lo que me guste. Vino sí. Está bueno. No quema, sólo pica un poquillo en la boca. Y calienta las tripas.
Hay también pollos, cabrito y dulces de almendra y miel, pero eso es como siempre. Hoy es especial. Sólo comida cristiana. De la que me guste. Y vino.
Sí está bien.
Aicha está muy entretenida. Ella no bebe vino ni come jalufo. ¡Allá ella! No sé por qué no quiere que beba vino. Éste de la jarra está muy bueno, como los que llaman bollos de manteca y las cortezas fritas. Aquí escondido no me ve y puedo comer y beber cuanto quiera. Mastico despacio como dice Aicha que debe hacerse. Y bebo a poquitos para que no me siente mal.
Es como hidromiel, pero más picante. La cabeza no me pesa y me entran ganas de reír. Las piernas se me han puesto blanditas. Pero todo es muy divertido.
Parece que se me cierran los ojos, pero no quiero dormirme. Un poco más de vino. Cuanto más bebo más quiero beber. Me gusta.
Ahora cuando vea a Aicha se lo contaré para que sepa que puedo comer jalufo y beber vino. ¿Soy cristiano o no? Entonces puedo comer y beber como ellos. Aunque la cabeza se me ponga a dar  vueltas.
Por ahí viene. Me busca.
--Aquí estoy Aicha. ¿Ves? He comido y bebido como un cristiano y...
¿Qué hace? ¿Por qué da esas voces? Sólo tengo un poco vacía la cabeza y las piernas no quieren hacerme caso, pero...
  Me coge en brazos. Me lleva. Habla y habla. No entiendo lo que dice. La oigo como entre sueños. Me duele un poco por encima de los ojos y no me puedo sostener en pie. Me da risa. Parezco un muñeco de trapo. Los brazos se me caen. Todo se va como entre  humo.
--¡Mi corderito! ¿Qué hiciste, desgraciada? Le has dejado solo y el pobre ha comido y bebido lo que no debía. ¡Míralo! Parece estuviera ausente. ¿Cómo le dejaste en medio de esta gente? Así está mi rey. ¡Ven tú, mi niño! Aicha te llevará dentro. ¡No sabes lo que habrá comido, y más, bebido! ¿Te sientes mal, corderito? Tu Aicha te dejó solo y tú no sabías... Ahora esta simple te hará echarlo todo. No te asustes, mi bien. Deja que te meta los dedos en la boca. ¡Echa, échalo todo! Más vale queden las tripas limpias. Luego te daré una tisana caliente para que arrojes lo que quede. En malhora la fiesta de cristianos y todo ese jalufo. ¿Cuánto bebió mi rey? ¡Descuidada Aicha! Mi niño ahí perdido. Y si...
Cuando desperté, en la mañana del día siguiente, Aicha estaba reclinada junto a mi lecho.
Una diarrea, que ella curó con sus hierbas, y la sensación de tener un peso en la cabeza fueron las secuelas de aquella aventura con la comida cristiana. Mis padres no llegaron a enterarse. Sólo mis hermanas. Durante un tiempo me embromaron haciendo como si se tambaleasen y poniendo los ojos en blanco.
Pasados unos días todo volvió a la normalidad. La vida continuó. Poco a poco fuimos asimilando los cambios de costumbres. Las oraciones, ahora en latín, la misa de los domingos. Echábamos de menos el sabbath, pero, a poco, nos acostumbramos. Aicha tuvo buen cuidado en que las comidas no cambiaran demasiado para nosotros. Traía del mercado algunas piezas de tocino, incluso chorizos,  morcillas y vino, pero lo consumían los que estaban acostumbrados a ello. Yo seguí haciendo las normales, carentes de alimentos cristianos.  
                                                                     Continuará.