martes, 26 de diciembre de 2017

FLOTANDO



















            Cuando todo el panorama nacional aparece carente de sentido.
Cuando las noticias no tiene visos de ajustarse a la verdad. Cuando sientes que hay todo un sucio embrollo montado por intereses espurios de un lado y otro. Cuando comprendes que los sentimientos religiosos se aprovechan para esclavizar a las gentes, para incitar al odio y la barbarie. Cuando los ideales políticos se utilizan para engañar al Pueblo y así poder enriquecerse. Cuando la familia se usa como sinónimo de banda de delincuentes...
              Me entran ganas de flotar. Entrar en un estado de inconsciencia como el que dicen se consigue con las drogas de diseño. Y flotar. Por encima de la realidad. 
               Para un anciano jubilado como yo, sin demasiadas necesidades, no sería difícil. 
               Aislarme, dejar de ver las noticias, desligarme de los comentarios. Nadie se iba a enterar aparte de mi familia y los íntimos. Tanto unos como otros estoy seguro de que me comprenderían y como son buenas gentes en vez de meterme en un psiquiátrico se dedicarían a cuidarme. Ventajas de estar rodeado de estupendas personas. 
               ¿Qué me impide hacerlo? No lo tengo demasiado claro.
               ¿Mi honestidad personal? ¿El afecto a la Humanidad? ¿Mi espíritu de Justicia? ¿Mi vanidad? ¿ Mi pereza?
                ¿O la necesidad profunda de creer en algo? ¿Una vergonzante esperanza en la regeneración del Pueblo?
                  ¡Vaya usted a saber! Por lo pronto sigo intentando mantenerme fiel al compromiso de ir publicando mi "Exilio" trocito a trocito. ¿Todavía quedan lectores? Agradecería el mínimo comentario. No importa si es negativo. ¡Ahí va la segunda parte del capitulo primero! Que no os aburra.

                                                                  Continúa      
           Detrás de la puerta está Aicha. Me envuelve con sus brazos y muy bajito susurra.
--Bien hecho, mi niño, así habías de decir. Aicha te va a dar gachas dulces y dátiles confitados. ¡Meter a mi niño en esos menesteres! ¡Ya hará lo que deba cuando mayor! Ven conmigo mi príncipe.
Sigue hablando y hablando. Muy bajito. Ya no oigo lo que dice. Me acaricia el oído su murmullo. Las palabras no importan. Pienso en los dátiles. La boca parece deshacerse y volverse agua. Tengo que tragar para no atragantarme.
Aquel sábado fue para toda la casa un día de dolor. No vimos a mis padres. Se habían retirado a sus aposentos. Mi hermano Jacob tampoco apareció. Sara, Miriam y Susana, tan alegres, siempre dispuestas a burlas, permanecían en silencio apenas interrumpido por cuchicheos y algún sollozo.
La comida preparada con tanto esmero por Aicha y los criados, quedó prácticamente sin tocar y así se repartió entre los menesterosos que acudieron al día siguiente.
Fue el último sabath. En las semanas siguientes la casa se convertiría en un lugar silencioso y triste por el que deambularíamos como fantasmas procurando no hacer ruido. No volvimos a acudir a la sinagoga y desaparecieron de la vista los útiles de celebración. Incluso la menorá dejó de presidir la sala de respeto. Tampoco volvimos a ver los rollos de la Torá que se guardaban en nuestra casa.
No conseguía deshacerme de aquella pesadumbre flotando sobre todo. Apenas me movía de los alrededores de mi fiel aya temiendo no sabía que daño.

A poco hubo en la casa gran movimiento. Gentes desconocidas entraban y salían tras hablar con mi padre, según decía Aicha. Ella no me dejaba separar de su lado.
Si en principio me abrumaba un sentimiento de pesadumbre, poco a poco se convirtió en gozo por aquel tiempo inesperado de asueto. El preceptor que venía a tomarnos las lecciones a diario dejó de acudir. Yo no tenía que ir a la sinagoga como en tiempo normal. Aicha me hacía leer en voz alta historias de moros y cristianos. Sobre todo una muy de su gusto en la que un caballero llamado Tirant lo Blanch vivía aventuras de todas clases. Era un libro que mi madre había regalado el año anterior a mis hermanas. No se entendía muy bien, decían estaba en valenciano, pero yo me sabía de memoria párrafos enteros. Aicha estaba orgullosa de lo bien que leía y me hacía repetirle algunos pasajes una y otra vez.
Pasó el mes de marzo sin que volviera a hacer cosa alguna sino aquello tan apetecible de estar con Aicha leyendo y jugando. Susana y Miriam también holgaban y a veces me acompañaban en mis juegos o me enseñaban canciones y poesías. Echaba en falta a los compañeros de estudio en la sinagoga, pero la casa estaba llena de posibilidades y las explotaba al máximo.
En los primeros días de abril, todo pareció cambiar. Los visitantes, hasta entonces gente conocida con la cual mi padre tenía tratos comerciales o aparceros de nuestras tierras, variaron. Ahora eran la mayoría señores de importancia acompañados de sus servidores y, con frecuencia, monjes cristianos de los llamados de Santo Domingo. Vestidos con largo hábito blanquecino y sobre él negro escapulario donde ocultaban las manos. Una capa también negra todo les cubría. Se reunían con mi padre y mi hermano en la sala de respeto y a los demás nos alejaban. Algunas veces permanecían durante horas allí encerrados. A mediados del mes también mi madre era llamada a estas reuniones.
Aicha me explicaba que los frailes negros; así les llamaban pese a la blancura del hábito, por el aspecto que les daba la capa; eran los encargados de instruir a mis mayores en los misterios de la religión cristiana. Ellos, mis padres y mi hermano, serían bautizados a finales de mes en la antigua mezquita, ahora iglesia cristiana. Mis hermanas y yo lo seríamos antes en nuestra propia casa.
Fue por entonces cuando comenzó a venir uno de esos mismos frailes para instruirnos también a nosotros. Era un hombre muy alto, de genio adusto y voz tonante.
Nos reunía en la sala junto a la cocina, donde en otro tiempo celebrábamos el sabbath.  
Teníamos que acudir todos los menores. Yo, Aicha, mis hermanas y  los criados.
Durante horas nos asaeteó a preguntas, respondió con acritud a las de Sara y explicó lo que quiso sobre las cosas que habíamos de aprender. Hizo traer los libros de uso cuando tuvo noticia de ellos. Tras examinarlos mandolos quemar, salvo dos que no recuerdo.
Dice que este fraile nos va a hacer cristianos.
¿Por qué tendrá esa cara de enfado? Que yo sepa no le hemos hecho nada. Me da un poco de miedo. Pregunta y pregunta. Cosas muy simples, cierto, pero incómodas.
Me hace sentar delante, con mis hermanas. Yo quiero estar con Aicha, pero él no me deja.
--Los criados detrás para que puedan aprovecharse de vuestra mayor rapidez y conocimientos.
No parece  gustarle lo que sabemos. Continuamente nos contradice y manda callar.
--Decís lo mal aprendido. Ahora habéis de olvidar toda esa sabiduría judaica y  aprender la Nueva Ley. El Cristo cierra vuestra ley judía y abre la nueva esperanza.
Pero lo que cuenta no es de esperanza. Pecado, infierno, demonios, castigo. No habla de otra cosa.
No sé si le ha gustado que sepa leer. Nada ha dicho, pero, mandar que le traigamos todos los libros para burlarse de ellos no tiene sentido. Y eso que sólo han traído unos pocos.
--Toda esta distracción inútil. No hace sino mal al espíritu. Me reservo algunos, el resto podéis echarlos a la lumbre.
¡Menos mal que Aicha es muy lista! Le ha traído lo que ya no leemos.
--Debéis gravar en vuestras mentes los mensajes de la verdad de Cristo.
Habla de Yahvé como de Jesús, aunque a veces le llama Cristo. Nos enseña oraciones a Miriam, la madre de Jesús. Cosas fáciles. Suena bonito. No se entiende. Dice que es latín
¿Por qué siempre se reza en una lengua que nadie entiende? El rabino en hebreo y éste en latín. ¿Me enseñará éste como hacía aquél en la sinagoga?
Repito lo que dice.
--Muy bien Rubén. Se conoce que el Malo no te ha hecho todavía de los suyos. Sigue así y pronto sabrás lo preciso para ser buen cristiano. Debes recitar esas oraciones para que los siervos y las mujeres, de natural más tardo, puedan aprenderlas.
No está mal. ¡Claro que yo aprendo mucho más deprisa! Las mujeres  y los criados tienen otras preocupaciones.
Pero este fraile no da almendras como el rabino. El rabino también era un poco gruñón, pero siempre me daba almendras cuando recitaba bien los versículos. Y eso que aquello era más difícil. A veces no entendía lo que leía en hebreo. Me lo explicaba a mí solo. Los otros muchachos no entendían nada. Yo sí. Como dice Aicha:
--Mi niño será maestro de lenguas.
Lo dice porque ella me enseña el habla morisca. Es nuestro secreto. Sólo ella y yo lo sabemos. No debemos hablarlo cuando haya gente delante. La verdad es que un día se lo dije a madre y no me hizo caso. Mis hermanas sospechan algo y a veces me gastan bromas. Es lástima que Aicha no sepa escribir, podría enseñarme a hacerlo en morisco. En romance tengo buena letra, Susana me hace escribirle canciones y luego, con sus amigas, presume de hacerlo ella.
El fraile habla y habla. Repite una y otra vez las mismas cosas. Cuando ha sacado la tira de cuentas iba a decirle que se parece a la que tiene Aicha, pero ésta, sentada detrás de mí, me hace una señal tirándome de la ropa.
¿Cómo ha sabido lo que iba a decir? Nos entendemos bien, aunque no hablemos. No sé por qué no quiere lo diga, pero cuándo ella lo piensa así habrá sus razones.
--El Rosario de Nuestra Señora, os ayudará a ser buenos cristianos. Desde hoy lo rezaremos en todos sus Misterios cada día. Así mientras contemplamos los grandes momentos de la vida, pasión y muerte de Jesús, mantendremos nuestras lenguas activas en la alabanza del Señor Nuestro Dios.
Por lo que dice no cambia casi nada. Lo de la Virgen y lo del Papa de Roma, y lo de Jesús y Dios. Y  que todo se dice en latín.  Más fácil que el hebreo. Se parece mucho al romance. Tengo que preguntarle si puede enseñarme más. Seguro que lo aprendo rápido. Aicha se pondrá muy contenta.
Al fraile le gustan las cosas que digo. Mis hermanas no parecen agradarle. Cada vez que hablan las hace callar y  no les hace caso cuando preguntan. Los criados no dicen nada. Escuchan y callan. Cuando el fraile habla mueven la cabeza y él queda contento.
Sara tiene problemas con él. Le pregunta cosas con doble sentido y él contesta de un modo desabrido. Sara es la más lista y como se va a casar…
Aicha está muy callada, como si le pareciera bien todo lo que el fraile dice. Incluso mueve la cabeza arriba y abajo sin dejar de mirarle.
Se va. Hace un gesto con la mano, como una cruz, y sale.
Quedamos callados un momento. Sara no puede más y salta.
--¡No me gusta! No me gusta. ¡Él sí que es el diablo! ¡Quemar los libros! ¡No se queman los libros! Y no contesta nunca. Habla y habla pero no contesta a lo que se le pregunta.
Aicha me coge por el hombro y me lleva a la cocina.
--Ven acá mi príncipe. Tú escuchas, sí, muy bien. Es bueno escuchar. Luego explicas a Aicha lo que quiere decir. Ella no entiende bien tantas palabras. Y menos los latines. Y ahora lo de quemar los libros. ¡Valen mucho los libros para quemarlos! Los guardaremos en un alcanfor y allí se estarán. Luego mi príncipe los leerá a su Aicha que gusta de oírlos.
Cuando Aicha no estaba ocupada me hacía contarle lo que había explicado el fraile y preguntas sobre lo que no entendía. Yo sabía lo que él explicaba, no demasiado, pero aprendía fácilmente las oraciones y se las repetía una y otra vez.
A finales de mayo nos reunieron a todos en la sala de respeto, entonces presidida por una gran cruz negra con un hombre casi desnudo colgando, junto al lugar en el que había estado la Menorá.
 Sabía que era de madera estofada y pintada, la había hecho traer mi padre del norte de Castilla, pero me daba miedo y una mezcla de pena y asco. Desde luego no hubiera entrado donde estuviera aquello estando solo. Parecía tener sangre seca por todo el cuerpo. ¡Era horrible!
Mis padres estaban sentados a los lados de la cruz. Muy callados. Sólo hablaban para decir las cosas que habían de responder. También estaban algunos amigos de mi padre. Casi todos cristianos Y Moisés el padre de Elihá, sin su hijo.
Fue nuestro bautizo. Primero fui yo, después mis hermanas Susana y Miriam, luego el criado mayor, Aicha y todos los demás. No estaba Sara. Nos echaron agua por la cabeza, nos pusieron sal en la boca y óleo por varios sitios. Decían muchas palabras en latín. Algunas las iba comprendiendo. Sobre todo las que más repetían. También entendí los nombres nuevos que nos ponían.
Hacia varios días que no había visto a Sara, pero tampoco a las otras. A veces pasaban semanas sin verlas y nunca me había preocupado, pero aquella vez estaban todos menos ella.
No está. Toda la semana ha faltado a la catequesis como lo llama el fraile, pero tampoco vinieron Miriam y Susana los últimos días. Tenían que preparar las ropas para el bautismo. Decían.
No está enferma, no, eso se nota enseguida. Y no está. O sea, a ella no la han hecho cristiana.
Ahora todos somos cristianos, hasta el carrero. Tendremos que ir todos los domingos a la misa, con mis padres. Ellos hace tiempo que van con Jacob que se llamará Santiago. Aicha dice que todavía no pueden entrar en la iglesia, pero van. No lo entiendo.
A mí me han puesto Ramiro. A Miriam la han llamado María, pero a Susana no le han cambiado el nombre. Ahora no somos Bar Arám sino Torre de Jaén. Me llamo Ramiro Torre de Jaén. No suena mal, pero no me acostumbro. Me gustaba ser Rubén bar Arám.
Aicha dice:
--Tiene que acostumbrarse mi corderito. Ya no más Rubén. Rubén judío, el fraile dice matador de Dios. Ramiro mejor, amigo de Jesús y de Miriam, no matador de nadie.
¿Y a Sara? ¿Le cambiarán el nombre? Y si ya no tenemos el nombre de la familia, ¿de dónde hemos salido? ¿De una torre de Jaén?
Es verdad lo de Aicha. El fraile dice que nosotros hemos matado a Jesús, pero eso no tiene sentido. Hace muchos, muchos años que mataron a Jesús. ¡Cómo le vamos a matar nosotros! Antes, porque ya soy cristiano. Ayer era un matador de Jesús. Me han echado agua por encima y ya no lo soy. Es como las magias de Aicha cuando me pongo malo.
--Mi príncipe tiene calentura. Alguna mala gente le hizo mal de ojo con magia mala. Aicha hace magia buena y se lo quita.
Me pone las manos encima y me salpica con lo que guarda en un pomo. ¡Huele tan bien! Me pone en la boca algo muy dulce y me unta la frente con los polvos de una cajita. También dice cosas que no entiendo y, por la noche hace saumerios junto a la cama. A poco, a lo más dos o tres días, se me pasa la calentura.
Lo del bautismo es una magia muy parecida, pero lo que me echó el fraile era agua, y sal lo de la boca. Lo de untar, aceite. Tampoco había nada que curar. ¡Mejor la magia de Aicha!
Es un secreto que no se puede decir a nadie, ni siquiera a mis padres, y eso que me cura. ¿Por qué no es secreta la magia del bautismo? Aunque también debe serlo, por eso la dicen en latín. Así nadie se entera. Bueno, nadie no. Los frailes sí. Y yo. Ahora, un poco.
¿Han terminado?
Se van los frailes y esos amigos de mi padre.
Nos mira. ¿Qué va  a decir? Se le ve triste, muy serio
--Habéis notado la falta de Sara. Lo sé. No está, ni lo hará en adelante.
            Se calla. Aprieta los labios. ¿Le asoma agüilla en los ojos? Sigue.
-- Elihá y Sara nos han dejado. Ellos decidieron no bautizarse y partir. Hace ya días.
            Se nota la fuerza que hace para hablar. ¿Mi padre?
--No se despidieron de vosotros para que nadie tuviera noticia de su salida. Se tomaron las medidas precisas para que lleguen lo antes posible a Lisboa, en Portugal. Una carabela les llevará hasta Amberes donde tenemos amigos y reservas. Estarán bien. Nos comunicarán su llegada cuando sea posible. En todo caso eso tardará. Quizá meses.
Se le quiebra la voz. Madre solloza en silencio a su lado. Nos hace señas para que salgamos de la sala.
Fuera. Mis hermanas cuentan como ha sucedido todo.
Sara se despidió de ellas. ¿Y de mí, por qué no?
Habían salido de noche la semana anterior. Iban con dos criados, caballos y mulas de carga. Un largo camino. Atravesarían por Córdoba y Badajoz hasta Lisboa que era de otro reino.
Sorprendido. ¡Tantas novedades!
Mi padre explicándonos, mi madre llorando casi de continuo. Jacob,  callado y serio. Y ellas contándome las cosas que han sucedido sin burlarse. ¡Y aquella huida de Sara!
Confuso. Siento que me vienen a la cabeza preguntas y preguntas.
¿Y Elihá? ¿Dónde está Lisboa? ¿Por qué tienen que ir a Amberes? ¿Qué es una carabela? 
En los días siguientes la casa estuvo revuelta. Se preparaba el solemne bautismo de mis padres y de Jacob en la iglesia principal. Les bautizaría el propio obispo y serían los padrinos el Señor Comendador de Santiago y un enviado especial de Nuestros Señores los Reyes. Aicha no paraba ni un momento atendiendo a unas cosas y otras, mandando a los criados, ordenándolo todo. Yo andaba tras ella como un perro de aguas sin conseguir nada más que alguna mirada, una caricia o alguna frase suelta.
En medio de aquel ajetreo la catequesis con el fraile continuaba. Mis hermanas no asistían, excusadas por el jaleo de la casa. Los criados tampoco por igual razón. Así que era yo el único catecúmeno, como él decía. El fraile aprovechaba bien la ocasión. Tenía que aprender a ayudarle en la misa, a dirigir el Rosario, a preparar la Confesión General y a lo que se le iba ocurriendo.
Al principio intenté resistirme. Fingía que no entendía, me equivocaba en las oraciones, hacia lo posible para que fuera más despacio. Debió darse cuenta de la añagaza pues comenzó a darme capones, tirarme del cabello y pellizcarme bajo el brazo cada vez que no respondía o me equivocaba. No tuve otro remedio que andarme con cuidado. No podía acudir a Aicha, no le quedaba tiempo para mí. Mis padres y mi hermano no salían de sus aposentos a los que acudían otros frailes. Mis hermanas se habían quitado de en medio. Estábamos solos el fraile y yo. Y él me forzaba más y más.
En las semanas que duró mi soledad aprendí más que en el resto del tiempo. Pensaba que la tortura  iba a durar sólo hasta el día del bautizo solemne de mis padres. Después acudiríamos a la misa dominical y no habría más pellizcos. Eso creía.
Para evitar los golpes ponía toda mi atención. Preguntaba sólo lo que pensaba le era grato. Comenzaba a entender alguna de las cosas que decíamos en latín. Eso le ponía contento y no me pegaba. Yo me esforzaba cuanto podía.
La tarde anterior al bautismo en la iglesia no fue de calma para mí, aunque no vino el odioso fraile. Mis padres y mi hermano se habían retirado para mejor meditar la trascendencia del paso. Así lo había dicho mi torturador. Mis hermanas salieron de sus escondrijos haciéndome enfurecer con sus impertinencias. Aicha estaba más ocupada que nunca. De Sara no se hablaba. Parecía como si no hubiera existido. Además, vino la costurera de mi madre para probarme el jubón a estrenar el día siguiente y como no se ajustaba bien hube de pasar las horas con ella hasta que todo estuvo bien terminado. Cuando Aicha acudió a mi dormitorio para acostarme ni siquiera le dirigí la palabra. ¡Estaba furioso!
Me metí en el lecho casi llorando. No dije nada cuando ella apagó la lamparilla. Todo se volvió negro cuando salió.                                                                                                                          
Apenas había cerrado los ojos cuando ya Aicha abría los postigos de las ventanas.
No sé por qué grita tanto. Ya sé que es de día, no soy simple. No voy a decirle nada. Si ella no me quiere hablar tampoco yo. No necesito que me vista ni que me lave ni... nada. Que siga haciendo lo que estos días y me deje en paz.
--¿Qué tiene hoy mi príncipe? Su Aicha no estaba con él estos días. Mucho trabajo. Nada se hace si ella no lo ve. Pero mi leoncito de Judá sabe que su Aicha le quiere a él. ¡Vamos, vamos! Mucho por hacer. ¿No es lo más bonito del mundo mi niño? Jesús, el niño de Miriam, parece hoy. ¡A ver esa cara! Así. Más bonito que un rey.
Sí, más bonito. Ahora. ¿Y dónde estaba estos días cuando el fraile me pellizcaba? Todavía me duele. No voy a decir nada. Me dejaré lavar y vestir, pero nada de hablar.
--¡Aprisa  mi príncipe! Aicha tiene tortas con miel para ti. Corriendo a la cocina antes que las niñas finen con ellas. Después subiremos y pondremos el jubón nuevo. Todos dirán cuando marche tras sus padres: ¿De donde ha salido ese príncipe? Y Aicha se reirá porque es suyo.
Bueno, si hay tortas con miel. Sí, bajaré deprisa. Susana y... María. Extraño no decir Miriam. Todo nuevo.
¡Vaya! Todavía quedan tortas. ¡Qué buenas! Aicha las hace como nadie.
Cuando haya comido subiré a que me ponga el jubón nuevo.
¡Sí me quiere! Ha estado ocupada y no podía. La perdonaré.
El fraile dice que hay que perdonar. No lo entiendo bien. Hay que perdonar lo que nos hacen malo. Pero Jesús castiga a los que le han ofendido llevándolos al infierno. ¿Eso es perdonar? Y él me pellizcaba cuando no me sabía las preguntas. No comprendo. Lo peor es que no  lo puedo decir a Aicha.  Ella entiende menos que yo.
Este lío de hacernos cristianos. ¿Qué más le da a Dios si somos cristianos, judíos o moros? ¿Lo importante no es ser bueno, perdonar,  dar limosna, querer a los demás y todo eso? Si sólo hay uno. ¿Qué más le da?
¿Y si son muchos? A lo mejor se pelean entre sí para tener más gente a su lado. Pero entonces son como las personas. ¡No entiendo nada!
Terminé. No puedo comer ni una más. Lavarme las manos y la cara. Voy arriba.
--¡Cómo viene mi niño! No estaba su Aicha y se ha mojado todo. Yo secaré esa carita de efrit santo. ¡A ver esas manos! Aicha se las comerá un día de fiesta.
Tendré que hablarle. ¡Claro que me quiere!
--Me haces cosquillas. Anda date prisa y ponme el jubón. Te has puesto la ropa  nueva tú también. ¿Vas a venir con nosotros?
--No mi niño. Aicha irá luego. Los señores irán a la iglesia con hijos y mucha compaña. Aicha prepara convite para cristianos. Tocino, carne de puerco, dulces de manteca y zumo fermentado. Mucho jalufo. También cosas buenas sin grasa mala ni vino. Ahora cristianos. Podemos comer. Pero tripas nuestras aguantan mal comidas cristianas. Jalufo y vino, malos para barrigas. Cabeza tonta y tripas pesadas. Mejor verdura y fruta. Y cordero y pichones. Tripas no entienden de bautismo.
            No sé por qué le viene de tiempo en tiempo ese hablar tan raro. ¿Cuándo está muy ocupada o cuándo está furiosa? Luego se le pasa y habla como siempre.
Aicha me acompañó hasta la sala. Allí estaban mis padres y Jacob, con señores muy importantes y los frailes dominicos. En el sillón de mi padre había un hombre pequeño vestido con ropas muy finas. Luego supe que era el enviado por los Señores Reyes. A su lado, en otro sillón, un hombre delgado y muy alto cuyo pecho llevaba una marca roja, como una gran cruz. Le había visto entrar algunos días antes y Aicha había dicho era el Señor Maestre del Señor Santiago, el  matador de moros.
Habíase preparado todo con gran esmero. Un facistol sostenía el gran libro traído ex profeso de la iglesia y, sobre un a modo de altarcillo, varios objetos. Una jofaina de cerámica fina, una jarra de plata, en otro tiempo usada en la Pascua, candelabros con cirios encendidos, hisopos y otras que no reconocía.
Delante uno de los frailes vestía ropas de ceremonia bordadas en oro con imágenes y ornamentos. Otros dos, cubiertos sólo con blancas túnicas, le auxiliaban.
Todo resultaba impresionante, presidido por aquella imagen del cadáver sangriento que tanto miedo me producía.
Reunidos que estuvimos todos, cada uno de los frailes tomó uno de aquellos objetos de altar. El que había cogido el libro caminaba delante, luego los que llevaban las ropas especiales. Detrás los frailes portadores y los dos señores desconocidos.
Aicha dice que son los padrinos. No entiendo muy bien lo que eso sea. Cosas de mayores. Hay mucho que no entiendo. El fraile habla del amor de Jesús y me pellizca para que lo aprenda. El santo del caballo blanco mata moros con una espada larga. ¿Tendrá mi hermano Jacob que matar moros cuando se llame Santiago? ¿O sólo los santos matan?
De mis hermanas y de mí no hacen mucho caso. Mejor.
Ya empiezan a salir. Primero los frailes, mi torturador con ellos. Después el señor pequeño y el de la cruz del matamoros. Luego mis padres.
Jacob me tiende la mano ¿Para que la tome? Nunca lo hizo antes.
Está muy fría.
Detrás salen mis hermanas y los criados. Ahora todos somos cristianos menos mis padres y Jacob. No me importa serlo, pero el cadáver de la cruz me sigue dando miedo.
A la salida del patio hay mucha gente reunida. Nos miran como si no nos hubieran visto nunca. A lo mejor no saben que vamos a la iglesia.
Casi todos son conocidos. No me gusta que nos miren con esas caras de asombro.
Los escarpines nuevos me hacen daño en los pies. Noto las piedras debajo. Si no ando con cuidado me las clavaré.
Ahí están las hijas de Salomón Bar Sadhuc. Aicha dice que ya no se llaman así. Desde que son cristianos se llaman Del Monte o algo parecido. La mayor es amiga de Susana, pero ha tiempo no vienen a casa. Antes sí, me hacían enfadar y se reían porque me ponía colorado.
Jacob ha soltado mi mano. Pero él la sigue teniendo fría. Las mías parecen arder.
La iglesia está lejos aún. Las gentes se unen a la comitiva. Algunos. Otros nos miran al pasar y siguen a sus quehaceres. Como es domingo casi todos llevan ropa limpia.
La comitiva se dirigió a la iglesia mayor. Pronto comenzarían las obras de la catedral nueva. Mi padre había dado muchos dineros para su construcción. Según el fraile que nos lo contaba, para de ese modo redimir su pasado. Yo caminaba al lado de Jacob más preocupado de las molestias que a mis pies causaba el calzado nuevo que de las gentes que presenciaban la comitiva.
Se habían ido arremolinando a nuestro paso. Algunos dejaban sus quehaceres para seguir la procesión. Así, a poco, era ya un grupo muy numeroso el que nos seguía.
Al llegar al pie de la escalinata que conducía a la iglesia, el Maestre de la Orden, el delegado de los reyes y los frailes, con mi torturador, subieron las gradas. Todo había sido preparado con solemnidad. La conversión de mis padres, tenía un gran valor como testimonio. Eso nos había dicho el fraile.
Arriba el obispo junto con otros clérigos les recibía con un abrazo ceremonial.
¡El fraile! Ahí está calladito. Hoy no me pegará pellizcos. Casi no se le nota entre tanto señor importante. Ese de la capa bordada y el gorro de pico debe ser al que llaman obispo.
Mi hermano hace señas para que quedemos aquí. Padre, madre y él suben la escalera hasta un poco más abajo de los demás. Susana,... ¡María! y yo nos quedamos abajo. Ya nos dirán cuando hemos de subir.
El obispo les dice cosas que no entiendo. Les salpica con agua de ese calderillo. Ahora suben otro poco. Todos les rodean, pero los que llevan las capas bordadas se han puesto delante. Van hacia la puerta.
Ese fraile nos hace señas. Tenemos que subir.
Subimos.
Cierro los ojos un momento. Así veré en lo oscuro. La iglesia esta bien iluminada con cirios. Aicha dice que mi madre hizo traer más de cincuenta libras de cera.
 No veo tan mal.
Avanzamos detrás de ellos. ¿No vamos a donde está la Miriam con el pequeño Jesús en los brazos? Me gusta más que el cadáver colgando de las maderas cruzadas.
Al final, donde están las rejas. Se meten el obispo, algunos frailes, los dos señores,  mis padres y Jacob. Leen un libro grueso de tapas coloradas. En el medio está esa jofaina tan grande de piedra. Es bonita con todos esos monigotes y figuras.
Me gusta ver todas las cosas. ¡Hay tantas figuras! Las paredes están pintadas con personajes y animales. Me lo explicó el fraile. Los cristianos pueden... ¡podemos!, representar en figura las formas de las gentes y las de los animales. Es bonito. Menos el cadáver ese que me sigue dando miedo. No lo digo para que el fraile no me dé pellizcos, pero hasta el pequeñito que lleva en ese rosario cristiano me da asco cuando me hace besarlo.
Ya han terminado de leer.
Ahora les echan el agua. Primero a mi padre, luego a Jacob y a mi madre. ¡Ya son cristianos! No ha pasado nada pero parece que todo tiene que ser diferente.
No he entendido el nombre nuevo de mi padre. ¿Nicolás? Jacob ahora será Santiago. Tampoco lo he oído. Me lo dijo el fraile. El de mi madre será Isabel. Como la reina de Castilla. Antes, cuando era judía,  se llamaba Sara, como Sara que ya no está. Nadie la llamaba así. Nosotros madre y los demás señora, pero era Sara. Y ahora Isabel. Suena bien, pero seguiremos llamándola como siempre, madre o señora.
Ya salen todos de ahí. El obispo, los otros frailes y los señores. Nosotros detrás.
Van hacia donde está la Miriam con su niño. Me gustan esas figuras, con sus colorines y todo.
Los frailes suben con el obispo hasta lo alto. Y los señores. Se sientan en los sillones dorados. Mis padres abajo en unos sitios para arrodillarse. Los demás nos quedamos de pie alrededor. Si esto dura mucho me siento. Aunque sea en el suelo de piedra.
¡Aicha! Menos mal que ha venido.
Sí, sí. No digo nada. Pone un manto en el suelo. ¿Para que nos sentemos cuando estemos cansados? Me coge la mano y sonríe. Mira a la Miriam.
Ahora el obispo se pone a hablar. Ya no en latín. Aicha se sienta en el tapiz y yo a su lado. Han hecho sahumerios con incienso y huele bien.
Estoy cansado ya. ¡Habla y habla! ¡Yo me siento! El manteo está calentito. Noto como me arropan. ¡Se está bien!
Cuando me desperté la ceremonia iba muy adelantada. Todos estaban arrodillados mientras el obispo celebraba sus ritos. Aicha me contuvo para que no me desperezara.
Al fin terminó y todos regresamos a casa. Se había preparado una doble fiesta, con manjares y bebidas. Dentro, en la casa, para los clérigos, los señores y los conocidos de mis padres. Fuera, en el patio, para la servidumbre, los trabajadores de la casa y nosotros. Mis hermanas no quisieron quedarse fuera y se retiraron pronto.
Aicha me había advertido no comer lo que contenía cerdo o manteca y, en modo alguno, el fermento del zumo de uva, el vino. Pero ella no estaba vigilando continuamente y yo había decidido aprovechar la oportunidad para saborear los alimentos hasta entonces prohibidos.
Ahora soy cristiano. Y ellos comen tocino y beben vino y aguardiente. No les pasa nada porque son cristianos. Yo también lo soy. Puedo comerlo y no me pasará tampoco.
Esto que llaman magras no me gusta. Deja la boca aceitosa.
¿Esto otro es el aguardiente? ¡Aj!  ¡Es asqueroso! Pica la boca y quema la garganta. No debo ser muy cristiano todavía.
¿El vino? Sólo con la punta de la lengua para que no me queme. Está dulce. Me gusta.
¿Y esos bollos de manteca?  No están malos. Tendré que acostumbrarme despacio. Probaré un poco de cada cosa. Luego comeré de lo que me guste. Vino sí. Está bueno. No quema, sólo pica un poquillo en la boca. Y calienta las tripas.
Hay también pollos, cabrito y dulces de almendra y miel, pero eso es como siempre. Hoy es especial. Sólo comida cristiana. De la que me guste. Y vino.
Sí está bien.
Aicha está muy entretenida. Ella no bebe vino ni come jalufo. ¡Allá ella! No sé por qué no quiere que beba vino. Éste de la jarra está muy bueno, como los que llaman bollos de manteca y las cortezas fritas. Aquí escondido no me ve y puedo comer y beber cuanto quiera. Mastico despacio como dice Aicha que debe hacerse. Y bebo a poquitos para que no me siente mal.
Es como hidromiel, pero más picante. La cabeza no me pesa y me entran ganas de reír. Las piernas se me han puesto blanditas. Pero todo es muy divertido.
Parece que se me cierran los ojos, pero no quiero dormirme. Un poco más de vino. Cuanto más bebo más quiero beber. Me gusta.
Ahora cuando vea a Aicha se lo contaré para que sepa que puedo comer jalufo y beber vino. ¿Soy cristiano o no? Entonces puedo comer y beber como ellos. Aunque la cabeza se me ponga a dar  vueltas.
Por ahí viene. Me busca.
--Aquí estoy Aicha. ¿Ves? He comido y bebido como un cristiano y...
¿Qué hace? ¿Por qué da esas voces? Sólo tengo un poco vacía la cabeza y las piernas no quieren hacerme caso, pero...
  Me coge en brazos. Me lleva. Habla y habla. No entiendo lo que dice. La oigo como entre sueños. Me duele un poco por encima de los ojos y no me puedo sostener en pie. Me da risa. Parezco un muñeco de trapo. Los brazos se me caen. Todo se va como entre  humo.
--¡Mi corderito! ¿Qué hiciste, desgraciada? Le has dejado solo y el pobre ha comido y bebido lo que no debía. ¡Míralo! Parece estuviera ausente. ¿Cómo le dejaste en medio de esta gente? Así está mi rey. ¡Ven tú, mi niño! Aicha te llevará dentro. ¡No sabes lo que habrá comido, y más, bebido! ¿Te sientes mal, corderito? Tu Aicha te dejó solo y tú no sabías... Ahora esta simple te hará echarlo todo. No te asustes, mi bien. Deja que te meta los dedos en la boca. ¡Echa, échalo todo! Más vale queden las tripas limpias. Luego te daré una tisana caliente para que arrojes lo que quede. En malhora la fiesta de cristianos y todo ese jalufo. ¿Cuánto bebió mi rey? ¡Descuidada Aicha! Mi niño ahí perdido. Y si...
Cuando desperté, en la mañana del día siguiente, Aicha estaba reclinada junto a mi lecho.
Una diarrea, que ella curó con sus hierbas, y la sensación de tener un peso en la cabeza fueron las secuelas de aquella aventura con la comida cristiana. Mis padres no llegaron a enterarse. Sólo mis hermanas. Durante un tiempo me embromaron haciendo como si se tambaleasen y poniendo los ojos en blanco.
Pasados unos días todo volvió a la normalidad. La vida continuó. Poco a poco fuimos asimilando los cambios de costumbres. Las oraciones, ahora en latín, la misa de los domingos. Echábamos de menos el sabbath, pero, a poco, nos acostumbramos. Aicha tuvo buen cuidado en que las comidas no cambiaran demasiado para nosotros. Traía del mercado algunas piezas de tocino, incluso chorizos,  morcillas y vino, pero lo consumían los que estaban acostumbrados a ello. Yo seguí haciendo las normales, carentes de alimentos cristianos.  
                                                                     Continuará.

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