jueves, 21 de diciembre de 2017

¡JARTO!

      Me sale en extremeño o en andaluz. Lo encuentro más sonoro.
          Me da vergüenza este país. Hipócrita, materialista, cerrado. Políticos basura, casta de borregos, incapaces de hacer otra cosa que darse palos entre si a medio enterrar en los detritus. 
          Ridículos nacionalistas de un lado y otro que intentan darnos gato por liebre. 
         ¡Que asco! ¿Democracia? ¡Camelo!
          Al final hace como que manda el más abyecto, el menos honrado, el que mejor sirve a los intereses de los amos.
          Alguien dijo: "Contra Franco vivíamos mejor" 

          Y entonces aún nos quedaba la esperanza.
           Pero sigamos con la novela si os parece.


                                     (INTERIOR DEL TRÍPTICO, ALA IZQUIERDA)
                                                               LIBRO PRIMERO 
RUBÉN
                             
                          

CAPÍTULO SEGUNDO.- Donde se habla del edicto de expulsión, de las providencias habidas por mi padre para evitar el mayor daño, de los sentimientos que inundaban mi ánimo y de las consolaciones que hallaba en quienes bien me querían. Ítem más la preparación para la conversión familiar y las ceremonias consiguientes.

Tuvimos conocimiento de lo que iba a suceder tras ser llamados por mi padre al salón que presidía la menorá y donde, en su momento, celebrábamos la Pascua. Aún lucía el sol.
Allí, a más de las ceremonias solemnes, resolvía mi padre sus asuntos, trataba con sus asociados o, en ocasiones, se retiraba sin que comprendiéramos, yo al menos, la razón de su aislamiento. Ni mis hermanas ni yo teníamos habitualmente entrada. Únicamente para las celebraciones traspasábamos aquella puerta. Sólo Jacob, el primogénito, acudía cuando mi padre lo consideraba conveniente.
Nabá bar Aram, mi padre, era un hombre fornido. Los pequeños, de hábito, apenas le veíamos. De estatura mediana, con el cabello encanecido, ojos profundos y barba recortada, vestía con sencillez.
Le recuerdo sentado en un escabel junto a la chimenea, apagada por la calidez del tiempo. Nunca había pensado en él como en un hombre viejo o joven. Era el padre.
Ese día, quizá por primera vez, me resultó próximo aun cuando algo como un peso en el vientre me impedía sentir otra cosa que temor.
Detrás, en pie, Jacob, mi hermano mayor, el primogénito. Miraba hacia abajo aparentemente compungido. Mis hermanas habían llegado antes y se habían sentado junto a mi padre en el suelo, excepto Sara que se apoyaba al borde de la chimenea. Todos permanecían quietos, esperando.
Faltaba mi madre.
Un rayo de luz atravesaba la habitación desde lo alto.
El polvillo bajaba flotando en la luz. El olor de la chimenea, agrio y familiar. Los colores, blanco, ocre y gris de los ropajes de los hombres, blanco y rosado en las mujeres. La mancha de sol en la piedra del suelo. Recuerdos que permanecen en mí, fijos a través de los años. Igual que las palabras de mi padre, sencillas en apariencia mas cargadas de algo que no acertaba a comprender.
Todo junto me encogía el ánimo.
Comienza a hablar. Sus manos. Alargadas y pálidas. Me gusta verlas. Habla con ellas como con las palabras. Ahora caídas sobre el regazo, como muertas. Algo frío me recorre la espalda.
--Os he llamado a todos por la importancia de la decisión que he tomado de cara al futuro de la casa de Bar Arám. Jacob, vuestro hermano y mi primogénito, está de acuerdo en que nada se haga sin vuestro conocimiento por cuanto os ha de afectar más adelante.
Se detiene, como si le costaran trabajo las palabras. No entiendo de qué habla.
--La situación de los asuntos de la ciudad, de los reinos, ha cambiado para nosotros. La reina de Castilla y el rey de Aragón, de los cuales hemos sido siempre súbditos leales, han proclamado la expulsión de los judíos en sus territorios.
Calla. Toma aire. Parece que le costara trabajo respirar.
--Aunque hemos conseguido el plazo máximo para la aplicación del edicto, esto nos obliga a abandonar esta ciudad y el reino antes de terminar el mes de julio. Este mismo año.
Silencio. Nadie habla. Tampoco yo. Sara, ahora de pie junto a la chimenea, solloza sonoramente. ¿Por qué? ¡Tengo miedo! No entiendo nada. ¿Qué pasa? No sé de reyes ni de edictos. ¿Abandonar esta ciudad? ¿Quién tiene que abandonar esta ciudad?
 Miriam y Susana miran a mi padre como idas.
--Antes de esa fecha tenemos que estar al otro de las fronteras.
No comprendo qué quiere decir. ¿Tenemos que estar al otro lado? ¿De dónde?
--Aun cuando nuestros bienes están en gran parte asegurados por cartas de débito en Lisboa, Amberes y Génova, la mayoría de nuestras tierras, esta casa y las fincas de labor, habrían de malvenderse. Incluso Al Huata, tan cara a todos.
 Al Huatá. Ha de ser La Hueta. Hablan tanto de ella. Madre dice que estuve cuando era muy pequeño. No recuerdo.
--Los gastos de desplazamiento seguro hasta cualquiera de las ciudades fuera de estos reinos supondrían una cuantiosa sangría en vuestros ajuares, más los trastornos que para todos supondría el traslado.
Otro silencio. Una sombra empieza a cubrir la estancia. Se ha borrado el chorro de luz que entraba por la ventana.
--Aconsejado por amigos y deudos de los cuales fío siendo ellos cristianos me he propuesto abandonar la Sinagoga para abrazar la fe en el Cristo evitando de este modo el destierro.
El llanto de mis hermanas, esta vez las tres a la vez, no me deja oír. Ganas de llorar también. No sé por qué. Pero soy un hombre y no puedo ante las mujeres.
Mi padre ha parado de hablar. ¿Espera a que dejen de llorar? No les dice nada, ni las mira siquiera. No tiene esa mirada de enfado que da malos sueños. Es otra cosa, como si una pena le anduviera dentro. El ruido de los sollozos más quedo.
 ¿Jacob? No se mueve. Tiene la mirada triste. Sabe de lo que mi padre está hablando. Se adivina. Seguro que antes se lo ha dicho a él y ahora repite para nosotros. Mis hermanas parecen oírlo por primera vez. ¿Habrá llorado Jacob antes, cuando se lo dijo? ¿Él? No, seguro que no. Y eso que si no estaban las mujeres…
Padre lloró una vez. Le vi. Cuando murió el abuelo. Aicha me hizo llevar unos lienzos a sus aposentos. No sabía que estaba. Entré y me miró. Tenía lágrimas en la cara y respiraba a golpes. Baje la vista al suelo y me retiré a toda prisa. Pero no me miró con la mirada de fuerza. Más como ahora.
Habla. Muy quedo. Me esfuerzo para entender todo.
--Aunque es cierto que nuestra familia no se distinguió nunca por el cumplimiento demasiado estricto de las ceremonias ni por su fervor en la sinagoga, no lo es menos que la de esta ciudad se ha mantenido gracias a nuestras donaciones y recursos. No es mi costumbre pedir consejo a menores, aún menos si mujeres, sobre las decisiones tomadas. Sin embargo, de acuerdo con vuestro hermano Jacob, he preferido en esta ocasión consultar vuestro juicio. Lo grave de la situación me hace obrar hoy de este modo.
Parece cansarle hablar. Respira muy hondo. Oigo como le entra el aire. ¿Continua?
--Si alguno decidiere salir de esta mi casa por permanecer fiel a Yahvé, deseo haya tiempo de recabar lo necesario y puédase así enviarle allende estos reinos, con nuestros corresponsales de Amberes donde sería bien acogido. Los gastos derivados descontaríanse de su correspondiente hijuela.
Me lo explicó Aicha. La parte que me toca de la herencia. La llaman así. Hijuela. Pero eso es cuando alguien se muere. ¿Y ahora? Nadie se va a morir. ¿Dónde está madre? Le miro a la cara. Algo ha debido notar. Prosigue mirándome.
--Vuestra madre, a quien comuniqué mi decisión en primer lugar, está de acuerdo y hará lo que yo disponga. Hubiera querido estar con nosotros, pero ha tenido una seria indisposición. No debe preocuparos. El físico la ha atendido sin encontrar motivo grave y supone se repondrá en breve.
Raro. Padre habla sobre la salud de mi madre. Algo está pasando. Nunca habla de las mujeres. No delante de mí. ¿Que ocurre? No soy un cretino, ni una criatura, pero no entiendo nada. ¿A que viene contarnos que madre está enferma? ¿Desde cuando él habla de esas cosas? ¿Qué hago yo aquí? No me atrevo a moverme. Aicha dijo que viniera y padre me ha mirado y no ha dicho nada. Es tan extraño.
--Retiraos a vuestros aposentos donde meditareis sobre lo que habéis de hacer. Mañana, al alba, nos volveremos a reunir. Será entonces cuando habréis de tomar una decisión que me obligo a aceptar.
Se ha callado y vuelto de espaldas. Estamos todos, hasta Jacob, como si sobre nuestras cabezas pesara una piedra. ¿Esperamos? Quietos. Sara, pálida como un lienzo, sale en primer lugar. Muy rápida. Hace un saludo que casi no se nota. Se va corriendo.
Susana y Miriam siguen llorando. Se apoyan entre sí. Lloran y lloran. Se van despacio, la una recostada sobre la otra.
Me acerco a padre. Aicha dice que he de hacerlo siempre antes de retirarme. Tomo su mano diestra. La beso. Me mira. Nunca así. Tiene los ojos muy abiertos, llenos de agüilla. La boca se le tuerce como si quisiera sonreír y no pudiera.
Parece decir algo. No entiendo, ni siquiera le oigo. Muevo la cabeza diciendo que sí. Su mano en mi cabello. Lo acaricia. Casi como lo hace madre algunas veces. No sé qué hacer. Miro a mi hermano. Siempre me guiña el ojo. Hoy no. Tiene la vista puesta en padre y el ceño fruncido. Como si yo no existiera. Me voy. Nada entiendo. Me paro aquí en el corredor nada más pasar la puerta.
He cumplido mi séptimo año. Comprendo las palabras y lo que quieren decir. Pero hoy no consigo enterarme de nada. ¡Ha sido todo tan extraño!
Corro a los aposentos de madre. Ella me explicará.
¡La puerta está cerrada! Madre no cierra nunca del todo. Sé abrir. No me atrevo. Padre ha dicho que ha venido el físico. ¿Estará muy enferma? No, no voy a levantar la falleba. Quizá esté durmiendo. Mejor me voy. ¡Aicha! Ella me dirá lo que pasa.
Las cocinas. En medio de los peroles, preparando las comidas de mañana. Es jueves. Mañana no habrá tiempo de preparar todas las cosas y por la tarde será el Sabbat. Tengo que contarle lo que ha pasado arriba, con mi padre y mis hermanos.
No me da tiempo. No sé cómo se entera. Nada hay secreto en la casa para Aicha. Deja lo que esta haciendo, se limpia las manos en el halda y viene hacia mí gimoteando. Trae abiertos los brazos como para salvarme de un perro enrabiado.
--Mi niño, mi pequeñito. ¡Ven con tu Aicha! ¿Quién te ha asustado? ¡No tengas miedo tú! Mi leoncillo. Nadie va a hacerte daño o tendrá que vérselas con las manazas de Aicha.
Me ha cogido en sus brazos y me estrecha contra sí como si yo fuera una criatura. Normalmente eso me enfurece y la rechazo. Hoy me dejo mecer, necesito sentirme a salvo. Su melopea, aborrecida otrora, es ahora bálsamo. Lo sabe y usa su canturreo para adormecerme. Al tiempo me aclara.
--¡Mi borreguito de oro! Nadie contra ti. El señor ha decidido hacernos cristianos y tu Aicha será la primera en encender cirios a los santos del Cristo. Yahvé se va a llamar Jesús. El sabbath será en domingo y la sinagoga estará en la iglesia que antes fue de los moros. Mi leoncillo de Judá no ha de temer a nadie mientras esté con su Aicha.  Nos pondremos ropas limpias y nos comeremos el pan de la iglesia. El señor dejará de usar bonete y cambiaremos la menoráh por el crucifijo. Vendrá el fraile en vez del rabino. ¡Y ya está!
Todo parece muy claro cuando lo explica Aicha.
--Y agora siéntate. Aquí, junto al hogar. Mucho por hacer. Todavía somos judíos y mañana es el sabbath. ¡Hasta que no nos echen el agua seguimos siendo judíos!
Lo dice con rabia. Lo noto. También parece a punto de llorar. Pero nunca se sabe cuando llora y cuando ríe. Es así. Sigue trajinando sin parar de hablar.
--¡Meter a mi niño eso en la cabeza! ¿Qué más le da a él? ¡Que decida, que decida! ¡Va a decidir a sus años! El señor haga lo que quiera. Mi niño hará lo que le manden sus padres. El joven señor podrá decidir. Hasta Sara, que es mujer ha mucho. Y las pequeñas a quienes falta poco. Mi pequeño se estará tranquilo. Se dejará echar el agua y lo demás que haga falta. Y su Aicha con él. Ya nos contarán.
Se detiene. Me mira. Se le alegran los ojos, muy abiertos.
--¡Traeremos una Miriam de arcilla, la más bonita del mercado! Le pondremos cirios encendidos delante, como en las casas de los gentiles. Ella nos protegerá y cuidará de los Bar Arám y de sus siervos como es debido.
Vuelve a mirar lo que está haciendo. No para.
--Y oiremos los latines de los frailes y tampoco entenderemos nada, como cuando lee el rabino en hebreo. A mi niño y a su Aicha se les da una higa ser lo que les manden. Ya sabrá él qué hacer cuando crezca. ¡Déjenmelo hogaño descuidado! ¡Tiempo habrá para zozobras!
Aquí junto a la lumbre, oyendo el murmullo de Aicha, todo es seguro. Me acurruco. Aquí no están serios. Esperar. Tranquilo. Ella lo ha dicho. Tengo sueño. Es temprano, pero...
...¿Qué pasa? Estoy en la sala. Todas las candelas están encendidas. La mesa puesta. Sentado a la diestra de mi padre.  Hay una copa de vino ante cada uno. ¡También la mía! ¡Y una bandeja con las matzoh!  ¡Y la escudilla con el maror!
¡Lo sé! ¡Es la noche del Séder en la Pascua! ¡Claro! Por eso nos lavamos las manos antes y me han dejado que beba un poco de vino rojo. No me gusta. Sólo mojé los labios. No había mucho más.
Padre sirve la segunda copa. A mí un poquito.  Y ahora tengo que cantar las cuatro preguntas.
Ya no me preocupa. Sé que lo hago bien. Y no me da vergüenza. Sé leer el libro aunque no lo entiendo. Sé lo que quiere decir, sí, pero la mayoría de las palabras se me escapan.
Todos me miran. Me gusta. Pendientes de lo que voy a decir, a cantar. Hago eso con la garganta antes de empezar. No me hace falta, pero lo hago. Empiezo.
--Mah nishtanah halaylah hazeh mikol haleylot? ¿Qué diferencia hay entre esta noche y las demás noches?
Madre sonríe satisfecha. Lo estoy haciendo bien.
Ahora las preguntas: ¿Quién soy yo? ¿El inocente? Aicha dice que el sabio. No estoy seguro. No sé bien todas las leyes del Pesah. Sé preguntar y no soy rebelde. A mí sí me habrían salvado de Egipto.
¿Por qué se oscurece todo? Las velas se apagaron de golpe. Todavía no he cantado las preguntas. Ni siquiera la primera.
--Sebejol haleylot...
Nadie me escucha. ¡Han desaparecido todos! ¿Dónde están? No hay ninguna luz. ¡Tengo miedo! ¿Aicha? Tampoco. ¡Las preguntas! ¡No me acuerdo! ¿Es que ya no soy...? 
 Estaba en Pascua. Todo se volvía oscuro…
Abro los ojos y ya es noche. Estoy tumbado en un escaño. Aicha me coge en brazos. Me levanta. Rezongando.
--¡Vamos ya, mi rosa del desierto! Te dormiste. Aicha ha hecho una gacha dulce con miel y te va a llevar a dormir en la cama. Mañana, cuando el señor llame, irás como un corderito y le besarás la mano. Cuando te hable, le escucharás callado. Si te pregunta cualquiera cosa, has de decirle que bien está lo que él ordene. Y nada más. ¡Decidir mi niñito! ¿Hay orates en esta casa? Decida el señor lo oportuno. A los niños y a los siervos nos toca obedecer.
¡Que buenas están! ¿Demasiada miel? No. Me gusta así. Muy dulces. Rebaño la escudilla.
--¡Bueno, bueno! Ya fue bastante por hoy. No has de llegar al lecho con la barriga demasiado llena.
Me coge en brazos.
--Aicha. Tuve un sueño raro. Era el Pesah y...
--Los sueños son sueños mi niño. ¡Deja que se vayan! Ahora duerme.
Me arropa. ¡A gusto!
De pronto es la mañana. Aicha ha, sin duda, dormido a mis pies. ¿Cómo cuando estoy enfermo? Aún bosteza. Trae  jofaina con agua y me adoba como si fuera a una fiesta. El jubón huele a mejorana y espliego, y las calzas no tienen ni un remiendo. ¿Nuevas? Estoy alegre.
 Me lava y viste. Habla y habla. Vamos a ser cristianos porque si no nos echarán de la casa y tendríamos que andar de un lugar para otro. Mi padre lo ha decidido y yo tengo que besarle la mano y decirle que haré lo que ordene.
Una fiesta. A la tarde, como siempre, celebraremos el sabbath. Ha hecho pastel de pichones y dulces de almendra. Estoy contento aunque ir otra vez a la sala no me agrada. Aicha dice que todo está bien y así ha de ser. Ella no me engañaría. Iré sin protestar.
Mi padre nos llama. Enseguida. José, su criado, me conduce. Entro despacio. Un frío me corre por la espalda. Está madre. A sus pies Miriam y Susana, sentadas. En pie, detrás, Sara. El rostro sombrío. El señor Nabá, así le llama Aicha, pasea de un lado a otro, inquieto. Entro justo detrás de Jacob que lleva un legajo en la mano. 
--¿Lo lograste?
Padre se dirige a Jacob como a un su igual. Mi hermano no es el mozo alegre de otras veces. Nadie está alegre hoy. ¿Yo? No sé.
--Sí, padre.
También habla de un modo nuevo delante de padre. Firme, con voz fuerte.
No sé qué hacer. Permanezco en pie, separado de las mujeres. Todos miramos a padre. Parece leer con detenimiento lo traído por Jacob. Al fin habla. Su voz ha cambiado. Como si algo se le hubiera atravesado en el gaznate y no consiguiera tragarlo.
--Vuestro hijo y hermano me trae confirmación de las malas nuevas que otrora os adelanté. Léelas, Jacob. Conozcan así la ignominia que nos obliga.
No puede continuar. Parece, de pronto, más viejo. Sus hombros descienden. Inclina la cabeza.
Dejo de mirarle para escuchar a Jacob que lee en voz no muy alta. Pongo toda mi atención. Quiero enterarme por mí mismo sin esperar a que Aicha me lo cuente.
  No sirve de nada. La mayoría de lo que dice es incomprensible. Entiendo el sentido y lo que significan sus palabras, pero algo se me escapa, como el fondo de lo que está contando.
--Nos en consejo y parecer de algunos prelados y grandes caballeros y de otras personas de ciencia y conciencia de nuestro Consejo, habiendo habido sobre ello mucha deliberación, acordamos de mandar salir a todos los judíos de todos nuestros reinos, que jamás tornen ni vuelvan a ellos, ni a alguno de ellos…
Su voz se quiebra con un sollozo contenido. Mi padre, vuelto de espaldas mueve la cabeza como temblando. Mi madre y mis hermanas derraman lágrimas. Abrazadas. Me recuerdan los piñones en una piña.
Habla de los judíos. Nosotros somos judíos. Alguien manda que salgan, que salgamos, de sus reinos. No entiendo lo que sea eso de sus reinos. Y ¿quienes son ellos?
 Ver a todos llorando me pone muy triste. Me echaría a llorar si no viera a Jacob rehacerse y tragar saliva. Yo también me aguanto. Sigue leyendo. Despacio, muy despacio.
--...Y sobre ello mandamos dar esta nuestra carta, por la cual mandamos a todos los judíos y judías de cualquier edad que sean, que viven y moran y están en los dichos nuestros reinos e señoríos, así los naturales de ellos como los no naturales, que en cualquier manera y sombra hayan venido o estén en ellos, que hasta en fin de este mes de julio, primero que viene de este presente año, salgan con sus hijos e hijas, y criados y criadas y familiares judíos, así grandes como pequeños, de cualquier edad que sean…
Nuevamente le falla la voz. Intenta contener el aliento. Suspira fuerte. A la postre viene a romper en llanto.  Dejo de contener  mis lágrimas y gemidos. Si lo hace Jacob.
Todos se vuelven hacia mí. Mi madre, por señas, me indica su halda para sentarme. Nunca ha hecho eso a lo que recuerdo. ¿De pequeño? Puede. Soy un hombre y es trato de mujeres. Con Aicha es diferente. ¡Pero mi madre! Y delante de todos.
 Hoy no me importa.
Corro hacia ella. Me acurruco en su regazo. Mi llanto se calma. Ya no estoy triste ni tengo ganas de llorar. Se está bien aquí sintiendo el olor de madre. Jazmín y pan cocido. Me gusta.
Padre continúa la lectura. Jacob se apoya en la chimenea. No se le oye, pero sé que llora. Los hombros y la cabeza se le mueven.
--…Y que no sean osados de tornar a ellos, de viniendo, ni de paso, ni de otra manera alguna; so pena de que, si lo hicieren y cumplieren así y fueren hallados en los dichos nuestros reinos y señoríos, o venir a ellos en cualquier manera, incurran en pena de muerte y confiscación de todos sus bienes para nuestra cámara y fisco; en las cuales dichas penas caigan e incurran por el mismo hecho y derecho, sin otro proceso, sentencia ni declaración.
Calla la voz de padre. Estoy tan feliz, recogido en el regazo de mi madre que he olvidado todo el asunto. Sé que ha de ser importante y debo entender bien lo que se dice, pero siento este calor. Es mi madre. ¡Este olor! Me entra sueño. Las palabras flotan en la oscuridad. ¡Aicha me lo explicará! Después.
--Lo leído es la parte que nos atañe del edicto dado por los reyes de Aragón y Castilla, nuestros señores. Buenos amigos hannos aconsejado no malvender nuestra hacienda yendo al destierro. Antes bien nos recomiendan el abandono de la Sinagoga y la aceptación del bautismo de la Iglesia. De ese modo eludiríamos la orden de expulsión. Al ser cristianos nada nos tocaría del edicto.
Las palabras vienen como flotando. Las oigo claras. No las entiendo. ¡Tan bien aquí!
--Yo, con el acuerdo de vuestra madre, he consultado al primogénito. Jacob ha reconocido la conveniencia de la conversión. Séanos testigo Yahvé de la fuerza que se nos hace. Para nosotros, ya mayores, esta decisión será, seguramente, definitiva. Para vosotros, con toda una vida por delante, el paso puede ser temporal, bien hasta que podáis salir de estos reinos, bien hasta que los reyes, entrando en razón, deroguen este edicto que daña al pueblo judío y también a la administración y beneficios del reino de Castilla...
Calla de nuevo. Asomo la cabeza. Tiene los ojos bajos. Algo dice muy quedo.
--...Y a la postre a todos los reinos. Mal que les pese. El pueblo de Yahvé habita Sepharad desde mucho antes que vinieran las hordas del norte. Ha visto entrar a los musulmanes como agora los vio caer. En todo tiempo fuimos necesarios para el comercio y la industria de los señores de una u otra parte. Otrora fuimos perseguidos, mas nunca echados. Lo que hoy los reyes consideran un beneficio para calmar a los ambiciosos que pretenden enriquecerse con nuestros despojos, será, no lo dudéis, un mal del que habrán de arrepentirse. Tened paciencia y guardad en vuestros corazones la esperanza de una entrada en razón de estos que hogaño sólo ven el momento y su bolsa.
La voz de Sara parece surgir de sobre mí. No sé cómo se atreve a hablar. Lo hace conteniendo el llanto. Nunca la he oído levantar la voz delante de mi padre.
--¿Y yo, padre? ¿Qué voy a hacer yo? Vos me prometisteis a Elihá. Soy su esposa y este verano habría de cumplirse nuestra boda. Ahora tengo que pensar en lo que mi esposo decida. ¿Acaso él renegará también?
Madre la coge de la túnica con fuerza. Jacob se vuelve hacia ella con la mano levantada. Padre avanza hacia él. Le sujeta la mano.
Tiene la voz desconocida, dulce y cálida, casi de mujer.
--Sara. Sabes con cuanta ilusión acepté tus desposorios con el joven Elihá. Su padre, mi amigo Moisés, ha trabajado para esta casa como lo hicieron antes su abuelo y el padre de éste. Tu madre y yo sentíamos rebosar de alegría nuestro corazón cuando te pidió para su hijo. Era el sello de una larga amistad y nada podía satisfacernos más. No he hablado con ellos sobre su intención al efecto. Quise primero consultar a los míos y quisiera conocer lo que cada uno de vosotros decide. Rompo con ello una tradición que os obliga a acatar lo que yo ordene. Pareciome negocio en exceso grave para echar sobre mis hombros toda la carga. Sea cada uno libre para seguir o no mi elección. Vuestra madre y Jacob han querido compartir mi suerte. Tú, Sara, podrás esperar la decisión de tu esposo según dices. Hablen pues Miriam y Susana. Sin miedo. Lo que ellas elijan será cumplido.
Las dos parecen refugiarse una en otra. Siento el cuchicheo que mantienen durante un momento. No entiendo nada. Susana, siempre más decidida, se adelanta un paso..., dos... Miriam avanza detrás, escondiéndose tras ella.
La voz parece temblar. También yo lo haría. ¡Hablar a mi padre delante de…!
--Padre. Yo y Miriam no somos nadie para decidir en asunto tan grave. Hemos aprendido a obedecer y eso haremos ahora. Sea lo que mandéis y juzguéis oportuno.
Me va a tocar a mí. ¿Qué digo? Es mi madre la que habla ahora. Su voz por encima de mi cabeza.
--Nabá. No es mi hábito levantar la voz ante mi señor. Día grave aquel en el cual la madre debe romper su silencio. Estas niñas no pueden hacer otra cosa que seguir lo que decidáis. Lo que... decidamos. ¿Podrían ellas acaso vivir fuera de nuestra casa? ¿Quién velaría por su dote? ¿Cómo podrían exponerse, solas, a un  viaje tan largo? Su sitio y su fe serán los nuestros. Ni ellas ni Rubén se separarán de nosotros y harán lo que hemos decidido. Niñas, tenéis el permiso de vuestro padre para retiraros. Y tú Rubén, no te hagas el dormido. Ve con Aicha. Besad la mano a vuestro padre e id a prepararos para el sabbath.
Ninguno espera a que se repita la orden. Nos adelantamos uno a uno hasta nuestro padre. Le besaremos la mano. Me da un poco de miedo. Tras haber oído a mi madre, agacho la cabeza. Tomo la mano de mi padre. ¡Blanda!  Voy a besarla. Se mueve. La siento bajo mi barbilla. Me levanta la cabeza y me obliga a mirarle. Su mano está caliente y parece sin fuerza. Levanto la mirada. Sus ojos están ahí. Abiertos, tristes, ¿cariñosos? Nunca he mirado a mi padre así. Sus ojos en mis ojos. ¿Ha tenido siempre esa mirada?
Al dejar mi barbilla me acaricia el cabello.
--RecuérdaloRubén. Recuérdalo siempre. Fuiste consultado. ¿Estás de acuerdo en hacerte cristiano?
Su voz me llega de muy lejos. Triste, dolorosamente me mira. Trago saliva. Se me ha secado la garganta. No puedo hablar.
  Las palabras de Aicha me llegan y las digo de carrerilla.
--Bien está lo que ordene mi señor padre.
Me oigo decirlo. Como un eco. Las palabras que ella me dijo. Sigue mirándome. Por sus mejillas corren lágrimas. Agacho la cabeza, me inclino ante mi madre. Salgo. Tengo frío.  




CONTINUARÁ

                                                               

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