domingo, 17 de diciembre de 2017

ANTES DE LA PAUSA

       Necesito hacer un descanso antes de seguir con la publicación.
           En todo caso quiero dejar terminado el primer libro. Es el más breve y puede hacerse un poco pesado. Sin embargo me parece importante para dar sentido a todo lo que va a contarse después. 
            Os recuerdo que corresponde a la table exterior izquierda del tríptico.
             Tras de la pausa, intentaré tomar el ritmo de un capítulo semanal dividido en dos o tres partes, según su extensión. Será "Rubén" el primer libro del interior, correspondiente a la tabla interior izquierda. 
                                                                   
                                                                   Continúa

             Una antigua granja morisca, que perteneció a los míos en los dorados tiempos del califato, recomprada en los años del tercer Fernando, se había reconstruido partiendo de las ruinas de una villa romana. Vinculada a Segura a través de su arrabal, Orcera, abría sobre un valle lleno de arroyos y cascadas por lo cual la habían llamado Al Guata o La Hueta.
Aquella feraz tierra de leche y miel fue, y volvió a serlo en varias ocasiones, sereno refugio contra las asechanzas de las turbas. Allí permanecieron el tiempo suficiente para que las aguas volvieran a su cauce. Cuando al fin los amigos de Jaén les aconsejaron el regreso lo hicieron cambiando su residencia a un lugar de las afueras.  Menos accesible en caso de nueva revuelta.
Casi todos sus antiguos compañeros de la sinagoga habían renegado del Dios de Abraham y se habían hecho bautizar con el agua y la sal de los cristianos.
No fue éste el caso de mis abuelos. Permanecieron fieles al Libro y a la Ley, si bien procurando no hacer exhibición de ello. Sólo unos pocos judíos mantuvieron la fe de sus mayores. La gran mayoría, hartos de persecuciones y matanzas, optaron por la vinculación, real o aparente, a la religión de la cruz.
Incluyo aquí una carta escrita por mi abuelo Ezra a un su amigo en tierras de Flandes. Carta que me fue dada muchos años después por los descendientes del corresponsal y en la cual se muestra la perspicacia y sabiduría de mi antepasado.
     “De Ezra Bar Arám en Jaén a su amigo Mamfrid bar Amos en Amberes.
Sea contigo aquel a quien adoraron nuestros mayores.
Aprovecho el envío de cartas de pago, de las cuales la mayor parte es en depósito para posibles necesidades futuras, alejando tus preocupaciones sobre nuestro estado.
Pasados los tiempos de revuelta hemos seguido en ésta, donde aún somos respetados.
Muchos de los nuestros han abandonado la Sinagoga en favor de las iglesias. Nosotros seguimos fieles a nuestra fe.
Han sido muchos los daños sufridos por nuestro pueblo. En lo posible hemos atendido a los necesitados, las viudas y los huérfanos.
Los asuntos han medrado y la situación de la casa de Arám es buena. El Consejo de Jaén ha preferido nuestro buen hacer a la conversión, en la cual, por otro lado, nadie cree.
Evitando la exhibición de las diferencias y actuando de acuerdo con la justicia, seremos más eficaces y ganaremos el aprecio de los que bien piensan.
Esto no deja de costarnos cargas y prestaciones pagadas a unos y otros. Sean para bien.
Con todo, no abandonamos nuestros intereses en otras partes y mantenemos buenas relaciones con nuestros asociados de esos reinos.
La gran sequedad, la falta de alimentos, las pestes y el afán de guerra mantenido por algunos grandes señores, serán causa para forzar a los gobernantes tomen graves decisiones hacia el pueblo de Israel.
Pronto empezará a recelarse de los ahora convertidos y habrá llantos y dolor. Séanos ahorrado mientras no llegue lo peor.
La paz contigo y los tuyos.
Siempre contamos con vuestro auxilio como vosotros haréis con el nuestro.
Tu amigo: Ezra”. 
Aún no habían secado las lágrimas de las plañideras tras la muerte de mi abuelo cuando se hizo verdad lo que había predicho.
En mil y cuatrocientos cuarenta y nueve se publica en Toledo la sentencia de Pero Sarmiento por la que se impide el acceso de los conversos a los cargos de gobierno.
Veinticuatro años más tarde la sangre de muchos cristianos nuevos, como les llamaba el pueblo, correrá por el Guadalquivir desde Úbeda hasta Córdoba.
Como siempre, descontentos, señores mal afortunados, bajos intereses y la credulidad del ignorante pueblo dieron difusión a monstruosos infundios, calumnias infames, esta vez dirigidas contra los más o menos recientes conversos, los llamados marranos.
Los míos, si bien habían renunciado a una situación de opulencia y a la exhibición de su fe, fueron respetados e incluso protegidos, no sin cesiones en oro y tierras a sus protectores.
Al unirse los reinos de Castilla y Aragón en las personas de Isabel y Fernando, las ideas políticas de los príncipes les llevaría a decisiones que acabarían con todas las sinagogas de Sepharad, llevando a nuestro pueblo a una nueva diáspora de aquella tierra, suya desde más de catorce siglos.
Quizá para acallar las calumnias, o para tener un vínculo que uniera a sus vasallos, solicitaron los príncipes a Roma la instauración del llamado Tribunal de la Inquisición. Y les fue concedida. Este alto tribunal había sido creado por el papado para inquirir y castigar las doctrinas contrarias a la ortodoxia dentro de la cristiandad. Al mismo tiempo que el papa Gregorio noveno instituía la Inquisición, se establecía en Francia y Germania la pena de muerte para los herejes. Ocurría en el año de mil y doscientos treinta y uno.
 Nada tenía que ver con nuestro pueblo el dicho tribunal pues hacía muchos años que Gregorio Magno había concedido a los judíos el derecho a practicar su culto libremente. Además, muchos príncipes habían promulgado leyes protectoras. El emperador Enrique había concedido protección real en el decreto llamado Paz de Maguncia en los primeros años del milenio cristiano.
Pero las llamadas cruzadas habían levantado contra los nuestros odios y persecuciones.
Adviérteme don Diego, no caiga en repetición de lo ya escrito en anteriores páginas. Hago ruego a quien esto lea, tenga paciencia y no se arredre en la lectura cuando así suceda.
Continuamente vienen a la memoria de este anciano los relatos escuchados en su niñez. No quisiera agobiar con ello al posible lector, mas tampoco querría que ningún recuerdo, por mínimo que fuere, quedara en olvido. Así, excúseseme las, a veces inútiles, divagaciones y las farragosas repeticiones.
Mi pueblo, de quien intento ser fiel memoria, cuyo único delito fue mantener sus tradiciones lejos de su origen, ha sufrido demasiado para no recordar de continuo sus muchos duelos.
Una vez más dejo aquí constancia de la bondad y tolerancia con que, salvo raras excepciones, hemos sido acogidos siempre en tierra de creyentes. El Islám nos permitió en sus reinos practicar libremente nuestras leyes. Sean por ello dadas gracias al Altísimo. Humildemente invoco su protección sobre quienes así nos tratan con humanidad y compasión.
Pronto vino el tiempo de tribulación del que ya he hablado y nuestro pueblo sufrió con paciencia en espera de tiempos mejores.
Los príncipes de Castilla y Aragón con su matrimonio, en el que tuvo parte alguno de los nuestros, rompieron a la larga el equilibrio. Su mano sería el alto tribunal de la Inquisición.
Primero fue la depuración de las muchas varianzas, llamábanlas herejías, habidas en su religión. Pronto la mirada del Gran Monstruo, el inquisidor general, un fanático fraile dominico, Torquemada de nombre, se volvió hacia los conversos. Su saña no tuvo límites. Decíase que era adorador del fuego, de ahí su interés por ofrecerle víctimas inocentes.
Autos de fe llamaban a las sangrientas orgías en las que se envilecía, torturaba y quemaba, no a los criminales que campaban por los arrabales de las ciudades siempre que pudieran presumir de limpieza de sangre, sí a las pobres gentes cuyo delito fuera tener algún abuelo judío.
Los reyes entretanto se afanaban en la conquista del reino de Granada para unirlo a su ya larga lista de posesiones. Aprovechando las peleas entre los últimos descendientes del reino nazarí, uniendo de este modo en una causa común a sus ambiciosos nobles, sostuvieron una guerra de cerco que poco a poco dio el resultado deseado.
En el desgraciado año de mil cuatrocientos noventa y dos, el mismo en que el reino de Granada se unía a la doble corona, el mismo en que llevando el pabellón de Castilla tomaría posesión de las tierras allende los mares el genovés Colón, se decretó la expulsión definitiva e irrevocable de todos los que profesaban la fe de Abraham.
Los judíos debíamos abandonar la tierra que durante siglos y siglos habíamos enriquecido y administrado. La dulce Sepharad, la tierra de las aguas y la luz, la bien amada que había hecho olvidar a muchos la esperanza en Erez Israel, se volvía fruto prohibido.
Alguno de los nuestros, bienquisto en la corte de los reyes, no en vano buena parte de las grandes empresas de éstos se habían gestado con el oro de las arcas judías, intentó mediar para que la expulsión fuera diferida.
No hubo acuerdo. Era intención de Isabel y Fernando unificar en todos sus reinos la religión. Sólo la conversión a la Iglesia del crucificado podría librarnos de aquella condena.
La fidelidad a Yahvé era incompatible con la permanencia en nuestra tierra. Para no abandonar lo que nos pertenecía habíamos de sacrificar nuestras almas en los altares gentiles.
Aún era yo muy niño por entonces, pero la solemnidad con que se produjeron los acontecimientos, la trascendencia que posteriormente alcanzaron, el horror seguido y la huida prolongada de la persecución, dejaron huella indeleble en mí. Intentaré relatar los hechos con la mayor fidelidad.
Mi viejo corazón se yergue violento ante el recuerdo de aquellos tristes días.
Al tiempo, una suave dulzura invade mis sentidos recordando los aromas de la casa paterna. Acíbar y miel inundan mi paladar, calofríos de gozo junto a pesadumbre de dolor recorren mi cuerpo gastado.
Veo los rostros queridos que el tiempo o la maldad de los hombres alejó de mi lado. Acuden a mis ojos, ya de torpe visión, las lágrimas por lo perdido junto con los gayos colores en las ropas de mi querida Aicha.
Luces y sombras. Silencios y voces. Paréceme que nacieran en mi cabeza con su frescura original los sonidos de los ropajes al rozarse, de las maderas crujiendo, del fuego chisporroteando en la chimenea.
 Un dolor como de desgarro interior se une a la suave calidez de la evocación.
Sepharad la bella. La hermosa tierra de la luz.
Los bosques por los que corría, los arroyos en los que mojaba mis pies. Las cálidas noches de verano bajo el brillo de las luces celestes. La niebla de los almendros en flor, el rumor de los pájaros, los suaves vientos...
¡Sepharad...!
                                                   FIN DEL PRIMER LIBRO.             


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