En todo caso quiero dejar terminado el primer libro. Es el más breve y puede hacerse un poco pesado. Sin embargo me parece importante para dar sentido a todo lo que va a contarse después.
Os recuerdo que corresponde a la table exterior izquierda del tríptico.
Tras de la pausa, intentaré tomar el ritmo de un capítulo semanal dividido en dos o tres partes, según su extensión. Será "Rubén" el primer libro del interior, correspondiente a la tabla interior izquierda.
Continúa
Una antigua granja morisca, que perteneció a los míos en los dorados tiempos del califato, recomprada en los años del tercer Fernando, se había reconstruido partiendo de las ruinas de una villa romana. Vinculada a Segura a través de su arrabal, Orcera, abría sobre un valle lleno de arroyos y cascadas por lo cual la habían llamado Al Guata o
Aquella feraz
tierra de leche y miel fue, y volvió a serlo en varias ocasiones, sereno
refugio contra las asechanzas de las turbas. Allí permanecieron el tiempo
suficiente para que las aguas volvieran a su cauce. Cuando al fin los amigos de
Jaén les aconsejaron el regreso lo hicieron cambiando su residencia a un lugar
de las afueras. Menos accesible en caso
de nueva revuelta.
Casi todos sus
antiguos compañeros de la sinagoga habían renegado del Dios de Abraham y se
habían hecho bautizar con el agua y la sal de los cristianos.
No fue éste el
caso de mis abuelos. Permanecieron fieles al Libro y a la Ley , si bien procurando no
hacer exhibición de ello. Sólo unos pocos judíos mantuvieron la fe de sus
mayores. La gran mayoría, hartos de persecuciones y matanzas, optaron por la
vinculación, real o aparente, a la religión de la cruz.
Incluyo aquí una
carta escrita por mi abuelo Ezra a un su amigo en tierras de Flandes. Carta que
me fue dada muchos años después por los descendientes del corresponsal y en la
cual se muestra la perspicacia y sabiduría de mi antepasado.
“De Ezra Bar Arám en Jaén a su amigo
Mamfrid bar Amos en Amberes.
Sea contigo aquel
a quien adoraron nuestros mayores.
Aprovecho el
envío de cartas de pago, de las cuales la mayor parte es en depósito para
posibles necesidades futuras, alejando tus preocupaciones sobre nuestro estado.
Pasados los
tiempos de revuelta hemos seguido en ésta, donde aún somos respetados.
Muchos de los
nuestros han abandonado la
Sinagoga en favor de las iglesias. Nosotros seguimos fieles a
nuestra fe.
Han sido muchos
los daños sufridos por nuestro pueblo. En lo posible hemos atendido a los
necesitados, las viudas y los huérfanos.
Los asuntos han
medrado y la situación de la casa de Arám es buena. El Consejo de Jaén ha
preferido nuestro buen hacer a la conversión, en la cual, por otro lado, nadie
cree.
Evitando la
exhibición de las diferencias y actuando de acuerdo con la justicia, seremos
más eficaces y ganaremos el aprecio de los que bien piensan.
Esto no deja de
costarnos cargas y prestaciones pagadas a unos y otros. Sean para bien.
Con todo, no
abandonamos nuestros intereses en otras partes y mantenemos buenas relaciones
con nuestros asociados de esos reinos.
La gran sequedad,
la falta de alimentos, las pestes y el afán de guerra mantenido por algunos
grandes señores, serán causa para forzar a los gobernantes tomen graves
decisiones hacia el pueblo de Israel.
Pronto empezará a
recelarse de los ahora convertidos y habrá llantos y dolor. Séanos ahorrado
mientras no llegue lo peor.
La paz contigo y
los tuyos.
Siempre contamos
con vuestro auxilio como vosotros haréis con el nuestro.
Tu amigo:
Ezra”.
Aún no habían
secado las lágrimas de las plañideras tras la muerte de mi abuelo cuando se
hizo verdad lo que había predicho.
En mil y cuatrocientos cuarenta y
nueve se publica en Toledo la sentencia de Pero Sarmiento por la que se impide
el acceso de los conversos a los cargos de gobierno.
Veinticuatro años
más tarde la sangre de muchos cristianos nuevos, como les llamaba el pueblo,
correrá por el Guadalquivir desde Úbeda hasta Córdoba.
Como siempre,
descontentos, señores mal afortunados, bajos intereses y la credulidad del
ignorante pueblo dieron difusión a monstruosos infundios, calumnias infames,
esta vez dirigidas contra los más o menos recientes conversos, los llamados
marranos.
Los míos, si bien
habían renunciado a una situación de opulencia y a la exhibición de su fe,
fueron respetados e incluso protegidos, no sin cesiones en oro y tierras a sus
protectores.
Al unirse los
reinos de Castilla y Aragón en las personas de Isabel y Fernando, las ideas
políticas de los príncipes les llevaría a decisiones que acabarían con todas
las sinagogas de Sepharad, llevando a nuestro pueblo a una nueva diáspora de
aquella tierra, suya desde más de catorce siglos.
Quizá para
acallar las calumnias, o para tener un vínculo que uniera a sus vasallos,
solicitaron los príncipes a Roma la instauración del llamado Tribunal de la Inquisición. Y les
fue concedida. Este alto tribunal había sido creado por el papado para inquirir
y castigar las doctrinas contrarias a la ortodoxia dentro de la cristiandad. Al
mismo tiempo que el papa Gregorio noveno instituía la Inquisición , se
establecía en Francia y Germania la pena de muerte para los herejes. Ocurría en
el año de mil y doscientos treinta y uno.
Nada tenía que ver con nuestro pueblo el dicho
tribunal pues hacía muchos años que Gregorio Magno había concedido a los judíos
el derecho a practicar su culto libremente. Además, muchos príncipes habían
promulgado leyes protectoras. El emperador Enrique había concedido protección
real en el decreto llamado Paz de Maguncia en los primeros años del milenio
cristiano.
Pero las llamadas
cruzadas habían levantado contra los nuestros odios y persecuciones.
Adviérteme don
Diego, no caiga en repetición de lo ya escrito en anteriores páginas. Hago
ruego a quien esto lea, tenga paciencia y no se arredre en la lectura cuando
así suceda.
Continuamente
vienen a la memoria de este anciano los relatos escuchados en su niñez. No
quisiera agobiar con ello al posible lector, mas tampoco querría que ningún
recuerdo, por mínimo que fuere, quedara en olvido. Así, excúseseme las, a veces
inútiles, divagaciones y las farragosas repeticiones.
Mi pueblo, de
quien intento ser fiel memoria, cuyo único delito fue mantener sus tradiciones
lejos de su origen, ha sufrido demasiado para no recordar de continuo sus
muchos duelos.
Una vez más dejo
aquí constancia de la bondad y tolerancia con que, salvo raras excepciones,
hemos sido acogidos siempre en tierra de creyentes. El Islám nos permitió en
sus reinos practicar libremente nuestras leyes. Sean por ello dadas gracias al
Altísimo. Humildemente invoco su protección sobre quienes así nos tratan con
humanidad y compasión.
Pronto vino el
tiempo de tribulación del que ya he hablado y nuestro pueblo sufrió con
paciencia en espera de tiempos mejores.
Los príncipes de
Castilla y Aragón con su matrimonio, en el que tuvo parte alguno de los
nuestros, rompieron a la larga el equilibrio. Su mano sería el alto tribunal de
la Inquisición.
Primero fue la
depuración de las muchas varianzas, llamábanlas herejías, habidas en su religión.
Pronto la mirada del Gran Monstruo, el inquisidor general, un fanático fraile
dominico, Torquemada de nombre, se volvió hacia los conversos. Su saña no tuvo
límites. Decíase que era adorador del fuego, de ahí su interés por ofrecerle
víctimas inocentes.
Autos de fe
llamaban a las sangrientas orgías en las que se envilecía, torturaba y quemaba,
no a los criminales que campaban por los arrabales de las ciudades siempre que
pudieran presumir de limpieza de sangre, sí a las pobres gentes cuyo delito fuera
tener algún abuelo judío.
Los reyes
entretanto se afanaban en la conquista del reino de Granada para unirlo a su ya
larga lista de posesiones. Aprovechando las peleas entre los últimos
descendientes del reino nazarí, uniendo de este modo en una causa común a sus
ambiciosos nobles, sostuvieron una guerra de cerco que poco a poco dio el
resultado deseado.
En el desgraciado
año de mil cuatrocientos noventa y dos, el mismo en que el reino de Granada se
unía a la doble corona, el mismo en que llevando el pabellón de Castilla
tomaría posesión de las tierras allende los mares el genovés Colón, se decretó
la expulsión definitiva e irrevocable de todos los que profesaban la fe de
Abraham.
Los judíos
debíamos abandonar la tierra que durante siglos y siglos habíamos enriquecido y
administrado. La dulce Sepharad, la tierra de las aguas y la luz, la bien amada
que había hecho olvidar a muchos la esperanza en Erez Israel, se volvía fruto
prohibido.
Alguno de los
nuestros, bienquisto en la corte de los reyes, no en vano buena parte de las
grandes empresas de éstos se habían gestado con el oro de las arcas judías,
intentó mediar para que la expulsión fuera diferida.
No hubo acuerdo.
Era intención de Isabel y Fernando unificar en todos sus reinos la religión.
Sólo la conversión a la
Iglesia del crucificado podría librarnos de aquella condena.
La fidelidad a
Yahvé era incompatible con la permanencia en nuestra tierra. Para no abandonar
lo que nos pertenecía habíamos de sacrificar nuestras almas en los altares
gentiles.
Aún era yo muy
niño por entonces, pero la solemnidad con que se produjeron los
acontecimientos, la trascendencia que posteriormente alcanzaron, el horror
seguido y la huida prolongada de la persecución, dejaron huella indeleble en
mí. Intentaré relatar los hechos con la mayor fidelidad.
Mi viejo corazón
se yergue violento ante el recuerdo de aquellos tristes días.
Al tiempo, una
suave dulzura invade mis sentidos recordando los aromas de la casa paterna.
Acíbar y miel inundan mi paladar, calofríos de gozo junto a pesadumbre de dolor
recorren mi cuerpo gastado.
Veo los rostros
queridos que el tiempo o la maldad de los hombres alejó de mi lado. Acuden a
mis ojos, ya de torpe visión, las lágrimas por lo perdido junto con los gayos
colores en las ropas de mi querida Aicha.
Luces y sombras.
Silencios y voces. Paréceme que nacieran en mi cabeza con su frescura original
los sonidos de los ropajes al rozarse, de las maderas crujiendo, del fuego
chisporroteando en la chimenea.
Un dolor como de desgarro interior se une a la
suave calidez de la evocación.
Sepharad la
bella. La hermosa tierra de la luz.
Los bosques por
los que corría, los arroyos en los que mojaba mis pies. Las cálidas noches de
verano bajo el brillo de las luces celestes. La niebla de los almendros en flor,
el rumor de los pájaros, los suaves vientos...
¡Sepharad...!FIN DEL PRIMER LIBRO.
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