viernes, 15 de diciembre de 2017

SIGO CON EXILIO

      Al menos durante dos días más seguiré usando la conexión del teléfono móvil para terminar de publicar esta parte. es la más corta y espero no quedarme sin megas. Después esperaré a que la compañía me conecte de nuevo ya con fibra óptica. Veremos.Gracias por vuestra paciencia. 
                                         CONTINÚA
         Un mi antecesor fue llamado a Córdoba. Dio su consejo y su aportación en oro para la corte de Abderramán el Grande. Abú Joseph ben Hasday ibn Shaprut.
Quiero hablar aquí de este gran hombre de mi casa, que tanta gloria dio a nuestro pueblo, sin por eso dejar de servir a su señor el califa de Córdoba bajo cuyo gobierno Al Ándalus fue respetada por todas las naciones.
Conociendo el gran rey la sabiduría de Abú Joseph, mandaba con frecuencia mensajeros pidiéndole consejo. Él contestaba a su señor como sus conocimientos le permitían y durante un tiempo fue éste su único trato con el soberano. Hasta el día en que el Califa, tras las conquistas en el norte de África, acuciado por los problemas que la administración de sus extensos estados le suponía, quiso tenerle más cerca.
Tres veces correos del palacio subieron por el antiguo Betis, ahora Guadalquivir, hasta la casa, siempre sencilla, de mis antecesores. Invitaban al sabio médico a compartir la suntuosidad de la ciudad califal como consejero. Por tres veces Abu Joseph resistió el atractivo de la mayor corte de su tiempo alegando la humildad de su persona y enviando al Califa de Córdoba presentes dignos de su magnificencia. Tornaron los mensajeros con una orden expresa. El fiel súbdito descendió con ellos y, vestido con sencillas ropas, fue presentado a Abderramán.
Se cuenta que el gran rey descendió de su alto trono, abrazó al que todo el orbe conocería como Hasday, mi antecesor, y haciéndole despojar de sus ropas le cubrió con un manto bordado en oro y pedrería sentándole a su lado. A partir de entonces sería su médico, su consejero y su ministro plenipotenciario para tratar con los monarcas extranjeros.
Durante los años que vivió en Córdoba sirvió a su señor en todo aquello que le era pedido. Negoció con la reina Doña Toda de Navarra, estrechando las relaciones con su reino que rendía vasallaje. Fundó, con el beneplácito de Abderramán la primera escuela europea de Medicina,  con extraordinarias curaciones como la de Sancho I de León. Se dice que viajó a Bizancio para negociar con el emperador Constantino VIII y fue allí donde conoció y tuvo tratos con el reino judío de los Kazares que se decía situado junto al remoto mar Caspio.
Me honra pensar que aquel gran hombre me precedió en el viaje al Oriente y que, antes que yo, estuvo en Estambul cuando todavía era conocida como Bizancio, la capital del Imperio de Oriente.
No fueron únicamente sus actividades como médico y político las que le elevaron por encima de los hombres de su tiempo. Hombre de amplísimos conocimientos y lenguas, tradujo al árabe el libro de Dioscórides de Cilicia sobre el uso de las plantas y la farmacología de su tiempo. Su preocupación por nuestro pueblo le hizo fundar en Córdoba la gran Escuela Talmúdica que llegaría a estar a la altura de las de Jerusalén y Susa.
Cuando murió los judíos siguieron bajo la protección del Califa. Córdoba llegó a ser un centro de conocimientos y seguridad para nuestro pueblo. Rabinos de toda Europa acudían buscando la sabiduría atesorada. En sus tierras de origen, siguiendo las doctrinas de Roma, eran discriminados y perseguidos. En vano el Papa Gregorio, al parecer un hombre honesto pese a su cargo, les había concedido derechos de ciudadanía y libertad de culto. La sombra de la cruz romana sembraba el terror y la muerte entre los siervos de Yavé, mientras la media luna era luz de esperanza. 
Pero no era el brillo y el esplendor de la corte atractivo suficiente para los míos. Durante los muchos años de bonanza, tras el regreso y muerte de Hasday, siguieron viviendo en Jaén, respetando las leyes y manteniendo su extensa red de relaciones. Sin dejarse llevar por la ilusión de una prosperidad siempre inestable. Nunca se negaron a pagar los impuestos debidos a los que mandaban, procurando en todo momento que sus dependientes no sufrieran las mudanzas de los grandes. Y si el crecimiento aparente no llamó nunca la atención, las ramificaciones de nuestros intereses eran una fina urdimbre que llegaba desde el helado norte hasta las costas de África, desde el lejano Catay, a las islas de Britania.
Los nuevos señores de Sepharad, a la que ellos llamaban Al Ándalus, corrigieron el agravio de las leyes contra los judíos promulgando otras que les favorecían. Su sabiduría se extendió a los siervos que pronto sintieron sobre ellos la mano benevolente de los nuevos dueños. Las ciudades se enriquecieron con su patronazgo y una era de prosperidad se abrió para nuestro pueblo.
Enemigos de las representaciones humanas, una delicada artesanía, más próxima a nuestra sensibilidad que las idolátricas pinturas y esculturas cristianas, se divulgó por todo el mundo musulmán. Esto hizo renacer el comercio suntuario. De nuevo fuimos los judíos quienes llevamos por todo el mundo los tejidos, la cerámica y la orfebrería a la que tan aficionados eran los poderosos.
De nuestro pueblo dependía el comercio entre la lejana Persia y los reinos de Occidente, entre los pueblos del África y los países del norte. Las sedas de Catay, el incienso indio, la algalia de Abisinia, las semillas del Yemen tan apreciadas como misteriosas, las especias de Ceilán y otras tierras distantes. Todas pasaban por manos judías antes de difundirse en las cortes europeas.
Ya a finales del siglo noveno, los Radanitas, dedicados al establecimiento de comercio con el Lejano Oriente, controlaban las cuatro rutas hacia Catay. Ibn Chordadbe el persa, que llamó con  aquel nombre a los fieles de Yahvé, las dejo descritas.
La que partiendo de Faran en el Delta del Nilo, pasaba por Petra, Kulsun y Jidda para llegar a la desembocadura del Indo y de allí a las Islas de las Especias, el reino de Siam y el sur de Catay. Traía la seda, la pimienta y el incienso.
La que unía por mar Brundisium al sur de la península italiana, con Tiro y Sidón al pie de los altos montes del Líbano, para luego pasar por Damasco, la capital del Califato de Oriente, Susa y Punhadita en Babilonia, llegando por Basora a la India, de donde venían la plata y el marfil labrados.
La tercera recorriendo el norte de África desde Fez hasta el Nilo y después por Palmira, Bagdad y Samarcanda hasta Tarín y, a través de las grandes altitudes, al reino de Catay. Aportaba los exóticos perfumes, las sedas bordadas y los muchos ingenios que allí se inventan.
Y aún una más, partiendo de la ciudad de Praga por el reino judío de los Kazares y por el Oxus junto al Caspio, llegando hasta las mesetas centrales de la Mongolia de donde venían caballos y pieles curtidas.
Una rica correspondencia permitía a los hombres de Israel el contacto con las escuelas talmúdicas de Jerusalén y Babilonia con el fin de completar la Guemará, unificando los comentarios rabínicos que Yehuda ha Nasí había compilado en la Misná. A las sinagogas de Al Ándalus llegaban los comentarios de los Gaones, presidentes de las Academias Babilónicas y se difundían desde allí a París, Viena, Buda o Kiev, de modo que el Talmud se unificaba para todos los que esperaban el Erez Israel.
Cuando el Califato se descompuso rompiéndose en tantos reinos que era imposible contarlos con las manos, nuestra casa fue respetada por los nuevos gobernadores, como lo fue nuestro pueblo.
Las ciudades de mayor importancia se constituyeron con su alfoz y zonas de influencia en verdaderos reinos independientes. Redundó en beneficio del pequeño comercio e Israel vivió una etapa más de esplendor que llevaría a muchos a lo que sería su ruina cuando, una vez más, los cristianos tomaran el poder. 
La llegada de nuevos pueblos desde el otro lado del mar, beréberes, almorávides y almohades, llevó las olas hasta nuestra ciudad, pero nunca como tormenta sino como marejada controlable. Pese a los cambios de dueño  Jaén siguió prosperando gracias al esfuerzo y dedicación de los míos.
Si en un principio los invasores trajeron en su fanatismo algunos trastornos, más graves con los almohades que llegaron a  intentar la expulsión de aquellos que no se convertían al Islám, pronto hubieron de recurrir, como siempre, a los servicios de los nuestros para mantener el comercio y la prosperidad.
Pero del norte venía una galerna mucho más fuerte y que traería mayores daños. Poco a poco se habían ido gestando pequeños reinos, empujados por mil causas, en un entrelazado de influencias y presiones, rebeldías y violencia. Galicia, Asturias, Cantabria, Segorbe, Ribagorza, la Marca, Barcino. Pequeños señoríos  creciendo inexorablemente. Uniéndose, disgregándose, creciendo y avanzando. Más tarde León, Castilla, Navarra y Aragón, agrandándose a medida que la molicie y la vida cada vez más grata se establecían en los reinos bajo la Media Luna. Aprovechando la debilidad de los pequeños taifas, los cristianos fortalecieron sus ejércitos. Guerreros del norte, de Francia, de Britania, de los principados germánicos, vinieron en su apoyo con la esperanza de botín y tierras. Incluso frailes, clérigos y obispos, llegaron con sus mesnadas a luchar contra el Islám. Con ellos venía la enemiga contra nuestro pueblo atizada siempre por la Iglesia Romana.
Los árabes habían encontrado en Al Ándalus un paraíso. El norte les interesaba poco. Aparte del reino de Zaragoza y las zonas del río Ebro, sus tierras soñadas estaban en la costa y en el sur. Donde el calor se dejaba sentir y las aguas de las montañas permitían regar las feraces tierras. Nunca gustaron de las húmedas y frías zonas del norte. Las cedían sin demasiada resistencia a las hordas de los sedicentes pueblos cristianos.
Así Al Ándalus fue una trampa para ellos como lo fue para nosotros Sepharad.

Su belleza se metía en la sangre hasta que formaba parte de nosotros y nosotros de ella. Como un hechizo pagano, sus encantos nos impedían ver los peligros de aquella compenetración.
Sepharad, de suave temperatura casi todo el año.
Dulces inviernos en los que la nieve de las montañas deja paso a la blanca floración de almendros y cerezos. En que luce el sol tras la nieve y la lluvia, sin que el frío enturbie la belleza de su luz.
Vivas primaveras cuando la tierra florece por doquier. Los blancos tomillos cubren de falsa nieve las laderas. El silbo de las aves llena el aire de música. Los ríos abundan sus aguas encharcando orillas y bajíos.
Estíos plomizos que hacen desear la frescura de los arroyos y las fiestas nocturnas. La celebración al atardecer de las ricas cosechas.
Otoños lujosos en los que el ocre de las hojas caídas sirve de realce al verde de pinos y encinares.
¡Sepharad, Al Ándalus...! ¡Cómo te añoran mi espíritu y mi cuerpo! Me duelen los centros del ser al recordarte. Tal es la nostalgia que me embarga.
Los hombres del norte no se habían dejado encantar por la tierra. Luchaban. Entre sí la mayor parte de las veces. Con los moros, como ellos llamaban a los musulmanes por su procedencia mauritana, otras.
Y de vez en cuando, como respondiendo a una necesidad en periodos de tiempo no demasiado duraderos, sobre todos los pueblos de la península se extendía una etapa de paz y concordia. Musulmanes, cristianos y judíos conseguían vivir en paz. Los distintos reinos establecían relaciones comerciales fructíferas dejando al margen las diferencias de religión que eran respetadas por todos y cada uno.
Más al norte, al otro lado de los montes que llaman Pirineos, con el aguijón de Roma se gestaba una dura persecución contra los judíos. Sólo algunos cristianos, hombres buenos pese a sus creencias, intentaron proteger los derechos del pueblo de Israel a vivir en paz.
Al haber prohibido la Iglesia el préstamo entre los suyos, fueron judíos los que mantuvieron esta necesaria servidumbre, creándose una animadversión contra ellos aprovechada por los poderosos y los clérigos cuando convenía a sus intereses. De allí, del otro lado de las sierras Pirenaicas iría penetrando en la península, trasladado en los cálices áureos de las iglesias, un veneno que contagiaría a los habitantes de Al Ándalus el odio hacia nuestro pueblo.
En los países del norte, comenzaba una época de terror. Las Cruzadas abrirían la caza de judíos en los reinos cristianos. Acusados de profanaciones y sacrificios humanos totalmente ajenos a ellos, serían perseguidos hasta la muerte. Comenzaban las terribles matanzas, progroms dicen los asquenazíes, en que perecerían miles y miles de hombres y mujeres cuyo único delito era no ser infieles a Yahvé.
Para unificar de algún modo los enfrentados reinos cristianos, había comenzado a hablarse de la conquista de Jerusalain entonces en poder del Islám. Pero la primera reacción fue la persecución y matanza de los judíos en toda Europa. Se inventan disparatadas acusaciones para justificar el asesinato y la confiscación de los bienes. Las escuelas talmúdicas de Pern, Paris y Viena, fueron destruidas. Se quemaron los barrios de los judíos y se apuñaló a los pocos que conseguían huir del fuego.
Algunos lograron llegar al sur. Fue así como algunos asquenazíes, así llamábamos a los judíos del norte, pudieron sobrevivir. La mayoría se refugiaron en las islas del Mediterráneo, en el reino de Zaragoza o en la Provenza. Otros consiguieron llegar hasta Sevilla, Córdoba o Jaén y con la ayuda de los nuestros se establecieron en alguna de sus aljamas. Se afirmaba que el mismo Alfonso VI de Castilla, tuvo entre sus gentes asquenazíes guerreros para la toma de Toledo.
Las luchas continuaban, pero los Bar Arám permanecieron sin notoriedad durante los acontecimientos que fueron dando la victoria a los reinos del norte. Cambiaban los señores, pero sus buenos oficios les seguían haciendo necesarios en la administración y el comercio.
 Sólo una minoría de cristianos podía leer su propia lengua. ¡Cuánto menos las ajenas! ¿Cómo entenderse con los nuevos súbditos? ¿Quién había de mantener el comercio, cobrar los impuestos, regular la administración, redactar y escribir las leyes que promulgaban? En el pueblo judío los niños aprendían a leer y escribir en hebreo y en árabe. Entre los musulmanes leer el Corán era un deber religioso. Pero los cristianos decían las oraciones de su religión en una lengua que no entendían y hablaban en otra que ni leían ni escribían. Sólo los clérigos y algunos próceres tenían mayor cultivo, pero reservaban su saber para ellos y los suyos.
Al Mutamid, el rey poeta de Sevilla que desposó a una lavandera cuando ésta le ayudó a terminar un poema. Ibn Zaydun de Alcira que enseñaba en la madrasa sus canciones a los  pequeños lectores de los suras coránicos. Ibn Hazam de Córdoba cuya poesía amorosa y erudición no han tenido rival. Averroes, también cordobés, traductor y comentarista de Aristóteles, que tanto influiría sobre nuestro Maimónides. El zaragozano Avempace cuya filosofía fue divulgada en hebreo por Moisés de Narbona. Eran impensables entre los cristianos. Sólo la guerra y el fanatismo movían a estos.
Como las tormentas en el mar, las guerras estallaban y terminaban. Poco a poco todo volvía a ser como antes. Y así hubiera seguido. Pero el odio de la Iglesia contra la Sinagoga le hacía ir socavando la mentalidad de las gentes, de los grandes, de los reyes.
En el mil y doscientos quince, al final del cuarto concilio de Letrán, los obispos cristianos impusieron el confinamiento de los judíos en barrios cerrados con un horario que les impidiera salir o entrar cuando quisieran. Prohibición de ocupar cargos públicos porque ningún cristiano fuera sometido a judío. Obligación de llevar ropa distinta o, en todo caso de portar una marca claramente visible. Todo valía para aplastar la fuerza de nuestro pueblo.
Algunos reyes como el emperador Federico II les reclamó como siervos directos. Así impedía las matanzas, pero los ataba a las veleidades del rey que se enriquecía a  costa del sufrido pueblo de Israel.
Al principio pocos príncipes obedecían los preceptos eclesiásticos. Conocían muy bien su necesidad del saber hebraico. Mas la presión de Roma fue consiguiendo dar forma a una persecución sin clemencia. El concepto de la esclavitud de los judíos que tiene una apariencia espiritual cuando es enunciado en sus prédicas, se fue convirtiendo en algo material, azuzado desde los obispados que no querían detenerse hasta la destrucción total de nuestras gentes.
Después vendrían las expulsiones bajo pena de muerte. Primero en Inglaterra en mil doscientos y noventa, luego en Francia, Colonia, Estrasburgo, Nuremberg. Y la prohibición de desplazamiento en los territorios del Imperio y de Venecia.
Los que consiguieron escapar se refugiaron en las tierras del sur. Sepharad fue para todos una luz hacia la que tendían sus atribulados ojos. Y con razón. Ninguna tan hermosa. ¡Sangra el corazón de este anciano al recordarla!
Mientras, Al Ándalus fue cayendo en manos de los cristianos del norte. Fernando III de Castilla conquistó los reinos de Badajoz, Sevilla, Jaén y Murcia. Los judíos empezaron a situarse en su corte pese a la enemiga de los clérigos que levantaron calumnias de toda índole.
La corona de Castilla comenzó a vivir una etapa de paz y riqueza en la que los judíos vinculados a la administración tuvieron buena parte. Los reyes de Castilla establecieron un orden nuevo, repoblaron las zonas desiertas, regularon la circulación de ganado. La paz se extendía como el óleo derramado.
Se conservaba en mi casa el relato de un anciano de la familia. Viajaba al Toledo cristiano del décimo Alfonso de Castilla. Hablaba de la seguridad de los caminos, de la buena acogida en las ventas donde se juntaba gente de toda laya, de la grandeza de la ciudad. Y, sobre todo de la convivencia dentro de sus murallas. Y del centro de estudios fundado por el propio rey, en el que sabios rabinos, clérigos cristianos y estudiosos islámicos se dedicaban a la traducción y el estudio de los antiguos textos. El griego, el latín, el árabe y el hebreo eran lenguas comunes para aquellos. Habiendo sido invitados no por sus creencias o su riqueza sino por su sabiduría y conocimientos, estableciose un centro que habría de irradiar a todo el mundo. Cierto que el propio rey componía cantigas en las que se zahería a los judíos, pero no parecían ser sino consejas recogidas del pueblo llano siempre dado a hacer burla de aquello que no entiende.
Estos remansos de paz, estos oasis de sabiduría y buen hacer terminarían pronto a causa de las intrigas y de las ansias de poder de clérigos y frailes.
Al igual que la Toledo de Alfonso, la Córdoba de Averróes, la Zaragoza de Avempace, la Sevilla de Almutamid, el Santiago de Gelmírez, serían ínsulas de paz que el viento del norte, agitado por la intransigencia de la Iglesia romana, aventó como paja seca.                                         
Antes de la entrega al rey Fernando de Castilla por Ibn al Ahmar, mis antepasados ocuparon en Daquén, Jaén para los cristianos, lugar prominente. Con un breve periodo de  espera, volvieron a tenerlo en los nuevos tiempos.
En toda la península sólo quedaban como reinos independientes Murcia y Granada, aunque pagando gabelas a los reinos cristianos. Todos los demás, con mayor o menor autonomía estaban bajo el poder de los reyes de Castilla, Navarra o Aragón.
Con todo, parecía que nada iba a cambiar en lo esencial. El comercio florecía. Mandaran unos u otros, lo que había de hacerse era hecho. El saber de los nuestros les seguía haciendo imprescindibles. Nada presagiaba las desgracias que se cernían sobre el pueblo judío. Aún menos en el seno de los Bar Arám cuyas industrias y buen hacer les habían situado en un lugar preeminente de cara a su entorno.
Durante generaciones continuó esta convivencia y fue para los Bar Arám tiempo de bonanza. De los países de más allá del Pirineo llegaban con frecuencia terribles noticias. Las persecuciones contra nuestro pueblo eran fruto común en las cristianas Britania, Francia, Germania, Polonia. En el nombre del Cristo, los judíos eran exterminados. Sólo alguna ciudad les protegía con leyes en las que se les reconocía como ciudadanos. Pero eso era muy lejos. En la Península se habían olvidado los tiempos en que los bárbaros del norte nos habían aplastado bajo la mirada complacida de la Iglesia de Roma.
A los Bar Arám les había sido concedido gran valimiento en el Consejo de la Ciudad. No siendo belicosos, la guerra no era su oficio. Sí, en cambio, el asesoramiento en cuestiones de justicia, defendiendo siempre a quien tuviere el derecho. Ora como notarios y escribientes vinculados a los nobles, ora como comerciantes bien relacionados con mercaderes de lugares remotos. Pagaban los impuestos de las especias y la seda. Alguno cobró fama como orífice y maestro de orfebres. Prestaban sin usura y nunca se pudo decir que una viuda o un huérfano, cualquiera que fuere su religión, sufriera las reclamaciones indebidas de un Bar Arám. Fueron teniendo sustanciosa renta, pese a lo cual se mantuvieron siempre dentro de una situación de holgura sin lujo ni boato. Era una familia respetable y respetada.
Así, cuando las matanzas de judíos en Navarra y Aragón, muchos fueron a refugiarse en Jaén, y por mor de los Bar Arám, acogidos sin reservas.
Hasta el año mil trescientos veintiocho en que las turbas asaltaron la judería de Estella, se había mantenido en los reinos una convivencia prospera entre los tres grupos. Cada uno mantenía sus fiestas. La Sinagoga florecía entre la Iglesia y la Mezquita. Pero los clérigos cristianos no estaban satisfechos.
Al llegar el mil y trescientos uno había comenzado una época de grandes calamidades. Gran sequedad se apoderó de las tierras. Menguaban las aguas de lluvia y había carestía de pan. Al principio las gentes acudieron a las ciudades. Pensaban encontrar en ellas lo que no daba la tierra. Los asentamientos aumentaron fuera de murallas y con ellos los desocupados, los vicios y las malandanzas. Y tras ellos las enfermedades. Durante un tiempo, la previsión y buena administración de los nuestros permitió la supervivencia. Pero la peste valenciana en el mil y trescientos veintiséis colmó el vaso. Las turbas, excitadas por fanáticos y clérigos, tomaron al pueblo de Yahvé como cordero expiatorio.
Durante todo ese aciago siglo la inquina contra los nuestros fue atizada, extendiéndose su fuego primero por Navarra, luego por Aragón y Castilla. Barriendo al fin toda la península.
Unas veces la ignorancia y obcecación de algún clérigo, otras la provocación de ciertos señores para evitar el pago de deudas, muchas la envidia de los miserables atizada por el hambre, y siempre, los intereses de gentes sin escrúpulos y el de la Iglesia por exterminarnos, motivarían la inquina del pueblo llano.
Fueron muchos los judíos asesinados a lo largo de todo el siglo. Tiempo de hambres y de plagas, aprovechado por muchos para saquear nuestras propiedades, matar a los hombres, violar a nuestras mujeres y esclavizar a nuestros hijos.
En Toledo se hablaba de veintiocho mil asesinados en diez años. Ese odio contra los judíos favoreció los asaltos de los ingleses y franceses a las juderías de Briviescas y Villadiego. Leyendas inventadas por malintencionados, haciendo a nuestro pueblo culpable del asesinato de niños inocentes, excitaron al pueblo contra las juderías de Ávila, Segovia y Toledo.
Mal aconsejado el rey de Castilla impuso gravámenes a los judíos de Burgos, Palencia y Toledo. En esta última se vendieron para ello, en almoneda pública, los bienes de los judíos hasta alcanzar la cantidad de veinte mil doblas de oro. Impuesto gigantesco fuera de toda equidad.
La violencia iba en aumento.
En el norte, en el mil trescientos y uno, no había habido judería que no fuera asaltada o robada con la complicidad de las autoridades. En la Castilla andaluza, años después, un demoníaco servidor de los fuegos del infierno, Ferrán Martínez, presbítero de Écija y arcediano de la catedral sevillana, inflamó con sus predicaciones las mentes de los crédulos con perversos sermones. Nos acusaba de toda clase de delitos. Sus maldiciones se extendieron a Sevilla. En el curso de ese verano los sevillanos arrasaron las casas de los judíos fueran ricos o pobres, no sólo en su ciudad, sino también en Carmona, Écija y Alcalá. El fuego se extendió a Córdoba, luego a Úbeda, a Baeza, a Jaén.
Doquiera había una sinagoga las turbas se arremolinaron vertiendo la sangre de las víctimas judías. Castilla entera fue un lago de sangre, un mar de fuego en el que miles y miles de mártires judíos dieron su vida por fidelidad a Yahvé. Villa Real, Huete, Cuenca y luego Burgos y Logroño. Más tarde Palencia y León.
La llamada furia anti hebrea arrasó igualmente el reino de Aragón hasta Valencia. Allí el nueve de julio; unidos gentes de la ley con vagabundos, soldados y artesanos; se asaltó la judería, pasando a cuchillo, arrastrando y quemando a los que no pudieron huir a tiempo. Igual que en Játiva, Alcira y Oliva.
En agosto el mal llegó a Palma, en la isla de Mallorca, a Barcelona, Gerona, Lérida, Perpiñán y Jaca. Se atacó las juderías quemando sinagogas y casas de judíos. A los cristianos que tenían trato con ellos se asaltó en algunas ciudades.
Era una locura atizada, casi siempre, desde los púlpitos de las iglesias. Los nuestros huyeron a los reinos vecinos, sobre todo al de Granada, aún en manos de los nazaríes, donde se les acogía. También a Portugal y a Navarra, vuelta a la razón, donde se habían dictado leyes para protegerles y donde vivían a salvo.
En ese año y los siguientes, muchos, para evitar la persecución y la muerte, se hicieron bautizar como conversos. Pensaban de este modo eludir la furia de los cristianos.
Mi familia, cuya casa fue también asaltada, había sido avisada a tiempo y pudo ponerse a salvo. No sólo las personas, también las cosas de valor habían sido puestas a buen recaudo allá lejos, en la quinta de la sierra, en el alfoz de Segura, tierras en las que desde hacía siglos tenían los míos posesiones.
                                     
                                                     CONTINUARÁ                   

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