lunes, 8 de octubre de 2012

CON SABOR A POSGUERRA 4

     Me parece que toca otro capítulo del libro que no se publicó porque, decían, era demasiado bueno. Yo creo que preferían un libro que pudieran manipular mejor. Ellos se lo perdieron. No sé si será bueno o malo, a mi me gusta.

Hortalizas rellenas

       Ya he señalado que la mayoría de estas delicias culinarias, eso eran para mí, respondían a momentos de bonanza económica, y de buena relación entre nuestros padres. En aquella época, los años entre mil novecientos cuarenta y mil novecientos cincuenta, la abundancia no era una característica habitual, por otro lado los hábitos alimentarios de la población en general eran bastante austeros.
Suele decirse que somos un pueblo parco por tradición. Siempre he creído que la realidad era más bien costumbre de pobreza a la que se burlaba en las comidas con una elaboración minuciosa, heredera, en los mejores casos, de la cocina morisca.
 ¿Tradición o simplemente pobreza? El aislamiento económico al que se había castigado a la España de Franco por su colaboración con el régimen de Hitler, las malas cosechas de una tierra desolada por la guerra civil, la mala administración y la endémica corrupción de nuestro pueblo y de nuestros políticos, hacían que la escasez subsiguiente a la guerra se alargara indefinidamente.
       En las familias como la mía, con un sueldo fijo, se subsistía con imaginación y buena economía. El plato fundamental era el cocido. Un cocido sobrio al que no solía faltarle el repollo, el tocino y el chorizo o la morcilla, aunque venía siempre escaso de patatas y sobre todo de carne.
       Para poder acceder a ésta última, cada familia buscaba los trucos que podía. Los filetes resultaban muy caros y se comían en ocasiones excepcionales. Unas anormalmente finas y no demasiado grandes láminas de carne, eran para nosotros el colmo del lujo y el desenfreno.
       Durante mucho tiempo, tuvimos ocasión de beneficiarnos de una situación excepcional que nos abasteció, a un precio razonable, de carne. Cierto que no de primera, pero sí bastante fresca. No eran filetes, pero permitía a nuestra madre aumentar la dosis de proteínas en nuestra alimentación mediante hábiles guisos. Transformaba los recortes de carne en ricos estofados, raguts y sobre todo en carne picada que permitía mil y una recetas. De una de ellas se tratará cuando termine de explicar la procedencia de la bendita carne.
       El marido de María la de abajo; había, por supuesto, otra María, la de arriba, en nuestro mismo piso; tenía  cierta relación con un ordenanza, amigo de un obrero que hacía trabajos para un capitán del ejército, vinculado a las cocinas de un regimiento.
       De esa relación provenían unos huesos no demasiado enjutos que Mariano, para nosotros el señor Mariano, traía y nos pasaba por un módico precio. Los Q. eran una familia con la que manteníamos muy buenas relaciones. Sus hijos no eran de nuestra misma edad, pero jugaban con nosotros y siempre nos protegían si alguien pretendía molestarnos. Y María, la madre, era siempre la referencia en ausencia de la nuestra y a quien se acudía para casi todo.
       Un par de veces a la semana, a poco de regresar su padre del trabajo, subía con un grueso paquete Margarita la hija pequeña de María. Sería unos cuatro años mayor que yo, pero jugaba conmigo y me marimandoneaba como contaré en otra receta. Yo la adoraba desde que recuerdo. Mi pasión por ella venía de lejos. Había sido mi mejor compañía una larga temporada, cuando hube de guardar cama por una nefritis aguda. Fueron dos o tres meses sin poderme levantar y alimentándome únicamente de leche tibia cada tres horas. Ella subía, siempre que le era posible, y jugaba conmigo a ser la enfermera. Debía tener una enorme paciencia. En aquella situación yo tenía que ser bastante latoso, pero, a lo que recuerdo, ella aguantaba mis intemperancias con santa paciencia. Desde entonces Margarita se convirtió en mi mentora para todo.
       El paquete contenía los huesos en cuestión. Mi madre los rebañaba de todo cachito de carne que tuvieran adherido y con ello solía conseguir alrededor de medio kilo de carne fresca.
       Además, en una perola muy grande guardada bajo la cocina, cocía los huesos junto con los restos bien lavados de las verduras y obtenía un buen caldo, incluso algunos mínimos restos de carne cocida que iban a parar al cocido del día siguiente.
       La carne fresca se repartía en dos. Con una se hacía el guiso del que estamos tratando. La otra se aliñaba para hacer al día siguiente filetes de pobre de los cuales hablaré más adelante.
       Las hortalizas rellenas variaban según la estación. Frecuentes, en mi recuerdo, eran los pimientos, las patatas y los tomates. Éstos no muy grandes. Los pimientos, morrones, verdes o rojos, gruesos y cortitos. Las patatas bien redondas y terciaditas, es decir, no muy pequeñas. Se las arreglaba para que fueran todas de un tamaño semejante.
        Tengo la impresión de que este uso de las patatas disimulaba la no muy católica presencia de las del racionamiento y permitía su mejor uso, eliminando los posibles defectos interiores. Parece ser que los exteriores, si se veían al comprarlos, podían ser reclamados en el momento, siempre que aún no se hubiera salido de la tienda. Esto daba lugar a una complicada dinámica en la que el vendedor tras pesar en un cubo las patatas, las echaba directamente en la bolsa, lo cual obligaba a los clientes a un repaso rápido y a reclamar por cualquier concepto para dar tiempo a un examen más concienzudo.
       Los tenderos de ultramarinos que tenía la misión de distribuir el racionamiento, no eran todos para todo. En ocasiones uno de ellos conseguía el cupo de algún producto deseable y lo repartía entre los clientes mediante el cupón correspondiente de la cartilla
A mí me llamaba la atención sobre todo cuando era aceite. Lo traían en unos grandes odres de cuero en los que todavía se notaba la forma del animal del cual procedían. Eran como grandes sacos mostrando los muñones cercenados de lo que un día fueron patas. En uno de los extremos se distinguía un parche y en el otro un prolongamiento o cuello retorcido sobre sí mismo y bien atado. Me gustaba ver, desde un balcón de mi casa, como abrían esos cuellos, desatando el cordel de cuero, en la misma calle haciendo que el líquido verdoso se derramara sobre un embudo, comunicado a través de una manguera con el sótano de la tienda. Era una degollación incruenta que dejaba el despojo vacío de un animal vampirizado. Al día siguiente el tendero administraba el caudal recibido y había que estar al tanto para que nos correspondiera una parte, si ese mes no habíamos gastado aún los cupones correspondientes.
       Cuando acabó el racionamiento, siguió ese tipo de distribución. Luego vinieron los bidones metálicos antes del envasado individual. Las bombas transparentes para medir continuaron mucho tiempo. Nos gustaba ver como se llenaban los depósitos al mover el tendero la manivela hacia un lado, con aquel líquido verde lleno de burbujas pequeñísimas. Y cómo, al cambiar el sentido de la manivela, el aceite pasaba a las botellas llevadas para recogerlo. Me parece oír aquel sonido como chisporroteante al caer el aceite dentro de la botella.
       Las hortalizas rellenas, nombre algo rimbombante pero descriptivo, eran un plato en el que los hijos no teníamos nada que hacer. No había  rebaño. Estábamos presentes cuando el frío nos obligaba a apiñarnos en la cocina, único lugar caliente de la casa. Cierto que había también un brasero de picón, pero éste se encendía tarde para que estuviera en su mejor momento cuando llegara mi padre y, sobre todo, para que durara hasta bien entrada la noche, cuando solo ellos dos estaban levantados y la cocina se había ido apagando.
Antes de acostarnos, a los pequeños y a los que andaban pachuchos, mi madre les calentaba la cama pasando el brasero por entre las sábanas. Unas veces lo metía entre ellas sin destapar, entonces le dejaba puesta la alambrera, un copete de alambres que se ponía para impedirnos meter los pies. Otras retiraba la parte de arriba y, sin alambrera, calentaba la de abajo. Así nos metíamos y nos acurrucábamos hasta que la emanación de nuestro propio calor nos permitía estirar las piernas.
       En principio habría un pimiento, una patata y un tomate por persona, pero solo mi padre y yo, los más tragones, comíamos las tres cosas, los demás preferían esto o aquello y mi madre se comía los restos de todos. Así la cosa se resolvía con el máximo de patatas posible, algunos tomates y un par de pimientos. C. apenas comía el relleno ni la salsa.
       Se lavaban los pimientos y los tomates. Las patatas se pelaban, limpiando todos los desperfectos que solían traer. Después a cada una de las piezas se le cortaba una tapa en la parte superior y se reservaba en remojo. Luego vaciaba los tomates con una cucharilla, limpiaba el interior de los pimientos y, con un cuchillo, ahuecaba las patatas.
       En cuenco aparte mezclaba la carne previamente picada, una cantidad equivalente de pan rallado, un huevo que había batido antes con un vasito de leche, una pizca de pimienta, un ajo y perejil, muy picaditos, añadiendo un poco de sal.
       El picado de la carne era algo que nos encantaba ver a todos. Digo ver porque no nos dejaba tocar. Había una máquina de hierro fundido que se atornillaba al borde de la mesa de la cocina. Se abría por la mitad y dentro se colocaban unas cuchillas u otras según se fuera a rallar pan, picar carne u otra cosa. Detrás se ponía algo así como un colador de agujeros grandes, mi madre lo llamaba “la universal”, en el extremo de una barra helicoidal terminada en un tornillo por delante y en una manivela por detrás. Se cerraba sobre si misma, se aseguraba con un pasador y se bloqueaba por delante con una palomilla. Así quedaba un depósito arriba, por el que se metía la materia a rallar, una manivela detrás y unos agujeritos delante por los que iba saliendo lo triturado. Algo de morboso tenía el ver salir los chorritos rosados que ella iba retirando a medida que asomaban.
       Dejaba la mezcla en reposo mientras preparaba un refrito con cebolla muy picada, los restos sacados del tomate, del pimiento y los de la patata que había rallado. Cuando consideraba que el refrito estaba a punto, hecho pero no tostado, lo echaba en el fondo de una cacerola de fondo muy ancho. Llenaba las patatas, los tomates y los pimientos con la mezcla de la carne y cubría cada uno con la tapa correspondiente. Colocaba las hortalizas rellenas encima del sofrito procurando mezclar de un modo armónico las tres. Lo acercaba al fuego y le echaba un vasito de vino blanco, una pizca de pimienta molida y sal. Lo dejaba cocer un cuarto de hora y después completaba con agua hasta que todo quedaba ligeramente cubierto. Después lo ponía en un sitio en que cociera muy lentamente un par de horas. De vez en cuando lo removía un poco, y añadía algo de agua tras probarlo con una cuchara de madera.
       Cuando lo servía, muy caliente, las hortalizas mantenían su forma y la salsa era espesa aunque no muy abundante.
       Nunca entendí a mis hermanos que rechazaban el pimiento o el tomate y solo se comían el relleno. La gracia estaba en la mezcla de sabores y ellos se la perdían. Las patatas se podían aplastar, sobre todo si el pan estaba escaso, cosa frecuente, y empapadas en la salsa, permitían dejar bien rebañado el plato.
       Aunque era una comida fuerte, alimenticia y que llenaba mucho, nunca se hacía para comer, solo para la cena. Al terminar se tenía una fuerte sensación de calor sobre todo si alguno de los pimientos picaba un poco o si mi madre se había pasado en la pimienta.

               INGREDIENTES PARA SEIS COMENSALES

Seis patatas, seis tomates y seis pimientos, no muy grandes.
Un cuarto de kilo de carne picada.
Cien gramos de pan rallado.
Un vasito de leche.
Un vasito de vino blanco.
Una cebolla grande.                  
Uno o dos huevos.
Un diente de ajo.
Una pizca de pimienta.
Perejil.
Dos cucharadas de aceite para el sofrito.

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