Muchas personas a las que durante esos años fuimos tomando cariño. Otras que no nos cayeron bien sin que eso enturbiara las aguas. Algunas intentaron hacernos daño, pero no traspasaron la piel.
Abrir una puerta al recuerdo, mirando hacia atrás sin ira, resulta conmovedor.
En verdad junto a la barbarie de los que dominan está el dulce sabor de los recuerdos. Sin nostalgia, pero con ternura. ¡Hay tanto hermoso en este pais nuestro! ¿Será por eso que, como dice mi amigo Parano, nos tienen manía?
Delante del dormitorio hay una acuarela que hizo a fines de los setenta el hermano de un compañero muy estimado. Fue un apunte naif, pero aquí ha estado más de treinta años recordando aquellos años.
Ahora, gracias a Raquel ha vuelto a brillar con toda la luz que merece.
Añado para mis sufridos lectores otra historia de La Hueta. Creo que no la había publicado aún. ¡Que os guste!
HISTORIA DE ADRA (99 – 32 AC)
Aquí en la alquería vivíamos
bien.
Estaba la Casa Grande, la
explanada, las pequeñas cabañas alrededor y los campos de cultivo. Mis padres
contaban que en otro tiempo había habido señores que mandaban en los demás.
Luego habían venido los hombres de Roma y se habían llevado a los más fuertes
después de vencerlos y quemarlo todo. Los viejos y los niños, se habían
refugiado en los bosques. Regresaron. Después pareció que Roma se hubiera olvidado de
aquella aldea de las montañas. La vida volvió. De nuevo cultivaron los campos,
rehicieron las cabañas y mis padres crecieron. Nací
yo, mis hermanos y otros. La Casa Grande, ahora una ruina, no volvió a
arreglarse, se destinó a redil. Las grandes piedras se usaron para hacer muros
en que apoyar las empalizadas de troncos, permaneciendo solo las grandes columnas en pie.
Esas y otras historias nos contaban mis padres
en las tardes frías cuando nos juntábamos alrededor del fuego después del
trabajo del día. Los viejos habían muerto, los niños, ya crecidos se habían ido
marchando lejos o se habían quedado. Solo estábamos unas pocas familias.
Durante el día los niños ayudaban a los mayores en el campo o con el ganado.
Las niñas recogíamos frutos del bosque, curtíamos pieles, cuidábamos a los
pequeños y aprendíamos a coser las ropas.
Nuestra vida era buena desde que florecían las
prímulas hasta que comenzaban los hielos. Luego el frío la volvía dura, pero
conseguíamos encontrar entretenimiento. Lo malo era que con el frío se nos
inflaban los dedos de los pies y las manos, nos picaban y a veces se nos
llenaban de llagas.
Había que hacer los trabajos pese al hielo y a
la nieve. Eso era duro. Los chicos lo tenían peor, todo el día fuera de las
chozas.
Además, estaban los lobos. Cuando la nieve
cubría lo alto de las montañas, bajaban a los valles. Veces hubo en que
intentaron asaltar los rediles, tal era su hambre. Los hombres y los muchachos
mayores salían a cazarlos. Era peligroso. Iban en manadas y se atrevían contra
los hombres aunque estos llevaran lanzas y largos cuchillos. Más de uno volvió
con las señales de sus dientes, heridas y desgarraduras. Algunos murieron a
causa de ello.
Cuando llegaba el buen tiempo los lobos volvían
a los altos y podíamos hacer la vida normal. Buscábamos bellotas, setas,
gamones, huevos de pájaros, fresas y moras. Las chicas nos adornábamos el pelo
con violetas, prímulas y flores de escaramujo. Los chicos nos perseguían y
había que procurar no quedarse nunca a solas con ellos.
Era el tiempo de las canciones, de las frutas,
del baño en los arroyos. Por la noche los mayores se reunían en la explanada
ante la empalizada y contaban de sus viajes, de los peligros del invierno, de
los viejos tiempos cuando la Casa Grande estaba en pie. Alguno de los que
habían regresado hablaba de las ciudades, del mar, de las grandes calzadas.
Siempre me había atraído lo que contaban. Decían
que Roma lanzaba caminos hacia todas partes. Los hacían con grandes piedras y
debajo ponían grava para que el agua no las deshiciera. Y las medían. Cada mil pasos
ponían una piedra larga en pie. Así se sabía lo que habían recorrido. Por
encima de las calzadas corrían los caballos y los carros llevando y trayendo el
poder de Roma.
Nos lo contó por vez primera un hombre
viejo, el primero que regresó. Hablaba de una calzada que llegaría desde los
mares del norte hasta Gades. Todavía no estaba completa. Según él, un hombre
podía ir en un carro desde Ampurias hasta Malaka cambiando los caballos en los
puestos de cambio. Cuando estuviera terminada llegaría hasta las columnas de
Hércules. Del héroe recibía su nombre. Vía Hércules.
No sabíamos dónde estaban aquellas
ciudades, tampoco sabíamos lo que era una ciudad. La imaginábamos como nuestra
aldea pero mucho mayor. El hombre aquel nos contaba que había templos para los
dioses, más grandes que todas nuestras cabañas juntas. Con grandes columnas de
piedra y figuras también de piedra contando las hazañas de los héroes, con
dioses de madera recubiertos de oro.
Todos decían que estaba loco, pero yo le creía.
Se hacía llamar Ambás.
Como yo le hacía caso, a mí me explicaba lo de
las grandes urbes. Las vías, los mercados, los templos, los palacios, los
lugares para los juegos, los circos y los teatros. Las matronas paseando en
sillas llevadas por esclavos, los comercios de vinos, de telas, de especias, de
alimentos llegados desde muy lejos. Las monedas y los adornos. También contaba
de las fiestas saturnales cuando empezaban los fríos; de las muchas formas de
vestir de las mujeres y de los hombres según del país del que procedieran. Me
hacía en la tierra dibujos de cosas que no entendía muy bien.
Yo soñaba con ellas, con Cartago Nova, Saguntum,
Tarraco. Me veía llevada en una silla por mis esclavos, vestida con las telas
traídas de otras tierras, telas que dejaban ver a su través y no pesaban. Nada
decía a los míos de estas cosas para que no me insultaran. Las guardaba dentro,
en mi cabeza y, cuando estaba sola, o todos dormían, cerraba los ojos y veía la
Vía Hércules. Un romano alto, vestido con chapas de metal me llevaba con él en
un carro ligero tirado por caballos blancos. Yo llevaba el pelo recogido en lo
alto de la cabeza, como decía Ambás que era costumbre de las mujeres romanas.
Vestía una túnica de color púrpura. Yo no lo
había visto nunca, pero Ambás decía que era el color más bonito. Me tapaba los pies. Tenía los brazos llenos de
ajorcas y en el cuello collares de metal amarillo. Los guerreros me miraban
pasar y seguían con sus caballos mi carro. Me bajaba en la puerta de una villa
con troncos de piedra sosteniendo los tejados. Los esclavos salían a recibirme
y echaban flores a mi paso. Los guerreros esperaban a mi puerta hasta que yo
quería dejarles entrar.
Les recibía recostada en el comedor. En una mesa
había jarras llenas de hidromiel y vinos del sur. En grandes cuencos de barro
cocido carnes asadas, jabalíes, conejos, venados y peces del mar, grandes como
corderos, salazones y panes dulces. Así me había contado Ambás la vida de una
cortesana a la que había servido como guardián cuando se liberó de los trabajos
en Vía Hércules.
Yo seguía haciendo la misma vida, pero, los
ratos libres, en vez de irme a jugar con las muchachas, me acercaba a la cabaña
de Ambás, para que me siguiera contando, para preguntarle.
--¿Cómo se arreglan el pelo las romanas?
--¿No se les agrietan las manos?
--¿Con qué se hace la pintura para la cara?
--¿Son muy altas?
Él contestaba lo que había visto, o lo que se
inventaba, yo no iba a contrariarle.
--El cabello depende mucho de los tiempos. No
siempre se lleva igual. Y la elegancia viene siempre de Roma. Lo que allí se
lleva se copia aquí.
--Las cortesanas se untan las manos con leche de
almendras, con aceites y perfumes. Cuando hace frío se cubren las manos con
lana tejida.
--Las cosas de pintarse las conocen los físicos.
Yo he llevado tizne de chimenea para cubrir las cejas y piojillos rojos de
higuera de pala para los labios. Luego lo mezclaban con oleos y aromas y se lo
vendían a las damas por monedas de oro.
--Hay algunas más altas que los hombres, sobre
todo las que proceden de Germanía o de Britania. Las hay pequeñitas como niños,
de tez morena. Y de todos los tamaños. Pero muchas se calzan unas sandalias que
las levantan más de una cuarta sobre el suelo.
Nunca me cansaba de preguntarle. Cada vez se me ocurrían nuevas cuestiones.
Luego en el rato de vigilia antes de dormir me imaginaba a mi misma en una u
otra situación. Y cuando me dormía, mis sueños siempre tenían algo que ver con
Vía Hércules.
Así pasó todo un otoño y un invierno. A finales
de la primavera mis padres me hablaron muy en serio. Yo iba a cumplir tres lustros
y era tiempo de buscarme marido. Ellos pondrían como dote una parte de sus
cabras, un terreno cercano de fácil riego y mantas de lana tejida. Había
varios, entre los hombres jóvenes, que me aceptarían como esposa. Mi madre me
explicó quienes eran y con cual convenía que me casara.
Yo aceptaba todo sin discutirlo. Por dentro algo
feroz se rebelaba en mí, pero no lo dejaba escapar. Callaba por fuera como una
buena hija. Y esperaba.
Vinieron el muchacho y sus padres. Yo le había visto
muchas veces en el monte, en las tierras de labor. Era uno más. Cuando se
hicieran los sacrificios sería mi dueño. Todas mis tripas se agitaban, pero yo
callaba y bajaba la cabeza.
Se fijó la ceremonia para antes de la recogida
de la cosecha. La anciana de la colina bajaría para sacrificar un cordero y
hacer los augurios. Luego yo pasaría a la vivienda de mi hombre y sería de su
propiedad, con mis cabras, mis tierras y mis mantas.
Aepté sumisa todo cuanto dijeron. En mi
interior planeaba otra cosa.
Había convencido, o eso creía yo, a Ambás para
que me llevara con él a Cartago Nova. Allí me ofrecería como pupila en casa de
alguna cortesana de Vía Hércules. Lo preparé todo con mucho sigilo. Conseguí
que la hermana de mi madre, vivía al otro lado de la montaña junto a un
robledal, estuviera de acuerdo en tenerme unos días en su choza. Me enseñaría a
hilar y a tejer. Eso me serviría muy bien en mi nueva situación.
Unos días antes de mi partida Ambás se había
marchado. Nadie lo echó de menos, quizá era yo la única con la que hablaba.
Salí de mañana para cruzar por la piedra del
agujero y estar al mediodía al otro lado en casa de mis familiares. El tiempo
era magnífico. Llevaba mi hatillo y un amplio sombrero de paja. Anduve por el
sendero mientras se me podía ver desde el poblado. En cuanto pude, me desvié y
fui a reunirme con Ambás que me había esperado en una covacha por la ruta del
norte.
Sabía que tardarían varios días en echarme de
menos. Para ellos yo estaba en casa de la familia. Solo cuando fueran a
buscarme a la semana siguiente se enterarían de que nunca había llegado, pero
entonces yo estaría muy lejos. Quizá en Cartago Nova, quizá en la villa de una
cortesana luciendo túnicas púrpura o paseando sobre coturnos por el borde del
mar.
Con los alimentos que había ido robando en casa
y dándoselos a Ambás, hicimos en dos días el camino hasta la caída del río
Mundo, cerca de las fundiciones griegas. Allí vendimos las cosas que yo había
llevado en el hatillo. Había estado ocultándolas desde que concebí la idea. Un
par de ajorcas labradas de mi madre, unos aretes de oro. Con lo que sacamos
compramos alimentos y continuamos nuestro camino. Ambás se cansaba y, de vez en
cuando, teníamos que reposar un poco. Por mí hubiéramos andado día y noche, tal
era mi deseo de llegar a Vía Hércules.
A la semana de nuestra salida de la aldea,
habíamos llegado cerca de Hélice Nova. Era una acumulación de edificaciones de
poca altura, pero muy extensa. En un lado se alzaban los antiguos templos de
Moloc y Astarté. Llegamos al oscurecer y Ambás pensó pasar la noche en unas
cuevas arriba de las rocas. Al salir el sol, me
hizo esperar oculta, lejos de las fortificaciones. Él se acercaría primero y
vería las posibilidades y peligros. No era conveniente que le acompañara.
Gastaría lo que nos quedaba, poco ya, en conseguir alimentos.
Todo el día lo pase esperándole, temiendo le
hubieran hecho algún daño. Pasado el mediodía empecé a creer que le habrían
matado. Esperé un poco más intentando pensar qué podría hacer yo sola sin la
ayuda de mi protector. Volver atrás era impensable. Desconocía la ruta, pero
estaba dispuesta a continuar. Seguiría hasta encontrar la Vía Hércules. El mar,
me había dicho Ambás, está por donde sale el sol. Seguiría ese camino.
La noche se acercaba. Me acurruqué en el mismo
lugar de la anterior para emprender la marcha al amanecer.
No me había dormido cuando las voces destempladas
de unos hombres, claramente ebrios, me sobresaltaron. Reconocía entre ellas la
de mi amigo. Entonces salí y me dirigía a él. Me cogió del brazo y dirigiéndose
a sus acompañantes les preguntó si había mentido o no. Al principio no le
entendía. ¿Qué quería decir?
De pronto, sujetándome fuerte con un brazo, me
desgarró la túnica con el otro, mostrándome desnuda a sus compañeros.
--¿Vale o no lo que habéis pagado?
La risotada bestial de aquellos hombres no
dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones.
En aquella noche de horror, sufrimiento y
humillación, lo más doloroso era sentirme engañada por el que yo había creído
mi amigo.
En algún momento, los dioses tuvieron piedad de
mí y perdí el sentido.
Al despertar, me hallé desnuda y sucia, envuelta
en vómitos, sangrando y magullada
Había una fuente. Me arrastré hacia ella y me
hundí en sus aguas intentando borrar el recuerdo de aquel horror. Cuando me
sentí menos sucia decidí alejarme. Seguí monte arriba para huir del regreso de
mis violadores. Mi cabeza era solo asco y odio. Estaba hambrienta, todo me daba
vueltas, hasta el agua se volvía amarga en mi garganta.
No sé como pude sobrevivir. Como una bestia del
monte. Pasé días y noches, entre el miedo, la pena y el rencor. Intentaba no
dormir para no ver en sueños el horror de aquella noche. Apenas puedo entender
por qué no morí.
El agua no escaseaba, comía bellotas verdes de
las encinas y gamones del suelo. Era hábil con las piedras, conseguí matar algún
conejo, algún pájaro. Los pelaba, y rasgándolos con una piedra picuda, les
limpiaba lo sucio. El resto lo devoraba crudo. No me atrevía a encender fuego y
tampoco sabía cómo hacerlo.
Una mañana oí la voz de Ambás que me llamaba.
Estaba allí abajo.
Parecía compungido. Me mostré desde arriba.
Díjose arrepentido. Le habían robado, después de aquella noche. Quería seguir
camino a Vía Hércules. Teníamos que olvidar lo pasado, volver a confiar uno en
el otro.
No sé qué me pasó. Una fiera dormida pareció
despertarse, pero solo por dentro. Por fuera era otra la que hablaba.
Aparentaba enfado, no demasiado hondo, como si fuera por poca cosa, como si,
sin perdonar aún, estuviera dispuesta a olvidar las injurias. Él se sintió
fuerte y le quitó importancia.
Se había dejado llevar, habían bebido mucho, no
querían hacerme daño. Se justificaba. Además si pretendía ser una cortesana
tenía que conocer lo que deseaban los hombres de mí. Es verdad que aquellos se
habían excedido, no contaba él con que actuaran tan brutalmente.
La Adra de fuera, aparentó ceder, aceptar
las disculpas. Se quejó de abandono, como si verdaderamente le necesitara. Le
pedí ayuda. Allí estaba cubierta con ropas desgarradas, hambrienta. Si él me
trajera...
Yo presenciaba aquella astucia desde dentro de
mí y dejaba hacer. Ambás pareció convencido. Prometió traer ropa y alimentos.
Se fue y regresó a la tarde con una túnica, salazones y fruta. Todavía el ser
astuto que yo mostraba fuera, fingió necesidad de seguir sola un tiempo. Tenía
que comprender. Había sido muy duro. Ambás aceptó todo. Varios días continuó
viniendo a la fuente, cada vez traía alguna cosa nueva.
Yo le miraba desde dentro con más desprecio, con
mayor deseo de venganza. Por fuera parecía cada vez más próxima al perdón. Y,
por fin, una tarde, me escuché con asombró proponiendo al infame un pacto de
amistad. Volveríamos al camino. Pero, sin nada con qué comprar...
Debía volver a Hélice y traer a la fuente a los
del otro día. Yo estaba ya repuesta y preparada para hacer de grado lo que
aquella noche había hecho por violencia. Podríamos sacarles buenas monedas. Les
haría pasar una noche inolvidable. Pero necesitaba comida, antorchas, algunos mantos. Prepararía las cosas
al lado de la fuente y les daría todo lo que quisieran y mucho más que ni
siquiera imaginaban.
No sé de qué manera, con qué dulzura, hice mi
propuesta mientras dentro de mí la otra Adra, totalmente distinta iba trazando
su plan. Ambás pareció convencido.
Trajo lo que le había pedido. Aseguró que
regresaría con aquellos hombres. Ya les tenía casi convencidos, incluso habían adelantado algo para comprar las cosas
que me iba trayendo. Yo tenía razón, era una buena forma de conseguir con qué
seguir el viaje. Se le veía satisfecho.
Mi yo de fuera seguía manipulándole.
Tenía que comprender. No podía presentarme ante
los invitados tal como estaba. Sería bueno que trajera también algunos
ungüentos y oleos para restaurar un poco lo que el sol y la intemperie habían
producido. Convenía que esa noche trajeran manjares frescos y vinos. Era
conveniente que cobrara el precio antes, no fueran a negarse después a pagarle.
Tenía que sacarles todo lo posible. Iba a ser una fiesta única. Él también
participaría. Vería de todo lo que era capaz.
Ambás hizo todo tal como le pedía.
La dulce Adra de fuera estaba complacida. Lo
prepararía todo para la noche siguiente. Me acerqué a él con mi mejor sonrisa,
destilando miel, el mismo Ambás me había explicado como se movían las cortesanas
cuando querían seducir a alguien. La Adra interior rugía de rabia, pero de mi
boca sólo salían dulces susurros.
Debía ayudarme a preparar una estancia donde
poder recibir a los invitados. Tres paredes de piedra, una techumbre, unas
ramas que cubrieran la entrada.
Trabajó todo el día hasta dejarlo hecho según mi
idea. Se marchó sonriente, satisfecho de mi buena actitud. Me manejaba como
quería, parecía pensar. Y mi gesto de sumisión y mi sonrisa le aseguraban mis
intenciones.
Toda esa noche trabajé sin descanso. Ambás había
dejado terminado lo más duro para que cupiéramos dentro seis o siete personas.
Faltaba completar. Alisé el suelo, lo cubrí con hierbas aromáticas, con los
mantos. Y por todas partes, tejado, suelo, paredes fui untando la resina que
había estado recogiendo desde que Ambás volvió. Debía
parecer el portal de mi villa. Unas ramas secas cerraban por delante a modo de
cortinas, no menos impregnadas de resina.
Cuando Ambás llegó al día siguiente, aquello
debía tener muy buen aspecto. Su sonrisa lo mostraba. Me trajo todo lo que le
había pedido y prometió volver con sus amigos a la caída del sol. Me bañé en la
fuente, me ungí con los perfumes y ungüentos, peiné mis cabellos adornándolos
con flores del campo y esperé que llegaran.
Había caído el
sol cuando sentí sus voces. Venían
gozosos, algo tenían ya bebido. Traían en las manos antorchas, manjares
y odres de vino. Yo estaba poseída por aquel ser ajeno. Me veía salir a recibirles, sonriente. Acomodarles
con caricias y risas, jugar con mis encantos sin dejar que pasaran más allá de
las miradas. Poco a poco fueron enredándose en mis redes. Mi cuerpo,
desconocido para mí, se iba llenando más y más de sugerencias a los ojos de
aquellos desalmados. Se creían en la villa de una de esas cortesanas que Ambás
me había contado. Mientras yo alargaba lo que estaba esperando. El calor de las
antorchas hacia oler la resina que lo impregnaba todo. En la entrada casi
goteaba.
Los seis daban señales de una fuerte embriaguez.
Les había hecho reclinarse al fondo, sobre los mantos. Llamé su atención, les
dejé a oscuras y salí de la estancia con las antorchas. Los seis, recostados,
miraban esperando lo que fuera a ocurrir.
Con las antorchas en la mano trace unos pasos
como si danzara. En uno de los giros hundí las llamas en las ramas que hacían
de puerta. Mientras prendían me quité la túnica y quedé ante el fuego, desnuda.
Sorprendidos siguieron contemplando sin poder reaccionar. ¿Era aquello una
parte del baile?
Un momento después todo ardía a su alrededor. La
resina caliente había convertido en una llama el techo y el interior de la
estancia. Alguno consiguió levantarse. Llovía fuego que prendió sus ropas
volviéndoles antorchas vivas. Yo me había retirado al otro lado de la fuente.
Los que intentaron atravesar las ardientes cortinas salieron convertidos en
antorchas humanas. Iban cayendo al suelo terminando de arder.
Yo contemplaba su sufrimiento sin sentir otra
cosa que la satisfacción por mi venganza cumplida. Seguí allí hasta ver como el
muro de piedra caía sobre Ambas que, no habiendo conseguido levantarse, ardía
sin parar.
Por la mañana, apagué los rescoldos, rebusqué
entre los restos aquello que no ardía, las monedas, las joyas y los cuchillos.
Baje al pueblo cubierta con uno de los mantos que había reservado a tal fin.
Debían ser muy ricos. Vendí los puñales, las
ajorcas, los anillos y las cadenas. Compré caballerías, un esclavo y aún tuve
suficiente para llegar hasta la costa
y establecerme allí, junto a Vía Hércules.
Alquilé una pequeña villa que más adelante pude
adquirir. Prosperé vendiendo mis favores a cambio de buenas monedas.
Nunca hubo cortesana más hábil, mejor
solicitada, ni más rica.
Nunca regresé a la aldea de las montañas.
Nunca
volví a reír. Mi cara siempre tuvo la misma mueca de aparente sonrisa.
Adra la cortesana sepultó para siempre a la
joven Adra que había partido de la sierra años atrás.
Nadie pudo presumir nunca de haberme burlado en
balde.
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