viernes, 21 de febrero de 2014

LA INGENUIDAD CULPABLE

       Se lleva mucho últimamente adoptar actitudes ingenuas ante situaciones varias. Es aquello que veíamos en las películas antiguas, claramente machistas, en las mujeres protagonistas o no. Nos enfadaba entonces y ahora con mayor razón.
        Eso de la fémina que no se entera, que pone cara de sorpresa, que sonríe inocentemente y se hace la tonta, estuvo siempre pasado de moda, pero valía en el cine de masas. Ahora cada día vemos a personajes públicos femeninos que utilizan el viejo truco para disimular sus crímenes o los de los suyos. Digo crimen en el sentido de "acción muy reprobable". 
        Mirar hacia otro lado cuando se ve un coche deportivo nuevo en el garaje de casa, no enterarse de las actividades delictivas de su cónyuge, admitir como cosas de hombres los negocios mafiosos, no dudar de la legalidad en el enriquecimiento repentino de los de su casa, etc.,etc. Todo ello entra en el mismo esquema de las mujeres floreros. ¿Inocentes? ¡Criminales por complicidad!.
        Y sería aceptable si esas mujeres no estuvieran dirigiendo un ministerio, ocupando altos cargos en una comunidad o incluso dirigiéndola.
       Pero se ve que resulta. Los grandes partidos eligen, contratan o lo que sea a féminas con carita angelical, sonrisa dulce y facilidad de excusas. Como lo importante es que sirvan a los intereses del partido, el que aparezcan como estúpidas ante los Media no importa. Sonríen, se sonrojan y afirman no saber nada del asunto.
       Y nos lo tragamos. ¿Hasta cuándo?
        
       Incluyo un nuevo cuento, esta vez de "Historias de la Hueta".
       Por cierto: si alguien lo lee agradecería un comentario aunque no fuera elogioso. Gracias por adelantado.
Nací en la casa grande de la villa. Mis padres eran ciudadanos de Roma desde que Cesar concedió a los habitantes de Gades la ciudadanía. Yo era pues romano. Como lo fueron mis padres, mis hermanas y lo serían mis hijos.
Mi padre había luchado contra Pompeyo en Munda, fue malherido pero sobrevivió. Los dioses le propiciaron un buen físico que curó sus heridas. César le concedió estas tierras; las casas, las huertas y los labrantíos; como edil honorífico de Castrum Altum. Con obligación de proporcionar alojamiento y comida a un manípulo de soldados encargados de poner coto a los desmanes de los pompeyanos que, al ser vencidos, se habían dedicado al bandidaje. También le casó con mi madre, que tenía una buena dote.    
Él era un hombre silencioso entregado a fomentar la prosperidad de las tierras que le habían sido dadas. Trataba a todos con cordialidad pese a que las secuelas de sus heridas le hacían sufrir fuertes dolores. Cuando estos se hacían insoportables, se refugiaba en la casa y no se dejaba ver sino de mi madre.
Ella atendía a todos, dirigía el trabajo de las esclavas, nos educaba a mis tres hermanas y a mí dentro de sus posibilidades. Perteneciente a una familia patricia de Gades, en su infancia había aprendido el griego y leía y escribía la lengua del Lacio. Ella era quien nos había enseñado a leer en los rollos de pergamino, poseía varios de poetas, y a escribir en las tablillas de cera. A todos menos a mi hermana Lidia, que había de ser vestal. De todos modos al ser la más pequeña no hubiera sacado mucho en claro.
Habían llegado allí trayendo sus propios esclavos, la familia de mi madre era rica y  había aportado una dote considerable. Encontraron la vieja alquería abandonada. Una edificación grande de piedra y otras varias adjuntas o separadas. Según contaban todo era una ruina. Aunque se observaba había tenido una especie de amurallamiento conservado en parte.
Mi padre no escatimó esfuerzos. Derribó lo no seguro, reconstruyo lo habitable. Allanó, amplió, hizo y deshizo a su gusto. Cuando nací, al cabo de doce años, tras mi hermana Lavinia, la reconstrucción había terminado y, según mi padre en sus buenos momentos, “era irreconocible”. Al ir  creciendo pude darme cuenta de su obra. Había unido la villa de recreo con la fortaleza contra los bandidos. Era al mismo tiempo una alquería muy productiva, una elegante quinta y un castro bien protegido.
Mi infancia fue muy feliz. Jugaba con mis hermanas mayores, Inés y Lavinia, y con los hijos de los esclavos. Éramos una multitud de pequeños bandidos siempre dispuestos a la diversión.
Pese a las advertencias de mi madre para que no nos alejáramos fuera de la mirada de nuestras gentes, recorríamos los bosques, trepábamos a los riscos, nos bañábamos en los arroyos, escalábamos las cascadas. No había rincón que no hubiera despertado con nuestras risas y carreras.
Perseguíamos a los ciervos, a las cabras monteses, incluso a los jabalíes, a las jinetas y hasta a los linces. Trepábamos a los árboles, construíamos cabañas de palos.
Los soldados y los esclavos eran nuestros cómplices evitando, con su silencio, el disgusto de nuestros padres si ocurría algún percance. A veces sucedían. Se nos amonestaba con severidad, pero sin rudeza. Mi padre, bajo su apariencia adusta, era un verdadero panal de miel. Nosotros hacíamos promesas firmes de corregirnos. Y no mentíamos. Pero, volvíamos a las andadas hasta el siguiente accidente. No recuerdo nada grave, gracias a los dioses. Alguna torcedura, herida o moretón; la pérdida de alguna pieza más o menos valiosa y alguna cratera que no volvió a servir. Poca cosa. Mi madre encendía una linterna en el altar de los Penates y todo seguía adelante
El tiempo pasó y fui creciendo sin haber salido de nuestra sierra. Al llegar a la edad en que se me impuso la toga pretesta todo cambió. Mi padre había manumitido a su más fiel esclavo y a su hijo, Julius, mi compañero de juegos hasta entonces y a partir de mi mayoría mi compañero fiel.
Había que dejar los juegos. Mi padre sufría cada vez más los achaques de las viejas heridas y yo debía hacerme cargo de  la administración de las tierras.
 Hube de salir de aquel rincón, por vez primera, para acompañar a mi madre a Basti donde entregó a Lidia, la pequeña, en el templo de Vesta. Justo que fuera yo quien la llevara. Mis padres habían ofrecido a la diosa esa dedicación si les nacía un varón. Cuando yo nací, Inés había superado los ocho años y ya no sería aceptada. Lavinia tenía la salud delicada y no les parecía bien entregarla al templo. Durante muchos años no hubo nacimientos. Mi madre decía siempre que era un castigo de la diosa por no haber cumplido su promesa. Mi padre era escéptico y le echaba la culpa a sus viejas heridas. De pronto, casi al final de su vida fértil, mi madre concibió nuevamente. Pese a la edad de mis padres Lidia nació con una salud de hierro.
 Mi madre había bajado hasta Basti para recibir consejos de la Sacerdotisa Máxima. Se trajo una esclava nueva y la  dedicó a su futura vestal. A Lidia la veíamos una vez al día cuando se abría el altar familiar a la caída de la tarde. La niña que mi madre entregó en el templo con la dote de una reina era alguien tan desconocido para mí como yo para ella. 
La ciudad me sorprendió. Los templos, el foro, el teatro. No me gustó. Demasiada gente ociosa. Con alegría deseaba volver a nuestro refugio de las montañas. No así mi madre. En Basti se la veía moverse con una soltura que a mí me faltaba. Hasta parecía más joven.
Regresamos cargados con todas las compras que allí habíamos hecho. Mi  madre no había dejado de aprovechar la ocasión para llenar los huecos en que al ir llevábamos a mi hermana, su esclava y la carga correspondiente. Incluso hubo de ponerse carga al semental y las dos mulas nuevas adquiridas para la quinta.          Habían pasado quince jornadas cuando entramos en casa. Yo deseando reintegrarme a mis obligaciones, Julius había ayudado a mi padre esos días, y mi madre con historias para contar durante todo el invierno.
Los viajes a Castrum Altum fueron muy frecuentes desde entonces. En menos de media jornada llegaba a pie, en mucho menos si iba a caballo. A la vuelta de uno de esos viajes, un otoño, encontré a mi padre totalmente postrado. Sus dolores debían ser terribles. Pese a su resistencia, se retorcía en el lecho.
 En la pequeña ciudad había conocido  a un discípulo de Esculapio con fama de sabio. Era un hombre relativamente joven y cuando le había contado donde vivía pareció interesado. Regresé por él. Aceptó venir de inmediato. Preparó sus cosas en un momento y volvimos a la quinta.
Fauno, así llamaban al físico, intentó toda clase de tratamientos, desde la sangría al masaje, la pócima revulsiva, las hierbas, todo en vano. Los dolores no cesaban y la inflamación de las articulaciones era cada vez mayor. No habiendo encontrado remedio para la dolencia, nos aconsejó llevar a mi padre a los baños de Tus, cerca del río del mismo nombre, al otro lado de las montañas. Al parecer sus aguas tenían efectos prodigiosos. Había oído mucho sobre ello. Incluso conocía familias de Basti que iban algunas semanas al año.  Atravesando las montañas por el cauce del río podríamos llegar en una o dos jornadas.
No sabíamos el tiempo que mi padre habría de permanecer allí. El traslado habría de hacerse en mula, pero como él no resistiría ir montado, hubimos de hacer unas angarillas a las que le llevábamos atado.
Aún cuando hacía ya tiempo no se habían vuelto a tener noticias de los pompeyanos, una parte de los soldados vendría con nosotros así como mi madre, incapaz de abandonar a mi padre en aquella situación. Ella no quería dejar a mis hermanas sin su compañía así que también irían.
El padre de Julius se haría cargo de dirigir todo hasta nuestro regreso. Julius y yo nos encargaríamos de llevarles, acomodarles en el lugar y  buscarles  alojamiento digno. Volveríamos con los soldados para atender nuestras obligaciones.Al llegar la primavera, cuando se hubieran derretido las nieves, regresaríamos a buscarles.           
Tardamos más días de los previstos en llegar. Aunque la distancia no era mucha no había caminos y mi padre no soportaba demasiado tiempo la marcha. Nos deteníamos con mucha frecuencia. La comitiva debía resultar impresionante. Los soldados, las mulas de carga, aquellas en que iban mis hermanas y mi madre, la de mi padre, nuestros caballos, los esclavos y las bestias de repuesto.
Atravesando el paso junto a la piedra del agujero pasamos, no sin dificultades, a la otra vertiente. Luego, por el monte llegamos hasta las fuentes del Tus. Hubimos de bajar por el mismo cauce del río para pasar las últimas montañas. Al fin llegamos al lugar de los baños.
Se había ido formando una pequeña población en torno a las aguas termales. Diríase una pequeña Roma por lo ordenado y limpio. Me recordó el bullicio de Basti.  Nuestra entrada constituyó un espectáculo.
Gentes de lugares muy lejanos se habían aposentado en pequeñas villas, sin los lujos de una mansión, pero no carentes de comodidades. Había toda una gama de personas acomodadas manteniendo una vida casi urbana. Mi madre que siempre echaba de menos su Gades natal estaba muy contenta.
Permanecimos una semana, el tiempo de dejarles bien alojados y atendidos. Compramos una pequeña villa que los esclavos terminarían de acomodar. Regresé con Julius, las bestias y los soldados en solo una jornada.
Ese invierno me convertí en un hombre. Yo era quien decidía lo que había de hacerse en todo momento y eso me hizo madurar. Al principio me supuso un gran esfuerzo incluso llegué a no dormir pensando en las tareas del día siguiente. Con la ayuda de Julius y su padre, todo se normalizó. Hubo mucha nieve y mucha caza. Fui haciéndome cargo de mi puesto sin demasiada dificultad.
Así, cuando al llegar la primavera regresé a los baños, mis padres se encontraron con un Lino muy diferente del que les había traído hasta allí.
Mi padre había superado bastante su enfermedad. Los dolores eran ya soportables. En todo caso habían encontrado un lugar placentero para pasar su vejez y mi madre se negaba a dejar a mi padre sin sus baños. Por otro lado habían desposado a Lavinia con el hijo de un comerciante de Cartago Nova y los desposorios de Inés estaban tratándose. Incluso me propusieron quedarme con ellos y dejar las tierras en manos de Julius y su padre. Podría ir y venir con frecuencia.
Ni siquiera me tentó la propuesta. No me interesaba nada fuera de nuestro valle. Solo pasé  una semana y ya echaba de menos los bosques, las rocas, la hacienda toda. 
Mis padres habían decidido permanecer allí mientras los dioses se lo concedieran. Era justo. Él había encontrado viejos compañeros de armas y era feliz pese a su dolencia. Mi madre también lo era organizando la vida de sus hijas, relacionándose con otras matronas.
Ante el magistrado, aquello tenía la organización de una pequeña ciudad, me hizo entrega mi padre de todos sus bienes, excepción hecha de las dotes para mis hermanas. Yo podría pasar con ellos algunas temporadas cuando mis obligaciones no me lo impidieran.

De este modo me vi dueño de las tierras que tanto amaba. Regresé a ellas con la promesa de visitarles  al menos un par de veces al año. Cada cierto tiempo les haría llegar provisiones y viáticos con que mantener su estatus. 
Por entonces supimos de la proclamación de Octaviano como Augusto. La República dejaba de ser cosa de todos para convertirse en propiedad del Emperador. Hubo mucho movimiento de soldados, pero cuando se proclamó el edicto de empadronamiento todo el Imperio estaba en paz y yo era padre de mi primer hijo. Había desposado a una joven de Castrum Altum, hija de un rico propietario. Claudia contribuyo a que mi vida se llenara dándome su compañía, su consejo y unos hijos sanos y fuertes.
Tras el largo periodo de Octavio Augusto los emperadores duraban poco. Las noticias de Roma no eran muy gratas. Por el poder los unos mataban a los otros. Cambiaban los emperadores como el tiempo. Pero Roma estaba lejos y aquí sonaban las noticias como una tormenta lejana.
Mi vida eran estas montañas. 
Mantuve mi autoridad, mi consejo y mi integridad. Y así, viendo a los hijos de los hijos de mis hijos jugar, como yo lo había hecho muchos años atrás, morí, siendo el año ochocientos trece desde la fundación de Roma, noveno tras la proclamación de Nerón como Imperator. 


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