Eso de la fémina que no se entera, que pone cara de sorpresa, que sonríe inocentemente y se hace la tonta, estuvo siempre pasado de moda, pero valía en el cine de masas. Ahora cada día vemos a personajes públicos femeninos que utilizan el viejo truco para disimular sus crímenes o los de los suyos. Digo crimen en el sentido de "acción muy reprobable".
Mirar hacia otro lado cuando se ve un coche deportivo nuevo en el garaje de casa, no enterarse de las actividades delictivas de su cónyuge, admitir como cosas de hombres los negocios mafiosos, no dudar de la legalidad en el enriquecimiento repentino de los de su casa, etc.,etc. Todo ello entra en el mismo esquema de las mujeres floreros. ¿Inocentes? ¡Criminales por complicidad!.
Y sería aceptable si esas mujeres no estuvieran dirigiendo un ministerio, ocupando altos cargos en una comunidad o incluso dirigiéndola.
Pero se ve que resulta. Los grandes partidos eligen, contratan o lo que sea a féminas con carita angelical, sonrisa dulce y facilidad de excusas. Como lo importante es que sirvan a los intereses del partido, el que aparezcan como estúpidas ante los Media no importa. Sonríen, se sonrojan y afirman no saber nada del asunto.
Y nos lo tragamos. ¿Hasta cuándo?
Incluyo un nuevo cuento, esta vez de "Historias de la Hueta".
Por cierto: si alguien lo lee agradecería un comentario aunque no fuera elogioso. Gracias por adelantado.
Nací
en la casa grande de la villa. Mis padres eran ciudadanos de Roma desde que
Cesar concedió a los habitantes de Gades la ciudadanía. Yo era pues romano.
Como lo fueron mis padres, mis hermanas y lo serían mis hijos.
Mi
padre había luchado contra Pompeyo en Munda, fue malherido pero sobrevivió. Los
dioses le propiciaron un buen físico que curó sus heridas. César le concedió
estas tierras; las casas, las huertas y los labrantíos; como edil honorífico de
Castrum Altum. Con obligación de proporcionar alojamiento y comida a un
manípulo de soldados encargados de poner coto a los desmanes de los pompeyanos
que, al ser vencidos, se habían dedicado al bandidaje. También le casó con mi
madre, que tenía una buena dote.
Él
era un hombre silencioso entregado a fomentar la prosperidad de las tierras que
le habían sido dadas. Trataba a todos con cordialidad pese a que las secuelas
de sus heridas le hacían sufrir fuertes dolores. Cuando estos se hacían
insoportables, se refugiaba en la casa y no se dejaba ver sino de mi madre.
Ella
atendía a todos, dirigía el trabajo de las esclavas, nos educaba a mis tres
hermanas y a mí dentro de sus posibilidades. Perteneciente a una familia
patricia de Gades, en su infancia había aprendido el griego y leía y escribía
la lengua del Lacio. Ella era quien nos había enseñado a leer en los rollos de
pergamino, poseía varios de poetas, y a escribir en las tablillas de cera. A
todos menos a mi hermana Lidia, que había de ser vestal. De todos modos al ser la
más pequeña no hubiera sacado mucho en claro.
Habían
llegado allí trayendo sus propios esclavos, la familia de mi madre era rica
y había aportado una dote considerable.
Encontraron la vieja alquería abandonada. Una edificación grande de piedra y
otras varias adjuntas o separadas. Según contaban todo era una ruina. Aunque se
observaba había tenido una especie de amurallamiento conservado en parte.
Mi
padre no escatimó esfuerzos. Derribó lo no seguro, reconstruyo lo habitable.
Allanó, amplió, hizo y deshizo a su gusto. Cuando nací, al cabo de doce años,
tras mi hermana Lavinia, la reconstrucción había terminado y, según mi padre en
sus buenos momentos, “era irreconocible”. Al ir
creciendo pude darme cuenta de su obra. Había unido la villa de recreo
con la fortaleza contra los bandidos. Era al mismo tiempo una alquería muy
productiva, una elegante quinta y un castro bien protegido.
Mi
infancia fue muy feliz. Jugaba con mis hermanas mayores, Inés y Lavinia, y con
los hijos de los esclavos. Éramos una multitud de pequeños bandidos siempre
dispuestos a la diversión.
Pese
a las advertencias de mi madre para que no nos alejáramos fuera de la mirada de
nuestras gentes, recorríamos los bosques, trepábamos a los riscos, nos
bañábamos en los arroyos, escalábamos las cascadas. No había rincón que no
hubiera despertado con nuestras risas y carreras.
Perseguíamos
a los ciervos, a las cabras monteses, incluso a los jabalíes, a las jinetas y
hasta a los linces. Trepábamos a los árboles, construíamos cabañas de palos.
Los
soldados y los esclavos eran nuestros cómplices evitando, con su silencio, el
disgusto de nuestros padres si ocurría algún percance. A veces sucedían. Se nos
amonestaba con severidad, pero sin rudeza. Mi padre, bajo su apariencia adusta,
era un verdadero panal de miel. Nosotros hacíamos promesas firmes de
corregirnos. Y no mentíamos. Pero, volvíamos a las andadas hasta el siguiente
accidente. No recuerdo nada grave, gracias a los dioses. Alguna torcedura,
herida o moretón; la pérdida de alguna pieza más o menos valiosa y alguna
cratera que no volvió a servir. Poca cosa. Mi madre encendía una linterna en el
altar de los Penates y todo seguía adelante
El
tiempo pasó y fui creciendo sin haber salido de nuestra sierra. Al llegar a la
edad en que se me impuso la toga pretesta todo cambió. Mi padre había
manumitido a su más fiel esclavo y a su hijo, Julius, mi compañero de juegos
hasta entonces y a partir de mi mayoría mi compañero fiel.
Había
que dejar los juegos. Mi padre sufría cada vez más los achaques de las viejas
heridas y yo debía hacerme cargo de la
administración de las tierras.
Hube de salir de aquel rincón, por vez
primera, para acompañar a mi madre a Basti donde entregó a Lidia, la pequeña,
en el templo de Vesta. Justo que fuera yo quien la llevara. Mis padres habían
ofrecido a la diosa esa dedicación si les nacía un varón. Cuando yo nací, Inés
había superado los ocho años y ya no sería aceptada. Lavinia tenía la salud
delicada y no les parecía bien entregarla al templo. Durante muchos años no
hubo nacimientos. Mi madre decía siempre que era un castigo de la diosa por no
haber cumplido su promesa. Mi padre era escéptico y le echaba la culpa a sus
viejas heridas. De pronto, casi al final de su vida fértil, mi madre concibió
nuevamente. Pese a la edad de mis padres Lidia nació con una salud de hierro.
Mi madre había bajado hasta Basti para recibir
consejos de la Sacerdotisa Máxima. Se trajo una esclava nueva y la dedicó a su futura vestal. A Lidia la veíamos
una vez al día cuando se abría el altar familiar a la caída de la tarde. La
niña que mi madre entregó en el templo con la dote de una reina era alguien tan
desconocido para mí como yo para ella.
La ciudad me sorprendió. Los templos, el
foro, el teatro. No me gustó. Demasiada gente ociosa. Con alegría deseaba
volver a nuestro refugio de las montañas. No así mi madre. En Basti se la veía
moverse con una soltura que a mí me faltaba. Hasta parecía más joven.
Regresamos
cargados con todas las compras que allí habíamos hecho. Mi madre no había dejado de aprovechar la
ocasión para llenar los huecos en que al ir llevábamos a mi hermana, su esclava
y la carga correspondiente. Incluso hubo de ponerse carga al semental y las dos
mulas nuevas adquiridas para la quinta. Habían
pasado quince jornadas cuando entramos en casa. Yo deseando reintegrarme a mis
obligaciones, Julius había ayudado a mi padre esos días, y mi madre con historias
para contar durante todo el invierno.
Los
viajes a Castrum Altum fueron muy frecuentes desde entonces. En menos de media
jornada llegaba a pie, en mucho menos si iba a caballo. A la vuelta de uno de esos
viajes, un otoño, encontré a mi padre totalmente postrado. Sus dolores debían
ser terribles. Pese a su resistencia, se retorcía en el lecho.
En la pequeña ciudad había conocido a un discípulo de Esculapio con fama de
sabio. Era un hombre relativamente joven y cuando le había contado donde vivía
pareció interesado. Regresé por él. Aceptó venir de inmediato. Preparó sus
cosas en un momento y volvimos a la quinta.
Fauno,
así llamaban al físico, intentó toda clase de tratamientos, desde la sangría al
masaje, la pócima revulsiva, las hierbas, todo en vano. Los dolores no cesaban
y la inflamación de las articulaciones era cada vez mayor. No habiendo
encontrado remedio para la dolencia, nos aconsejó llevar a mi padre a los baños
de Tus, cerca del río del mismo nombre, al otro lado de las montañas. Al
parecer sus aguas tenían efectos prodigiosos. Había oído mucho sobre ello.
Incluso conocía familias de Basti que iban algunas semanas al año. Atravesando las montañas por el cauce del río
podríamos llegar en una o dos jornadas.
No
sabíamos el tiempo que mi padre habría de permanecer allí. El traslado habría
de hacerse en mula, pero como él no resistiría ir montado, hubimos de hacer unas
angarillas a las que le llevábamos atado.
Aún
cuando hacía ya tiempo no se habían vuelto a tener noticias de los pompeyanos,
una parte de los soldados vendría con nosotros así como mi madre, incapaz de
abandonar a mi padre en aquella situación. Ella no quería dejar a mis hermanas
sin su compañía así que también irían.
El
padre de Julius se haría cargo de dirigir todo hasta nuestro regreso. Julius y
yo nos encargaríamos de llevarles, acomodarles en el lugar y buscarles
alojamiento digno. Volveríamos con los soldados para atender nuestras
obligaciones.Al
llegar la primavera, cuando se hubieran derretido las nieves, regresaríamos a
buscarles.
Tardamos más días de
los previstos en llegar. Aunque la distancia no era mucha no había caminos y
mi padre no soportaba demasiado tiempo la marcha. Nos deteníamos con mucha
frecuencia. La comitiva debía resultar impresionante. Los soldados, las mulas
de carga, aquellas en que iban mis hermanas y mi madre, la de mi padre,
nuestros caballos, los esclavos y las bestias de repuesto.
Atravesando
el paso junto a la piedra del agujero pasamos, no sin dificultades, a la otra
vertiente. Luego, por el monte llegamos hasta las fuentes del Tus. Hubimos de
bajar por el mismo cauce del río para pasar las últimas montañas. Al fin
llegamos al lugar de los baños.
Se
había ido formando una pequeña población en torno a las aguas termales. Diríase
una pequeña Roma por lo ordenado y limpio. Me recordó el bullicio de Basti. Nuestra entrada constituyó un espectáculo.
Gentes
de lugares muy lejanos se habían aposentado en pequeñas villas, sin los lujos
de una mansión, pero no carentes de comodidades. Había toda una gama de personas
acomodadas manteniendo una vida casi urbana. Mi madre que siempre echaba de
menos su Gades natal estaba muy contenta.
Permanecimos
una semana, el tiempo de dejarles bien alojados y atendidos. Compramos una
pequeña villa que los esclavos terminarían de acomodar. Regresé con Julius, las
bestias y los soldados en solo una jornada.
Ese
invierno me convertí en un hombre. Yo era quien decidía lo que había de hacerse
en todo momento y eso me hizo madurar. Al principio me supuso un gran esfuerzo
incluso llegué a no dormir pensando en las tareas del día siguiente. Con la
ayuda de Julius y su padre, todo se normalizó. Hubo mucha nieve y mucha caza. Fui
haciéndome cargo de mi puesto sin demasiada dificultad.
Así,
cuando al llegar la primavera regresé a los baños, mis padres se encontraron
con un Lino muy diferente del que les había traído hasta allí.
Mi
padre había superado bastante su enfermedad. Los dolores eran ya soportables.
En todo caso habían encontrado un lugar placentero para pasar su vejez y mi
madre se negaba a dejar a mi padre sin sus baños. Por otro lado habían
desposado a Lavinia con el hijo de un comerciante de Cartago Nova y los
desposorios de Inés estaban tratándose. Incluso me propusieron quedarme con
ellos y dejar las tierras en manos de Julius y su padre. Podría ir y venir con
frecuencia.
Ni
siquiera me tentó la propuesta. No me interesaba nada fuera de nuestro valle. Solo
pasé una semana y ya echaba de menos los
bosques, las rocas, la hacienda toda.
Mis
padres habían decidido permanecer allí mientras los dioses se lo concedieran.
Era justo. Él había encontrado viejos compañeros de armas y era feliz pese a su
dolencia. Mi madre también lo era organizando la vida de sus hijas,
relacionándose con otras matronas.
Ante
el magistrado, aquello tenía la organización de una pequeña ciudad, me hizo
entrega mi padre de todos sus bienes, excepción hecha de las dotes para mis
hermanas. Yo podría pasar con ellos algunas temporadas cuando mis obligaciones
no me lo impidieran.
De
este modo me vi dueño de las tierras que tanto amaba. Regresé a ellas con la
promesa de visitarles al menos un par de
veces al año. Cada cierto tiempo les haría llegar provisiones y viáticos con
que mantener su estatus.
Por
entonces supimos de la proclamación de Octaviano como Augusto. La República
dejaba de ser cosa de todos para convertirse en propiedad del Emperador. Hubo
mucho movimiento de soldados, pero cuando se proclamó el edicto de
empadronamiento todo el Imperio estaba en paz y yo era padre de mi primer hijo.
Había desposado a una joven de Castrum Altum, hija de un rico propietario.
Claudia contribuyo a que mi vida se llenara dándome su compañía, su consejo y
unos hijos sanos y fuertes.
Tras
el largo periodo de Octavio Augusto los emperadores duraban poco. Las noticias
de Roma no eran muy gratas. Por el poder los unos mataban a los otros.
Cambiaban los emperadores como el tiempo. Pero Roma estaba lejos y aquí sonaban
las noticias como una tormenta lejana.
Mi
vida eran estas montañas.
Mantuve mi autoridad, mi consejo y mi integridad. Y
así, viendo a los hijos de los hijos de mis hijos jugar, como yo lo había hecho
muchos años atrás, morí, siendo el año ochocientos trece desde la fundación de
Roma, noveno tras la proclamación de Nerón como Imperator.
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