viernes, 10 de enero de 2014

TRAS LA RABIETA

     Añado un capítulo más de Historias de La Hueta. Espero que os guste. Se agradecen las críticas.

                    HISTORIA DE COSTOS (167- 125 AC)
  Me contaron que había nacido en el bosque. Mi madre recogió bellotas hasta momentos antes de parir. No conocí a mi padre. Decían era un hombre corpulento y fuerte. Murió cuando yo aún no andaba. Nada recuerdo de él. Una avalancha de piedras le aplastó volviendo de la caza.
  Me crié con los demás muchachos del poblado. Apenas pude, ayudé a mi madre a conseguir comida y leña. No era fácil salir adelante cuando no había hombre que protegiera. Los otros me quitaban lo conseguido. Hube de aprender a defenderme.
Había que saber recibir golpes y  devolverlos. Golpear y escapar. Esconderse, aparecer de improviso, desaparecer, no dejar rastro, imposibilitar al otro para la defensa. Eran mis armas la honda y la azagaya. Sabía que en la lucha cuerpo a cuerpo estaba perdido. Nunca fui muy grande y ellos, mis perseguidores, eran siempre numerosos.
  Heridas, laceramientos, magulladuras, torceduras. Mi cuerpo se iba llenando de cicatrices. Era preciso ser fuerte para sobrevivir. Yo lo conseguí. Al cabo de un tiempo nadie se atrevía conmigo. Llegaron a respetarme, a temer mi enemistad. Terminé acaudillando el grupo más numeroso. Incluso los mayores temían nuestras incursiones.
  Aunque yo era uno de los más jóvenes y, quizás el más menudo, mi habilidad les hacía obedecerme. Sabían que nadie mejor que yo para organizar los grupos. Nos atrevíamos a invadir el terreno de los poblados próximos. Teníamos nuestro lugar de encuentro en las rocas de lo alto, por encima de la piedra del agujero. Desde ellas dominábamos el entorno y allí no podían pillarnos por sorpresa. Si era preciso nos escondíamos en las pequeñas cuevas para salir cuando ya no nos esperaban. En verdad, pronto dejaron de intentar atraparnos. Impusimos nuestro dominio a los demás grupos de la zona. Algunos de los otros poblados quisieron unirse a nosotros. Aceptábamos solamente a los mejores. No a los más fuertes ni a los mayores en edad sino a los más hábiles.
  Sometíamos a los pretendientes a pruebas de astucia y de resistencia. Los que las superaban eran admitidos siempre que hicieran juramento de fidelidad.
  Aquel grupo de niños llegó a ser temido en toda la sierra. Ni siquiera nuestros padres se atrevían a someternos, temían la reacción del grupo si osaban golpear o encerrar a alguno de nosotros. Llegamos a ser para nuestro poblado una suerte de propiedad de la que estaban al tiempo orgullosos y asustados.
  Habíamos aprendido a cazar con buenos resultados. Mi jefatura, ya ninguno se atrevía a ponerla en entredicho, me permitía escoger siempre la mejor pieza. Mi madre había dejado de preocuparse por mí. Esperaba mi regreso sin impaciencia. No le faltó ya nunca leña para el fuego ni alimento. Las otras mujeres, madres de mis compañeros a su vez, la respetaban, a veces la ayudaban llevándole alguna cosa.
No teníamos nada propio, nuestra cabaña era solo un cobijo reducido, fácil de calentar en el tiempo frío en el que mi madre realizaba sus tareas. Nada poseíamos. Ella tejía nuestra ropa en telares ajenos. Nada nos ataba. Teníamos muy claro que la propiedad era una forma de sujeción. Seguíamos allí porque no conocíamos un lugar mejor. En tiempo de calor estaba rodeado de arroyos y nunca faltó el agua. Con el frío no era difícil protegerse y el bosque nos proporcionaba leña suficiente.

  No tenía aún vello en el cuerpo cuando murió mi madre. Las mujeres le dieron a beber todos los brebajes que sabían. Nada sirvió. Se fue apagando como una hoguera sin leña. La última noche cogió mi mano entre las suyas, la llevó hasta su cabeza y dejó de respirar. Me senté a su lado y permanecí contemplándola hasta que amaneció. Entonces reuní toda la leña posible, la metí dentro de la cabaña y esperé a que prendiera. Cuando se extinguió el fuego me sentí libre. Había permanecido en el poblado solo por ella. No sentía ningún afecto por mis compañeros. Había ganado mi puesto peleando y ahora lo dejaba.
  Con mi honda y un cuchillo como únicos bienes, me fui sin despedirme. Nada dejaba, no debía nada a nadie y nada quería de los otros.
  Siguiendo el camino del sol salí de las montañas. Eludiendo las poblaciones en las que había soldados, llegué hasta la zona llana en que los ríos se juntan. Algún día seguiría su curso. Por entonces quería conocer la manera de vivir de aquellas gentes. Para poder observarles sin exponerme a sorpresas, me establecí en unos roquedales próximos al poblado. Estaban situados en un cerro a la misma altura. Desde ellos podía contemplar los muros e incluso el interior de las fortificaciones.
  Mi aspecto y estatura me permitieron mezclarme con las gentes. Aprovechaba los mercados y las concentraciones para no llamar la atención. Así fui conociendo el mundo de los romanos. Ellos se habían instalado en lo alto, fortificando la colina. Le llamaban Castrum Altum. Desde ella dominaban los poblados vecinos. Procedían de una lejana urbe a la que llamaban Roma. Estaban bien organizados y usaban armas desconocidas para mí. Decidido a aprender nuevos usos, procuré aproximarme a los soldados. Estaban tan seguros de su fuerza que no me fue difícil. Llegué a tener acceso al interior de la parte fortificada. Nunca demostré mis conocimientos. Para ellos era un muchacho diligente, no muy listo, dispuesto a hacer trabajos muy superiores a los que se esperaban de un chico de mi edad. Aunque había vivido más inviernos de los que podía contar con los dedos de mis manos, aparentaba mucho menos.
  Como servidor sin ataduras de ningún tipo, pude aprender mucho sobre su organización y forma de vivir. Los romanos se sentían muy fuertes y tenían medios para el ataque y la defensa que no poseían los pueblos dominados.
  Pasé mucho tiempo entre ellos. Cuando el bozo comenzaba a asomar en mi cara, decidí seguir mi camino. Mi cuerpo había cambiado. Había crecido algo pero sobre todo había aprendido nuevas formas de lucha.
Conocía bien la situación. Ellos hablaban de Cauceno, un caudillo de las tierras del este a las que decían Lusitania, y de cómo Servio Sulpicio Galba había engañado a más de treinta mil de sus hombres. Les habían prometido tierras si se sometían. Cuando estuvieron divididos en tres grupos, en campos cercados, hizo pasar a cuchillo por sus legionarios a los que no se resignaron a ser vendidos como esclavos. Solo pocos consiguieron escapar. De este modo apaciguaba Roma a sus enemigos.
Muchos romanos consideraban la actuación de Galba como una vergüenza. Se decía que había tenido que regresar a Roma para ser juzgado y que un anciano de gran prestigio, Catón, había defendido la causa lusitana. Con todo, el traidor Galba había salido airoso gracias al oro acumulado durante su estancia en Hispania.
  Un nuevo jefe había surgido de entre los evadidos. Le llamaban Viriato y parecían temerle. Según contaban era muy hábil. Actuaba repentinamente donde nadie le esperaba. Tras sus ataques desaparecía habiéndose apoderado de armas y pertrechos para volver a golpear en otro lugar totalmente distinto. Yo recordaba mi forma de dirigir a los chicos de la aldea. Se hablaba de él con temor. Ningún soldado romano podía estar seguro mientras Viriato viviera. Para ellos era un bandido, un ladrón, un salteador. Yo le presentía como un jefe.
Había algo en él que me atraía. Lo que contaban me fascinaba. Soñaba con poder formar parte de aquella tropa temida. Decidí buscarle para unirme a él si me aceptaba.
Con los nuevos conocimientos de las costumbres romanas, me pude desplazar sin dificultades excesivas. En Baecula, volví a tomar contacto con las legiones de Roma. Pude enterarme por este medio de las andanzas de mi caudillo. Siguiendo los rastros, uniéndome a grupos de muy distinto tipo, recorrí la Turdetania  desde Acci a Itálica, de Carmo a Carteia. Fui mercenario, guardián, bandido, mercader. Aprendí a contar, a manejar el arco, la daga y la espada. También dominaba los caballos. Durante cuatro años seguí la supuesta ruta de Viriato. Llegué a predecir donde aparecería. Entonces me puse en su camino. Se presentó donde le esperaba.
Hice que me llevaran hasta él. Como yo mismo, era pequeño y fuerte. Me miró a los ojos y supo quien era. No sé cómo, él también sabía de mis andanzas. Me aceptó entre los suyos
Pronto forme parte de su consejo.
Durante dos años hostigamos a las legiones de Roma por toda la Turdetania. Planeábamos las acciones minuciosamente. Acosábamos al ejército desde diversos puntos hasta que nos perseguía por zona conocida. Procurábamos fuera dividiendose. Entonces golpeábamos con toda la fuerza posible y nos retirábamos de inmediato.
Los romanos, mejor equipados que nosotros, se movían con mucha más dificultad. Llegamos a conseguir que Vetilio, uno de los jefes romanos más prestigiosos, cayera con sus legiones en una de esas trampas. Acosándole y retirándonos, le hicimos llegar hasta Tríbola, una ciudad en las montañas a tres jornadas de Málaca. Al intentar acercarse a ella, le infligimos una derrota total. Los pocos supervivientes escaparon para refugiarse en la costa.
Esperando la reacción romana, abandonamos aquellas tierras dirigiéndonos hacia la Celtiberia. No éramos una tropa compacta. Nos separábamos en grupos de gran  movilidad, para volvernos a reunir en los lugares de fácil defensa. Eso nos permitía una rapidez imposible para las pesadas legiones.
El mismo pretor de la Hispania Ulterior, Cayo Plautio, intentó con sus tropas derrotarnos. Habíamos atravesado el río de Toletum  muy al oeste, haciéndonos fuerte en un llamado Monte de Venus de buena defensa. Desde allí hostigamos a sus legiones infligiéndole una derrota total cuando quisieron vadear el río.
Dueños de la zona, impusimos nuestro poder destruyendo a los que se negaban a entregarnos abastecimientos suficientes. Pasamos después a la Hispania Citerior donde, pese a las tropas que Claudio Unimano, el pretor, envió contra nosotros, atacamos  Segoviam. Abandonada está avanzamos hacia el este tomando Segóbriga, una ciudad celtíbera que mantenía pactos de amistad con Roma. Acudió Unimano a socorrerla y no solo le vencimos sino que  nos apoderamos de sus enseñas arrastrándolas después por los territorios carpetanos. Mostrábamos así nuestro poder y numerosos guerreros se unieron a nosotros.
Mientras, al parecer, el senado de Roma enviaba contra nosotros a sus mejores generales, seguíamos con nuestro hostigamiento. Éramos fuertes y lo sabíamos. Los romanos se movían como caracoles mientras nosotros teníamos la movilidad de las liebres.
Fui conociendo más y más a Viriato. Aunque, como yo, no le tenía ningún apego a las riquezas, había casado con la hija de Astopas, un terrateniente lusitano. Ella permanecía casi siempre en las tierras de su padre, muy al norte de Oxthraca, pero en ciertas ocasiones le acompañaba. Todos sabíamos que Viriato podía vivir pacíficamente en las posesiones de su suegro, sin embargo había un fuego interior que le hacía no permanecer nunca en el mismo sitio demasiado tiempo. Su mayor gozo no era la victoria sobre los romanos por ella misma. Su placer estaba en el reparto del botín entre los suyos, en el afecto que todos le teníamos. Hubiéramos muerto por él. Lo sabía y ese era su orgullo.
No odiaba a los romanos, pero no toleraba que nadie gobernara a otros desde lejos. Respetaba la ferocidad de las ciudades que no se sometían. Mantenía buenas relaciones con los numantinos a los que admiraba por su negación a pactar con Roma. Despreciaba la cobardía de los que se sometían al yugo romano. En sus campañas por la Bastetania quemaba lo que no podía llevarse o repartir y liberaba a los esclavos incitándoles a unirse a él.
Mientras en Celtiberia se le respetaba, en la Bética sólo se le temía.

Por fin Roma, comprendiendo que no se enfrentaba a un simple caudillo indígena, envió a Fabio Máximo, de la familia de Escipión, con un ejército consular de dos legiones. En vez de atacar directamente esperó en Urso mientras preparaba a sus tropas. Incluso se desplazó a Gadir aparentemente para invocar al dios Hércules. En realidad parecía más bien querer hacerse cargo de las posibles ayudas. Muy hábilmente se aseguró los abastecimientos.
Las fuerzas de Viriato le hostigábamos, pero él seguía reteniendo el grueso de sus tropas, aceptando solo pequeñas escaramuzas. Pasado el invierno emprendió el avance con el grueso de su ejército, ahora bien entrenado. No teníamos capacidad para resistir un ataque tan masivo y nos replegamos a las montañas donde yo había nacido. Conocía bien aquello y pudimos encontrar las mejores zonas para acampar. Nuestro problema allí eran los víveres. Eran tierras pobres, de aldeas míseras que apenas sobrevivían. Había buena caza, pero escaseaba el pan.
Ese invierno Máximo se volvió a retirar, esta vez a Corduba. Roma envió otros gobernadores, Pompeyo Aulo  al sur y Quinctio al norte. Ayudamos al levantamiento de la Celtiberia y derrotamos al pretor. Luego regresamos al sur tomando Itucci y asolando los pueblos aliados de Roma en la Bastetania.
El senado romano envió entonces a Serviliano con tropas de refresco, pertrechos y elefantes traídos de la Numidia.
Resistimos las primeras acometidas, pero cuando el grueso del ejército consular avanzó sobre Itucci, hubimos de abandonarlo. No era nuestro fuerte resistir en una ciudad. En campo abierto éramos invencibles, pero entre murallas nos sentíamos impotentes.
Los romanos, que venían preparados para un asedio en toda regla, al vernos huir se lanzaron en nuestra persecución. Viriato se dio cuenta del desorden de ésta, y organizó rápidamente el contra ataque. Nos dividió en pequeños grupos, era nuestro estilo, y, moviéndonos con rapidez les hicimos frente. No esperaban esa reacción y tras sufrir numerosas bajas hubieron de retirarse. Zahiriéndoles de continuo les perseguimos hasta su campamento. Fue una masacre. Mientras unos pocos defendían las empalizadas, el grueso del ejército se refugiaba, preso del pánico, en el interior.
Continuamos acosándoles hasta que, cansados y faltos de víveres, decidimos volver a Lusitania. Hasta allí nos persiguió Servilio. Una banda de desertores romanos capitaneada por Apuleyo y Curio les atacó robándoles el botín y dispersándoles.
Tras nuestra retirada las tropas de Servilio saquearon la Beturia y la Turdetania castigando severamente las ciudades que nos habían ayudado. Tucci, Obulco e Iscadia fueron arrasadas y los supervivientes vendidos como esclavos.
Volvimos a la carga consiguiendo acorralarles en varias ocasiones. Viriato comenzaba a estar cansado de pelear sin otro resultado que el sufrimiento de los pueblos. Decidido a establecer un tratado de paz, aprovechó un momento en que estábamos venciendo para enviar una delegación. Roma aceptó la paz. Viriato fue declarado  Amigo de la República. Pudo conservar las tierras que habíamos llegado a dominar.
Parecía que el final de la guerra había llegado. Viriato repartió las tierras entre los suyos. Es lo que había querido siempre. Impedir la miseria de su pueblo y librarles de la opresión romana. Pero Cepión, el hermano de Serviliano y su sucesor en el mando, consiguió que el senado rompiera el tratado y fue presionando hasta que abandonamos la Bética para refugiarnos en la Carpetania. Combatió después a vetones y galaicos, nuestros aliados.
Astolpas, el suegro de Viriato organizó una conjura contra él y hubo de  ajusticiarlo. Esto puso en nuestra contra a los propietarios antiguos instigados por Roma. La situación obligó al caudillo a entablar nuevas negociaciones de paz. Cepión exigió la entrega de los desertores y de las armas. Viriato cedió en lo primero. En estas negociaciones se habían distinguido tres hombres de Urso, Audas, Didalcón y Minuros. Eran hábiles con la palabra y Viriato confiaba en ellos.
Un día tras un encuentro habido con el gobernador de Roma, se reunieron con nuestro jefe. Estábamos en campaña y permanecieron en su tienda toda la noche. Cuando, a la mañana, entramos, Viriato yacía asesinado. Los traidores habían desaparecido. La sorpresa y el temor recorrieron el campamento.
  Las honras fúnebres duraron tres días. Se levantó una pira de leña más alta que dos hombres y encima se colocó su cuerpo. Mientras ardía, se sacrificaron corderos y palomas a los dioses. Gritos y cánticos saludaban al caudillo muerto.
Cuando todo estuvo reducido a cenizas, se alzó un túmulo de piedras, dentro se enterraron las armas de Viriato. Se cubrió con tierra y se celebraron combates a su alrededor.
Después buena parte del ejército se dispersó. Algunos seguimos a Taútalos, el mejor de los guerreros, pero nuestra defensa contra Cepión no duró mucho. Desmoralizados fuimos vencidos y hubimos de capitular. Décimo Bruto, el delegado de Roma, ofreció tierras en la Valentia lusitana a quienes entregaran armas y bagajes. Muchos aceptaron. Otros nos retiramos hacia el norte al país de los bracaerenses. Pueblo a pueblo, Roma fue apoderándose de todo el territorio. En Talábriga nos hicimos fuertes, pero la ciudad tuvo al fin que rendirse. Esta vez no tomaron esclavos ni exigieron condiciones demasiado duras, incluso permitieron seguir ocupando las tierras.
Sin caudillo, sin razones para seguir luchando, la mayoría de los guerreros entregó las armas. Solo unos cuantos nos dirigimos hacia la Celtiberia. Cansados de luchar contra aquel enemigo que nunca se agotaba nos fuimos separando en pequeños grupos. Acabé solo.
Había decidido regresar a mi tierra de origen. Estaba harto de pelear. Llegaba para mí el tiempo de la paz. Otra vez estaba solo. Pero ya no buscaba un jefe a quien seguir, solamente un pedazo de tierra en el que descansar definitivamente. Tras tantos años de lucha sólo me quedaban mis armas, las cicatrices de mil heridas y un deseo ardiente de reposar en las montañas donde había nacido.
Caminé durante semanas. Hube de luchar contra grupos de bandidos que quizás algún día fueron compañeros de armas, pelear por un poco de comida, alquilar mis servicios como guardián a cambio de alimento y un lugar donde guarecerme.
Al fin llegué a la vista de mis montañas.
Allá lejos la nieve blanqueaba las cimas. Hacía frío. Penetraba hasta mis huesos. Mi cabeza parecía arder, se me nublaba la vista. Seguí avanzando hasta llegar a un altozano. No pude seguir adelante. La noche se abatió sobre mí.
Los fantasmas de los muertos me rondaban. Las caras de mis compañeros de armas giraban a mi alrededor. La sangre de mil batallas cubría el cielo hasta el horizonte. El fuego de las ciudades conquistadas subía desde la pira de Viriato. Los golpes de las espadas se mezclaban con los gritos de los vencidos. Y por fin la negrura total, la anulación de todo. El fin.
Una bandada de buitres tomó posesión de aquellos pobres restos. Muy lejos un rayo de sol iluminaba las extrañas formas en lo alto de las montañas.





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