HISTORIA
DE COSTOS (167- 125 AC)
Me
contaron que había nacido en el bosque. Mi madre recogió bellotas hasta
momentos antes de parir. No conocí a mi padre. Decían era un hombre corpulento
y fuerte. Murió cuando yo aún no andaba. Nada recuerdo de él. Una avalancha de
piedras le aplastó volviendo de la caza.
Me
crié con los demás muchachos del poblado. Apenas pude, ayudé a mi madre a
conseguir comida y leña. No era fácil salir adelante cuando no había hombre que
protegiera. Los otros me quitaban lo conseguido. Hube de aprender a defenderme.
Había que saber recibir golpes y devolverlos. Golpear y escapar. Esconderse,
aparecer de improviso, desaparecer, no dejar rastro, imposibilitar al otro para
la defensa. Eran mis armas la honda y la azagaya. Sabía que en la lucha cuerpo
a cuerpo estaba perdido. Nunca fui muy grande y ellos, mis perseguidores, eran
siempre numerosos.
Heridas,
laceramientos, magulladuras, torceduras. Mi cuerpo se iba llenando de
cicatrices. Era preciso ser fuerte para sobrevivir. Yo lo conseguí. Al cabo de
un tiempo nadie se atrevía conmigo. Llegaron a respetarme, a temer mi enemistad.
Terminé acaudillando el grupo más numeroso. Incluso los mayores temían nuestras
incursiones.
Aunque
yo era uno de los más jóvenes y, quizás el más menudo, mi habilidad les hacía
obedecerme. Sabían que nadie mejor que yo para organizar los grupos. Nos atrevíamos
a invadir el terreno de los poblados próximos. Teníamos nuestro lugar de
encuentro en las rocas de lo alto, por encima de la piedra del agujero. Desde
ellas dominábamos el entorno y allí no podían pillarnos por sorpresa. Si era
preciso nos escondíamos en las pequeñas cuevas para salir cuando ya no nos
esperaban. En verdad, pronto dejaron de intentar atraparnos. Impusimos nuestro
dominio a los demás grupos de la zona. Algunos de los otros poblados quisieron
unirse a nosotros. Aceptábamos solamente a los mejores. No a los más fuertes ni
a los mayores en edad sino a los más hábiles.
Sometíamos
a los pretendientes a pruebas de astucia y de resistencia. Los que las
superaban eran admitidos siempre que hicieran juramento de fidelidad.
Aquel
grupo de niños llegó a ser temido en toda la sierra. Ni siquiera nuestros
padres se atrevían a someternos, temían la reacción del grupo si osaban golpear
o encerrar a alguno de nosotros. Llegamos a ser para nuestro poblado una suerte
de propiedad de la que estaban al tiempo orgullosos y asustados.
Habíamos
aprendido a cazar con buenos resultados. Mi jefatura, ya ninguno se atrevía a
ponerla en entredicho, me permitía escoger siempre la mejor pieza. Mi madre
había dejado de preocuparse por mí. Esperaba mi regreso sin impaciencia. No le
faltó ya nunca leña para el fuego ni alimento. Las otras mujeres, madres de mis
compañeros a su vez, la respetaban, a veces la ayudaban llevándole alguna cosa.
No teníamos nada propio, nuestra
cabaña era solo un cobijo reducido, fácil de calentar en el tiempo frío en el
que mi madre realizaba sus tareas. Nada poseíamos. Ella tejía nuestra ropa en
telares ajenos. Nada nos ataba. Teníamos muy claro que la propiedad era una
forma de sujeción. Seguíamos allí porque no conocíamos un lugar mejor. En
tiempo de calor estaba rodeado de arroyos y nunca faltó el agua. Con el frío no
era difícil protegerse y el bosque nos proporcionaba leña suficiente.

No tenía aún vello en el cuerpo cuando murió mi madre. Las mujeres le dieron a beber todos los brebajes que sabían. Nada sirvió. Se fue apagando como una hoguera sin leña. La última noche cogió mi mano entre las suyas, la llevó hasta su cabeza y dejó de respirar. Me senté a su lado y permanecí contemplándola hasta que amaneció. Entonces reuní toda la leña posible, la metí dentro de la cabaña y esperé a que prendiera. Cuando se extinguió el fuego me sentí libre. Había permanecido en el poblado solo por ella. No sentía ningún afecto por mis compañeros. Había ganado mi puesto peleando y ahora lo dejaba.
Con
mi honda y un cuchillo como únicos bienes, me fui sin despedirme. Nada dejaba,
no debía nada a nadie y nada quería de los otros.
Siguiendo
el camino del sol salí de las montañas. Eludiendo las poblaciones en las que
había soldados, llegué hasta la zona llana en que los ríos se juntan. Algún día
seguiría su curso. Por entonces quería conocer la manera de vivir de aquellas
gentes. Para poder observarles sin exponerme a sorpresas, me establecí en unos
roquedales próximos al poblado. Estaban situados en un cerro a la misma altura.
Desde ellos podía contemplar los muros e incluso el interior de las
fortificaciones.
Mi
aspecto y estatura me permitieron mezclarme con las gentes. Aprovechaba los
mercados y las concentraciones para no llamar la atención. Así fui conociendo
el mundo de los romanos. Ellos se habían instalado en lo alto, fortificando la
colina. Le llamaban Castrum Altum. Desde ella dominaban los poblados vecinos.
Procedían de una lejana urbe a la que llamaban Roma. Estaban bien organizados y
usaban armas desconocidas para mí. Decidido a aprender nuevos usos, procuré
aproximarme a los soldados. Estaban tan seguros de su fuerza que no me fue
difícil. Llegué a tener acceso al interior de la parte fortificada. Nunca
demostré mis conocimientos. Para ellos era un muchacho diligente, no muy listo,
dispuesto a hacer trabajos muy superiores a los que se esperaban de un chico de
mi edad. Aunque había vivido más inviernos de los que podía contar con los
dedos de mis manos, aparentaba mucho menos.
Como
servidor sin ataduras de ningún tipo, pude aprender mucho sobre su organización
y forma de vivir. Los romanos se sentían muy fuertes y tenían medios para el
ataque y la defensa que no poseían los pueblos dominados.
Pasé
mucho tiempo entre ellos. Cuando el bozo comenzaba a asomar en mi cara, decidí
seguir mi camino. Mi cuerpo había cambiado. Había crecido algo pero sobre todo
había aprendido nuevas formas de lucha.
Conocía bien la situación. Ellos
hablaban de Cauceno, un caudillo de las tierras del este a las que decían
Lusitania, y de cómo Servio Sulpicio Galba había engañado a más de treinta mil
de sus hombres. Les habían prometido tierras si se sometían. Cuando estuvieron
divididos en tres grupos, en campos cercados, hizo pasar a cuchillo por sus
legionarios a los que no se resignaron a ser vendidos como esclavos. Solo pocos
consiguieron escapar. De este modo apaciguaba Roma a sus enemigos.
Muchos romanos consideraban la
actuación de Galba como una vergüenza. Se decía que había tenido que regresar a
Roma para ser juzgado y que un anciano de gran prestigio, Catón, había
defendido la causa lusitana. Con todo, el traidor Galba había salido airoso
gracias al oro acumulado durante su estancia en Hispania.
Un nuevo
jefe había surgido de entre los evadidos. Le llamaban Viriato y parecían
temerle. Según contaban era muy hábil. Actuaba repentinamente donde nadie le
esperaba. Tras sus ataques desaparecía habiéndose apoderado de armas y
pertrechos para volver a golpear en otro lugar totalmente distinto. Yo
recordaba mi forma de dirigir a los chicos de la aldea. Se hablaba de él con
temor. Ningún soldado romano podía estar seguro mientras Viriato viviera. Para
ellos era un bandido, un ladrón, un salteador. Yo le presentía como un jefe.
Había algo en él que me atraía. Lo que
contaban me fascinaba. Soñaba con poder formar parte de aquella tropa temida.
Decidí buscarle para unirme a él si me aceptaba.
Con los nuevos conocimientos de las
costumbres romanas, me pude desplazar sin dificultades excesivas. En Baecula,
volví a tomar contacto con las legiones de Roma. Pude enterarme por este medio
de las andanzas de mi caudillo. Siguiendo los rastros, uniéndome a grupos de
muy distinto tipo, recorrí la Turdetania
desde Acci a Itálica, de Carmo a Carteia. Fui mercenario, guardián,
bandido, mercader. Aprendí a contar, a manejar el arco, la daga y la espada.
También dominaba los caballos. Durante cuatro años seguí la supuesta ruta de
Viriato. Llegué a predecir donde aparecería. Entonces me puse en su camino. Se
presentó donde le esperaba.
Hice que me llevaran hasta él. Como yo
mismo, era pequeño y fuerte. Me miró a los ojos y supo quien era. No sé cómo,
él también sabía de mis andanzas. Me aceptó entre los suyos
Pronto forme parte de su consejo.
Durante dos años hostigamos a las
legiones de Roma por toda la Turdetania. Planeábamos las acciones
minuciosamente. Acosábamos al ejército desde diversos puntos hasta que nos
perseguía por zona conocida. Procurábamos fuera dividiendose. Entonces
golpeábamos con toda la fuerza posible y nos retirábamos de inmediato.
Los romanos, mejor equipados que
nosotros, se movían con mucha más dificultad. Llegamos a conseguir que Vetilio,
uno de los jefes romanos más prestigiosos, cayera con sus legiones en una de
esas trampas. Acosándole y retirándonos, le hicimos llegar hasta Tríbola, una
ciudad en las montañas a tres jornadas de Málaca. Al intentar acercarse a ella,
le infligimos una derrota total. Los pocos supervivientes escaparon para
refugiarse en la costa.
Esperando la reacción romana,
abandonamos aquellas tierras dirigiéndonos hacia la Celtiberia. No éramos una
tropa compacta. Nos separábamos en grupos de gran movilidad, para volvernos a reunir en los
lugares de fácil defensa. Eso nos permitía una rapidez imposible para las
pesadas legiones.
El mismo pretor de la Hispania
Ulterior, Cayo Plautio, intentó con sus tropas derrotarnos. Habíamos atravesado
el río de Toletum muy al oeste,
haciéndonos fuerte en un llamado Monte de Venus de buena defensa. Desde allí
hostigamos a sus legiones infligiéndole una derrota total cuando quisieron
vadear el río.
Dueños de la zona, impusimos nuestro
poder destruyendo a los que se negaban a entregarnos abastecimientos
suficientes. Pasamos después a la Hispania Citerior donde, pese a las tropas
que Claudio Unimano, el pretor, envió contra nosotros, atacamos Segoviam. Abandonada está avanzamos hacia el
este tomando Segóbriga, una ciudad celtíbera que mantenía pactos de amistad con
Roma. Acudió Unimano a socorrerla y no solo le vencimos sino que nos apoderamos de sus enseñas arrastrándolas
después por los territorios carpetanos. Mostrábamos así nuestro poder y
numerosos guerreros se unieron a nosotros.
Mientras, al parecer, el senado de
Roma enviaba contra nosotros a sus mejores generales, seguíamos con nuestro
hostigamiento. Éramos fuertes y lo sabíamos. Los romanos se movían como
caracoles mientras nosotros teníamos la movilidad de las liebres.
Fui conociendo más y más a Viriato.
Aunque, como yo, no le tenía ningún apego a las riquezas, había casado con la
hija de Astopas, un terrateniente lusitano. Ella permanecía casi siempre en las
tierras de su padre, muy al norte de Oxthraca, pero en ciertas ocasiones le
acompañaba. Todos sabíamos que Viriato podía vivir pacíficamente en las
posesiones de su suegro, sin embargo había un fuego interior que le hacía no
permanecer nunca en el mismo sitio demasiado tiempo. Su mayor gozo no era la
victoria sobre los romanos por ella misma. Su placer estaba en el reparto del
botín entre los suyos, en el afecto que todos le teníamos. Hubiéramos muerto
por él. Lo sabía y ese era su orgullo.
No odiaba a los romanos, pero no
toleraba que nadie gobernara a otros desde lejos. Respetaba la ferocidad de las
ciudades que no se sometían. Mantenía buenas relaciones con los numantinos a
los que admiraba por su negación a pactar con Roma. Despreciaba la cobardía de
los que se sometían al yugo romano. En sus campañas por la Bastetania quemaba
lo que no podía llevarse o repartir y liberaba a los esclavos incitándoles a
unirse a él.
Mientras en Celtiberia se le respetaba,
en la Bética sólo se le temía.
Por fin Roma, comprendiendo que no se
enfrentaba a un simple caudillo indígena, envió a Fabio Máximo, de la familia
de Escipión, con un ejército consular de dos legiones. En vez de atacar
directamente esperó en Urso mientras preparaba a sus tropas. Incluso se
desplazó a Gadir aparentemente para invocar al dios Hércules. En realidad
parecía más bien querer hacerse cargo de las posibles ayudas. Muy hábilmente se
aseguró los abastecimientos.
Las fuerzas de Viriato le hostigábamos,
pero él seguía reteniendo el grueso de sus tropas, aceptando solo pequeñas
escaramuzas. Pasado el invierno emprendió el avance con el grueso de su
ejército, ahora bien entrenado. No teníamos capacidad para resistir un ataque
tan masivo y nos replegamos a las montañas donde yo había nacido. Conocía bien
aquello y pudimos encontrar las mejores zonas para acampar. Nuestro problema
allí eran los víveres. Eran tierras pobres, de aldeas míseras que apenas
sobrevivían. Había buena caza, pero escaseaba el pan.
Ese invierno Máximo se volvió a
retirar, esta vez a Corduba. Roma envió otros gobernadores, Pompeyo Aulo al sur y Quinctio al norte. Ayudamos al
levantamiento de la Celtiberia y derrotamos al pretor. Luego regresamos al sur
tomando Itucci y asolando los pueblos aliados de Roma en la Bastetania.
El senado romano envió entonces a
Serviliano con tropas de refresco, pertrechos y elefantes traídos de la
Numidia.
Resistimos las primeras acometidas,
pero cuando el grueso del ejército consular avanzó sobre Itucci, hubimos de
abandonarlo. No era nuestro fuerte resistir en una ciudad. En campo abierto
éramos invencibles, pero entre murallas nos sentíamos impotentes.
Los romanos, que venían preparados
para un asedio en toda regla, al vernos huir se lanzaron en nuestra
persecución. Viriato se dio cuenta del desorden de ésta, y organizó rápidamente
el contra ataque. Nos dividió en pequeños grupos, era nuestro estilo, y,
moviéndonos con rapidez les hicimos frente. No esperaban esa reacción y tras
sufrir numerosas bajas hubieron de retirarse. Zahiriéndoles de continuo les
perseguimos hasta su campamento. Fue una masacre. Mientras unos pocos defendían
las empalizadas, el grueso del ejército se refugiaba, preso del pánico, en el
interior.
Continuamos acosándoles hasta que,
cansados y faltos de víveres, decidimos volver a Lusitania. Hasta allí nos
persiguió Servilio. Una banda de desertores romanos capitaneada por Apuleyo y
Curio les atacó robándoles el botín y dispersándoles.
Tras nuestra retirada las tropas de
Servilio saquearon la Beturia y la Turdetania castigando severamente las
ciudades que nos habían ayudado. Tucci, Obulco e Iscadia fueron arrasadas y los
supervivientes vendidos como esclavos.
Volvimos a la carga consiguiendo
acorralarles en varias ocasiones. Viriato comenzaba a estar cansado de pelear
sin otro resultado que el sufrimiento de los pueblos. Decidido a establecer un
tratado de paz, aprovechó un momento en que estábamos venciendo para enviar una
delegación. Roma aceptó la paz. Viriato fue declarado Amigo de la República. Pudo conservar las
tierras que habíamos llegado a dominar.
Parecía que el final de la guerra
había llegado. Viriato repartió las tierras entre los suyos. Es lo que había
querido siempre. Impedir la miseria de su pueblo y librarles de la opresión
romana. Pero Cepión, el hermano de Serviliano y su sucesor en el mando,
consiguió que el senado rompiera el tratado y fue presionando hasta que
abandonamos la Bética para refugiarnos en la Carpetania. Combatió después a
vetones y galaicos, nuestros aliados.
Astolpas, el suegro de Viriato
organizó una conjura contra él y hubo de
ajusticiarlo. Esto puso en nuestra contra a los propietarios antiguos
instigados por Roma. La situación obligó al caudillo a entablar nuevas negociaciones
de paz. Cepión exigió la entrega de los desertores y de las armas. Viriato
cedió en lo primero. En estas negociaciones se habían distinguido tres hombres
de Urso, Audas, Didalcón y Minuros. Eran hábiles con la palabra y Viriato
confiaba en ellos.
Un día tras un encuentro habido con el
gobernador de Roma, se reunieron con nuestro jefe. Estábamos en campaña y
permanecieron en su tienda toda la noche. Cuando, a la mañana, entramos,
Viriato yacía asesinado. Los traidores habían desaparecido. La sorpresa y el
temor recorrieron el campamento.
Las
honras fúnebres duraron tres días. Se levantó una pira de leña más alta que dos
hombres y encima se colocó su cuerpo. Mientras ardía, se sacrificaron corderos
y palomas a los dioses. Gritos y cánticos saludaban al caudillo muerto.
Cuando todo estuvo reducido a cenizas,
se alzó un túmulo de piedras, dentro se enterraron las armas de Viriato. Se
cubrió con tierra y se celebraron combates a su alrededor.
Después buena parte del ejército se
dispersó. Algunos seguimos a Taútalos, el mejor de los guerreros, pero nuestra
defensa contra Cepión no duró mucho. Desmoralizados fuimos vencidos y hubimos
de capitular. Décimo Bruto, el delegado de Roma, ofreció tierras en la Valentia
lusitana a quienes entregaran armas y bagajes. Muchos aceptaron. Otros nos
retiramos hacia el norte al país de los bracaerenses. Pueblo a pueblo, Roma fue
apoderándose de todo el territorio. En Talábriga nos hicimos fuertes, pero la
ciudad tuvo al fin que rendirse. Esta vez no tomaron esclavos ni exigieron
condiciones demasiado duras, incluso permitieron seguir ocupando las tierras.
Sin caudillo, sin razones para seguir
luchando, la mayoría de los guerreros entregó las armas. Solo unos cuantos nos
dirigimos hacia la Celtiberia. Cansados de luchar contra aquel enemigo que
nunca se agotaba nos fuimos separando en pequeños grupos. Acabé solo.
Había decidido regresar a mi tierra de
origen. Estaba harto de pelear. Llegaba para mí el tiempo de la paz. Otra vez
estaba solo. Pero ya no buscaba un jefe a quien seguir, solamente un pedazo de
tierra en el que descansar definitivamente. Tras tantos años de lucha sólo me
quedaban mis armas, las cicatrices de mil heridas y un deseo ardiente de
reposar en las montañas donde había nacido.
Caminé durante semanas. Hube de luchar
contra grupos de bandidos que quizás algún día fueron compañeros de armas,
pelear por un poco de comida, alquilar mis servicios como guardián a cambio de
alimento y un lugar donde guarecerme.
Al fin llegué a la vista de mis
montañas.
Allá lejos la nieve blanqueaba las
cimas. Hacía frío. Penetraba hasta mis huesos. Mi cabeza parecía arder, se me
nublaba la vista. Seguí avanzando hasta llegar a un altozano. No pude seguir
adelante. La noche se abatió sobre mí.
Los fantasmas de los muertos me
rondaban. Las caras de mis compañeros de armas giraban a mi alrededor. La
sangre de mil batallas cubría el cielo hasta el horizonte. El fuego de las
ciudades conquistadas subía desde la pira de Viriato. Los golpes de las espadas
se mezclaban con los gritos de los vencidos. Y por fin la negrura total, la
anulación de todo. El fin.
Una bandada de buitres tomó posesión
de aquellos pobres restos. Muy lejos un rayo de sol iluminaba las extrañas
formas en lo alto de las montañas.



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