viernes, 22 de noviembre de 2013

¡PASAN TANTAS COSAS!

     Buenas y malas. Lo complicado es que uno (yo al menos) no sabe que acontecimientos son una cosa u otra. 
     M. termina su tesis, operan a R. otra vez, no sé nada de C., volvemos a ver a viejos amigos, alguien recuerda a su viejo maestro. 
     Y luego el ruido exterior. Las corrupciones, los abusos, las  deshonestidades, los engaños. También los gestos honorables, las sonrisas, la valentía de muchos.
      Con la sensación de que no hay hechos aislados, que todo es un entramado de bien y mal formando a la larga  parte de un devenir que no llegaremos a ver pero en el que desde el hoy podemos y debemos actuar. 
      No son seguridades, nunca lo son. ¿Intuiciones? Quizá. El caso es no pararse, no comulgar con ruedas de molino, unirse a los que, lejos o cerca, luchan. Participar en le textura como se pueda, aunque nos equivoquemos. No podremos comprobar el resultado desde luego, pero eso no debe importarnos.
        
      Incluyo otro cuento de "Historias de La Hueta". ¡Que os guste!

                               HISTORIA DE ASTAR (250 – 209 AC)
       Recibí mi nombre al ser ofrecido a la diosa de la fertilidad. Astarté me había dado la vida y habría de protegerme en el futuro. Mi madre, primera esposa de mi padre, me concibió pasados los treinta, cuando ya iba a ser repudiada como estéril. Mi padre, comerciante de granos, con numerosos hijos habidos de sus otras mujeres, estaba orgulloso de mi estirpe, la familia de mi madre  estaba vinculada a los Barca. Me dedicó a la guerra. Daría gloria y prestigio a los míos.
           Aún no habían pasado trece inviernos desde mi nacimiento cuando pise tierra ibérica. Cartago desembarcaba sus quinquerremes en Gades Habíamos perdido ya, a manos de Roma, el dominio de la Sicilia y la Sardinia. Debía pagar el pueblo cartaginés más tres mil talentos al senado romano. El de Cartago le había encomendado a Amilcar la conquista de Hispania para resarcirnos. Era una tierra rica en minerales preciosos. Su dominio supondría un alivio para las arcas cartaginesas. Los bástulos estaban casi sometidos y los bastetanos parecían débiles enemigos para nuestras tropas. En vano Hannon y los suyos intentaron evitar el nombramiento de Amilcar. El prestigio de los Barca era grande y casi todos los senadores le apoyaban.
           Muchos jóvenes como yo habían acompañado a las tropas para ayudar a los soldados en la fundación de nuevas ciudades. Al mismo tiempo nos entrenábamos para la pelea. Preparábamos las armas de los guerreros, les servíamos en lo preciso, cargábamos los pertrechos, atendíamos a las bestias de carga. A cambio nos instruían en el manejo de las armas.
           Siguiendo el valle del río Betis, nuestros hombres se enfrentaron a los turdetanos. Vencidos sus caudillos Indortes e Istolacio, tras duras luchas en las que murieron numerosos guerreros, Amilcar engrosó su ejército con los bravos supervivientes. Atravesamos las montañas  donde se origina el río para llegar al mar. Nos acercamos a la antigua Hemeroscopion ya derruida.
Algo más al sur el caudillo conquistó la ciudad griega de  Akra Leuké. Sería nuestro apoyo en las conquistas al norte de los pueblos sometidos. Los más jóvenes quedamos en ella para ayudar a la guarnición que había de encargarse de su fortalecimiento.
           Mientras nuestros soldados peleaban en el interior para apoderarse de las minas de cobre y de plata, la ciudad se fue convirtiendo en una inexpugnable fortaleza protegiendo el puerto. Las minas rindieron lo suficiente. En seis años se pudo saldar la deuda con Roma.
           Para entonces yo era ya un guerrero. Mis manos se habían cubierto innumerables veces de sangre ibera. Normalmente tras la victoria sobre un poblado se pactaba la entrega de un número de guerreros, armas, víveres y esclavos, estableciéndose una dependencia de protección y ayuda. Solo en casos excepcionales era preciso pasar a cuchillo a los pobladores que no podíamos esclavizar. Esta forma de actuar hacía que la mayoría de los pueblos dominados aceptaran el yugo cartaginés. Los caudillos indígenas acostumbraban a exterminar a todos en los poblados vencidos.
           Siempre he sido corpulento y de una fuerza poco corriente para mi edad. Aun no había pasado la veintena y ya parecía un guerrero curtido.  Eso inclinó a Amilcar para incluirme en su guardia personal.
 Junto a él se hallaban sus hijos Aníbal y Asdrúbal, bastante más jóvenes que yo. El primero no pasaba de los diecisiete y el pequeño tendría dos o tres menos. Llevaban con su padre desde nuestra llegada a Gades. Le habían acompañado en todas las campañas. Se les notaba acostumbrados a la lucha y bien entrenados. Eran ardorosos y de genio vivo. Leales compañeros y exigentes jefes. Su odio a Roma había ido en aumento.
A su lado asistí al encuentro con los delegados romanos, más preocupados en cobrar las deudas que de nuestro avance por la costa. El gran Barca supo jugar hábilmente sus bazas. Entregó los talentos que aún debíamos a Roma. Esto pareció calmarles. Los romanos siempre habían sido sensibles al oro.
           Pude contemplar al joven Aníbal asistiendo con los jefes y la guardia al encuentro. Su cara se iba tornando roja y una mirada feroz parecía escapar de sus ojos. Una mueca de asco forzaba su boca. Su rostro, habitualmente hermoso, parecía una máscara deforme, tal era el odio que emanaba.
           Pronto hubimos de enfrentarnos a los oretanos, tras de los cuales se sentía la mano encubierta de Roma. Iniciamos una campaña de pacificación ayudados por contingentes  indígenas y mercenarios venidos de la Numidia. Aníbal y Asdrúbal quedaron en la ciudad junto a su cuñado, mucho mayor que ambos, encargado de la defensa y fortalecimiento de Akra Leuké.
           En una campaña rápida hacia el oeste, sometimos casi todos los focos rebeldes, usando más los pactos que la violencia. Alguna pelea de no mucha importancia causó bajas entre nuestras tropas. Muchos nuevos guerreros se unieron a nosotros y conseguimos buenos botines en víveres, pertrechos, esclavos y mujeres. Triunfadores regresábamos a la costa cuando nos llegaron noticias. Los iberos de Hélice, tras degollar a una guarnición próxima de los nuestros, habían hecho fuerte en la ciudad.
Amilcar decidió sitiarla para castigar la fechoría y limitar el poder del régulo oretano Orissón, allí refugiado. No contaba con el apoyo a este caudillo de otros pueblos rebeldes en busca de la amistad romana. Tras varios días de sangrientas luchas hubimos de retirarnos. Mientras un grupo de guerreros luchábamos para evitar el avance enemigo, el bravo Amilcar pereció. Se dijo que rodeado de enemigos y antes de caer en sus manos se arrojó al agua, ahogándose de inmediato.

           Los supervivientes conseguimos retirarnos, llevando el cadáver de Amilcar. Nos  refugiamos en Akra Leuké, para entonces muy bien pertrechada. Tras las honras fúnebres, curadas mis heridas, me uní al sucesor de Amilcar, su yerno Asdrúbal. Apenas reconocí a Aníbal. El dolor por la muerte de su padre le había convertido en un hombre hecho cuando aún no tenía dieciocho años.
           Asdrúbal el mayor condujo los ejércitos cartagineses con habilidad. Junto a la pequeña ciudad de Mastia, aprovechando en parte sus fortificaciones, fundó Qarthadasat, la nueva Cartago. Hizo venir de Numidia tropas de mercenarios y facilitó la incorporación de muchos guerreros íberos a su ejército. La fuerza de sus tropas hizo retirarse a las de Roma hacia el norte, más allá de Saguntum.
           Una comisión del senado romano acabó pactando con Asdrúbal la nueva disposición del territorio hispano. Roma reconocía la soberanía cartaginesa sobre todas las tierras al sur del río Ebro a cambio de que nuestras fuerzas no pasaran su cauce. No estaba Aníbal de acuerdo con el pacto. Siguió las órdenes de su cuñado y jefe a regañadientes.
           Asdrúbal dirigía con mano de hierro al tiempo que demostraba una gran habilidad. Clemente con los que se doblegaban a su mandato, era inflexible con sus opositores. Algunos jefes de los pueblos recientemente unidos ofrecieron resistencia. No dudo en ejecutarlos. Sin embargo perdonó la vida a otros rebeldes dispuestos a unirse contra Roma. Al tiempo seguía fortaleciéndose con refuerzos africanos. Incluso hizo traer elefantes y numerosos caballos. Su caballería llegó a ser uno de los puntales del ejército.
           Me había hecho el honor de confiarme grandes responsabilidades y yo cumplía con la devoción debida. Frecuentemente le acompañaba en sus desplazamientos. Un aciago día llegamos a la nueva Hélice, en las estribaciones de las montañas cuya agua riega los valles al sur de Qarthadasat. Las fundiciones griegas de bronce próximas nos proporcionaban equipamiento. Habíamos hecho muchos estadios de marcha. Asdrúbal descansaba en su tienda aquella noche. La guardia, me correspondía su organización, ocupaba sus puestos. Nada hacía presentir peligro. Los esclavos celtas se habían retirado, o así parecía. Uno de ellos, adquirido al ser ejecutado su amo, aprovechó la aparente tranquilidad para penetrar hasta el lecho de Asdrúbal y asesinarle.
           El grito del gran hombre en el momento de su muerte me despertó así como a los que dormían en su proximidad. Acudimos sin poder hacer otra cosa que apresar al magnicida. Asdrúbal yacía inerte.
           Tras torturar al asesino para encontrar la posible conspiración y no hallando otra cosa que un odio personal hacia el que había condenado a su amo, hube de conducirle ante Aníbal y anunciar la triste noticia. Sabía que mis horas estaban contadas. Había fracasado en mi deber de proteger al caudillo. No me quedaba otro recurso que la muerte. Aníbal recibió la noticia con una mezcla de pesar y satisfacción. Amaba a su cuñado, pero deseaba el poder. Ahora era él el jefe de la nueva Cartago. Mandó descuartizar al asesino mientras aún vivía, ordenando exponer los pedazos del cadáver en las puertas de Qarthadasat. Pese a mi responsabilidad, yo había fracasado en el cumplimiento de mis obligaciones, me hizo organizar las exequias por su cuñado.
           Con el dolor correspondiente hice todo cuanto pude para que la grandeza de Asdrúbal fuera reconocida. Terminada la incineración, pedí licencia para ser retirado del servicio y lavar mi deshonor. Aníbal intentó hacerme desistir de mi retiro. Le hacían falta gentes valerosas ahora que su odio a Roma iba a poderse manifestar. Proyectaba una campaña que le llevaría hasta la ciudad enemiga al otro lado del mar, mas no iría en embarcaciones sino por tierra. Llevaría sus elefantes y sus tropas hasta allí. ¡Destruiría el orgullo de Roma!
           Comprendía mis motivos, pero intentó convencerme. Al final aceptó mi retiro como algo temporal. Él mismo pensaba conducir las tropas más allá del Ebro, dejando en Hispania a su hermano Asdrúbal. Cuando me sintiera liberado de culpa debía reintegrarme a mi puesto. Me quería a su lado cuando se apoderara de Saguntum,  la ciudad aliada de Roma. Y, más tarde, ante las murallas de la orgullosa ciudad.
      
     Liberado, al menos temporalmente, de mis tareas como soldado, emprendí el peregrinaje a los lugares en que se había producido mi deshonor. Me desprendí de todas mis pertenencias y así llegue a las montañas. Dormía al raso, me había despojado de todas mis armas y comía sólo lo que encontraba por el camino. En la Nueva Hélice los sacerdotes de Astarté me alojaron en el mismo templo de la diosa. Yo esperaba su señal.
           Una noche la vi en mis sueños. Desnuda bajo un velo me esperaba en lo alto de las montañas. Allí encontraría el perdón y la ansiada paz.
           A la mañana me despedí de los guardianes del templo a los que conté mi sueño. Caminé durante varias jornadas penetrando en las montañas. La diosa guiaba mis pasos. Pasé las fundiciones, las cascadas del río Mundo y me adentré en los bosques. Mis pies sangraban, pero seguía adelante. Mi corazón permanecía herido de muerte. Algunas gentes hallé por el camino, mi aspecto debía ser tan lamentable como feroz por cuanto se retiraban sin acercarse demasiado.
           Al fin llegué a unas rocas. Parecían contar la historia de mi vida. Torres de piedra, rocas desprendidas, figuras bélicas. Y en el extremo una gigantesca representación de Astarté. No una figura clara como las de los templos. Estaba unida al sur de las rocas. Como todo lo demás era obra de los dioses. Ella me lo había querido enseñar. Para eso me había hecho llegar hasta allí. Era el final. Parecía luchar contra un animal. Un jabalí gigantesco.
           Abajo, en el valle, un poblado aparecía iluminado por el sol. Era una señal clara. Bajé hasta allí. Desde lejos percibí cierto movimiento. Al acercarme no se veía a nadie. La mayoría eran cabañas antiguas casi en ruinas. Pero mi olfato no me engañaba. Había gente. Se habían escondido sin duda temiendo mi llegada. Esperé. Allí me había llevado Astarté y allí permanecería.
           Cuando ya el sol se acercaba a las montañas del oeste, un grupo de hombres armados con hachas y palos me rodeó. Enseñé mis manos vacías, mis pies heridos. Señalé mi barriga y mi boca. Poco a poco perdieron el miedo. Habían comprendido mis intenciones. Fueron apareciendo mujeres, niños, ancianos. Una me tendió un trozo de tasajo. Lo devoré. Otra un odre. Bebí con ansia. Rieron. Se había roto la distancia.
           Acabaron dándome cobijo. En pocos días era uno más entre aquella gente. Me fui haciendo necesario para ayudar a unos y otros. No pedía nada a cambio. Solo alojamiento y comida. Saqué partido de mis habilidades como antiguo constructor, como cazador y guerrero. Les enseñé a poner trampas, a reforzar los muros, a hacer lanzas y arcos. Acabé siendo el encargado de los cazadores.
           Ellos me descubrieron un mundo en el cual la lucha era la defensa contra las fieras, contra el frío y el hambre. Los niños me seguían allá donde fuera. Llegué a tener mi propia cabaña a la entrada. Confiaban en mí. Mi cuerpo habituado a la pelea se adaptó a las condiciones de la comida escasa.
           Cuando conseguí hacerme entender con palabras, les expliqué mi vida. La mayoría no habían salido de allí jamás. Alguno conocía, a lo más, las poblaciones del otro lado de la montaña. Cuando venían extraños, se escondían en los bosques de alrededor. Esperaban hasta que se iban y, al volver, restauraban lo que hubieran destruido. Poco tenían y poco les podían robar.
           En el centro una gran edificación parecida a los templos de los griegos se alzaba aún con sus grandes columnas de piedra. Nadie habitaba en ella. Era la morada de los dioses. Les ofrecían pobres sacrificios pero no les representaban en forma alguna.
           Yo les había hablado de Astarté. Les había enseñado su figura allí cerca, en las montañas. Conseguí que vieran con mis ojos las rocas. Cuando les hablé del jabalí gigantesco se asustaron. Yo no tenía miedo. Sabía que era mi final. Así se lo expliqué.
           Durante el invierno salí a cazar con un grupo de los más fuertes. Conseguimos muchas presas,  carne para no pasar apuros durante muchos días. La vida era dulce en aquel lugar.

           Se iban olvidando las batallas, la sangre. Los días sucedían a los días y las estaciones a las estaciones. Quisieron hacerme su jefe, pero no acepté. Me dieron como esposa a una joven sin padres.  Yo la protegería y ella me daría hijos.  La acepté.
Vivíamos juntos, pero su vientre era estéril. A pesar de ello no la abandoné. Ella era el único lazo que me ataba. Miraba sus ojos oscuros y sentía calor en el pecho. Tomaba sus manos y me corrían hormigas por la espalda. Siempre estaba a mi lado salvo cuando iba de caza. Por vez primera había otro ser junto al que hubiera permanecido unido sin hastiarme. Y en aquella paz el tiempo fue pasando.
           Un día, al llegar de la caza, habíamos traído buenas piezas, la encontré recostada junto a la lumbre. Temblaba de frío, pero su piel ardía. La arrimé más al fuego, avivé éste, busqué ayuda.
Fue apagándose muy lentamente. La cuidé lo mejor que pude durante los pocos días que sobrevivió. Astarté la había llamado. Se apagó como el fuego en la noche. En vano intenté calentarla, moverla. Dejó de estar al amanecer.
Tomé en mis brazos el pequeño cuerpo, casi no pesaba, y recorrí la larga distancia hasta las rocas de las figuras. Llegué al pie de la gran diosa cuando el sol estaba en lo más alto. La enterré allí mismo. Acumulé piedras sobre su tumba para que las fieras no pudieran tocarla. Luego me quedé allí, quieto, esperando no sabía qué.
Mirando la enorme figura de Astarte, se fue haciendo cada vez más clara la del jabalí. Intentaba evocar mi tiempo de guerrero, el deseo de Anibal  para que regresara, la aldea donde había encontrado un mundo de paz. Inútilmente. El jabalí parecía agrandarse, ocupándolo todo. Comprendí que la diosa me llamaba también a mí. La  estancia en aquella tierra de paz había terminado.
           Abandonándolo todo me lance al bosque. Anduve sin parar. Buscaba el jabalí que había de llevarme junto a la diosa.
 Lejos, allá en lo alto, dominándolo todo, una roca pelada de forma medio redonda  como un casco inmenso parecía llamarme. Aunque podía apreciar la enorme distancia a la que se alzaba, sentía su dominio, su tracción.  No dudé más, avancé hacia ella.
El cielo se iba cubriendo de nubes oscuras, un viento intenso se alzaba desde el sur. Estaba desfallecido y cansado. No había comido nada desde la muerte de mi compañera. Las nubes se acumulaban. Truenos y luces celestes descargaban de continuo. Yo miraba al cielo en busca de la diosa.
Anduve sin parar. Ascendí por el lomo de aquella gran piedra curvada. Hasta arriba, donde la roca se quebraba sobre el abismo. La lluvia y los relámpagos seguían de continuo.
           En el borde del corte alcé mis brazos hacia el cielo. Intentaba distinguir la figura de Astarte entre las nubes. De pronto una luz más intensa, envolviéndome, me cegó. Un momento.

Vi descender el gigantesco jabalí, sentí sus colmillos. Mi cuerpo quemado cayó desde aquella altura destrozándose contra las rocas.



      

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