M. termina su tesis, operan a R. otra vez, no sé nada de C., volvemos a ver a viejos amigos, alguien recuerda a su viejo maestro.
Y luego el ruido exterior. Las corrupciones, los abusos, las deshonestidades, los engaños. También los gestos honorables, las sonrisas, la valentía de muchos.
Con la sensación de que no hay hechos aislados, que todo es un entramado de bien y mal formando a la larga parte de un devenir que no llegaremos a ver pero en el que desde el hoy podemos y debemos actuar.
No son seguridades, nunca lo son. ¿Intuiciones? Quizá. El caso es no pararse, no comulgar con ruedas de molino, unirse a los que, lejos o cerca, luchan. Participar en le textura como se pueda, aunque nos equivoquemos. No podremos comprobar el resultado desde luego, pero eso no debe importarnos.
Incluyo otro cuento de "Historias de La Hueta". ¡Que os guste!
HISTORIA DE ASTAR (250 – 209 AC)
Aún no habían pasado trece inviernos
desde mi nacimiento cuando pise tierra ibérica. Cartago desembarcaba sus
quinquerremes en Gades Habíamos perdido ya, a manos de Roma, el dominio de la
Sicilia y la Sardinia. Debía pagar el pueblo cartaginés más tres mil talentos
al senado romano. El de Cartago le había encomendado a Amilcar la conquista de
Hispania para resarcirnos. Era una tierra rica en minerales preciosos. Su
dominio supondría un alivio para las arcas cartaginesas. Los bástulos estaban
casi sometidos y los bastetanos parecían débiles enemigos para nuestras tropas.
En vano Hannon y los suyos intentaron evitar el nombramiento de Amilcar. El
prestigio de los Barca era grande y casi todos los senadores le apoyaban.
Muchos jóvenes como yo habían
acompañado a las tropas para ayudar a los soldados en la fundación de nuevas
ciudades. Al mismo tiempo nos entrenábamos para la pelea. Preparábamos las
armas de los guerreros, les servíamos en lo preciso, cargábamos los pertrechos,
atendíamos a las bestias de carga. A cambio nos instruían en el manejo de las
armas.
Siguiendo
el valle del río Betis, nuestros hombres se enfrentaron a los turdetanos.
Vencidos sus caudillos Indortes e Istolacio, tras duras luchas en las que
murieron numerosos guerreros, Amilcar engrosó su ejército con los bravos
supervivientes. Atravesamos las montañas
donde se origina el río para llegar al mar. Nos acercamos a la antigua
Hemeroscopion ya derruida.
Algo más al sur el
caudillo conquistó la ciudad griega de
Akra Leuké. Sería nuestro apoyo en las conquistas al norte de los
pueblos sometidos. Los más jóvenes quedamos en ella para ayudar a la guarnición
que había de encargarse de su fortalecimiento.
Mientras nuestros soldados peleaban
en el interior para apoderarse de las minas de cobre y de plata, la ciudad se
fue convirtiendo en una inexpugnable fortaleza protegiendo el puerto. Las minas
rindieron lo suficiente. En seis años se pudo saldar la deuda con Roma.
Para
entonces yo era ya un guerrero. Mis manos se habían cubierto innumerables veces
de sangre ibera. Normalmente tras la victoria sobre un poblado se pactaba la
entrega de un número de guerreros, armas, víveres y esclavos, estableciéndose
una dependencia de protección y ayuda. Solo en casos excepcionales era preciso
pasar a cuchillo a los pobladores que no podíamos esclavizar. Esta forma de
actuar hacía que la mayoría de los pueblos dominados aceptaran el yugo
cartaginés. Los caudillos indígenas acostumbraban a exterminar a todos en los
poblados vencidos.
Siempre he sido corpulento y de una
fuerza poco corriente para mi edad. Aun no había pasado la veintena y ya
parecía un guerrero curtido. Eso inclinó
a Amilcar para incluirme en su guardia personal.
Junto a él se hallaban sus hijos Aníbal y
Asdrúbal, bastante más jóvenes que yo. El primero no pasaba de los diecisiete y
el pequeño tendría dos o tres menos. Llevaban con su padre desde nuestra
llegada a Gades. Le habían acompañado en todas las campañas. Se les notaba
acostumbrados a la lucha y bien entrenados. Eran ardorosos y de genio vivo.
Leales compañeros y exigentes jefes. Su odio a Roma había ido en aumento.
A su lado asistí al
encuentro con los delegados romanos, más preocupados en cobrar las deudas que
de nuestro avance por la costa. El gran Barca supo jugar hábilmente sus bazas.
Entregó los talentos que aún debíamos a Roma. Esto pareció calmarles. Los
romanos siempre habían sido sensibles al oro.
Pude contemplar al joven Aníbal
asistiendo con los jefes y la guardia al encuentro. Su cara se iba tornando
roja y una mirada feroz parecía escapar de sus ojos. Una mueca de asco forzaba
su boca. Su rostro, habitualmente hermoso, parecía una máscara deforme, tal era
el odio que emanaba.
Pronto hubimos de enfrentarnos a los
oretanos, tras de los cuales se sentía la mano encubierta de Roma. Iniciamos
una campaña de pacificación ayudados por contingentes indígenas y mercenarios venidos de la
Numidia. Aníbal y Asdrúbal quedaron en la ciudad junto a su cuñado, mucho mayor
que ambos, encargado de la defensa y fortalecimiento de Akra Leuké.
En una campaña rápida hacia el oeste,
sometimos casi todos los focos rebeldes, usando más los pactos que la
violencia. Alguna pelea de no mucha importancia causó bajas entre nuestras
tropas. Muchos nuevos guerreros se unieron a nosotros y conseguimos buenos
botines en víveres, pertrechos, esclavos y mujeres. Triunfadores regresábamos a
la costa cuando nos llegaron noticias. Los iberos de Hélice, tras degollar a
una guarnición próxima de los nuestros, habían hecho fuerte en la ciudad.
Amilcar decidió
sitiarla para castigar la fechoría y limitar el poder del régulo oretano
Orissón, allí refugiado. No contaba con el apoyo a este caudillo de otros
pueblos rebeldes en busca de la amistad romana. Tras varios días de sangrientas
luchas hubimos de retirarnos. Mientras un grupo de guerreros luchábamos para
evitar el avance enemigo, el bravo Amilcar pereció. Se dijo que rodeado de
enemigos y antes de caer en sus manos se arrojó al agua, ahogándose de
inmediato.
Los supervivientes conseguimos
retirarnos, llevando el cadáver de Amilcar. Nos
refugiamos en Akra Leuké, para entonces muy bien pertrechada. Tras las
honras fúnebres, curadas mis heridas, me uní al sucesor de Amilcar, su yerno
Asdrúbal. Apenas reconocí a Aníbal. El dolor por la muerte de su padre le había
convertido en un hombre hecho cuando aún no tenía dieciocho años.
Asdrúbal el mayor condujo los
ejércitos cartagineses con habilidad. Junto a la pequeña ciudad de Mastia, aprovechando
en parte sus fortificaciones, fundó Qarthadasat, la nueva Cartago. Hizo venir
de Numidia tropas de mercenarios y facilitó la incorporación de muchos
guerreros íberos a su ejército. La fuerza de sus tropas hizo retirarse a las de
Roma hacia el norte, más allá de Saguntum.
Una comisión del senado romano acabó
pactando con Asdrúbal la nueva disposición del territorio hispano. Roma
reconocía la soberanía cartaginesa sobre todas las tierras al sur del río Ebro
a cambio de que nuestras fuerzas no pasaran su cauce. No estaba Aníbal de
acuerdo con el pacto. Siguió las órdenes de su cuñado y jefe a regañadientes.
Asdrúbal dirigía con mano de hierro
al tiempo que demostraba una gran habilidad. Clemente con los que se doblegaban
a su mandato, era inflexible con sus opositores. Algunos jefes de los pueblos
recientemente unidos ofrecieron resistencia. No dudo en ejecutarlos. Sin
embargo perdonó la vida a otros rebeldes dispuestos a unirse contra Roma. Al
tiempo seguía fortaleciéndose con refuerzos africanos. Incluso hizo traer
elefantes y numerosos caballos. Su caballería llegó a ser uno de los puntales
del ejército.
Me había hecho el honor de confiarme
grandes responsabilidades y yo cumplía con la devoción debida. Frecuentemente
le acompañaba en sus desplazamientos. Un aciago día llegamos a la nueva Hélice,
en las estribaciones de las montañas cuya agua riega los valles al sur de
Qarthadasat. Las fundiciones griegas de bronce próximas nos proporcionaban
equipamiento. Habíamos hecho muchos estadios de marcha. Asdrúbal descansaba en
su tienda aquella noche. La guardia, me correspondía su organización, ocupaba
sus puestos. Nada hacía presentir peligro. Los esclavos celtas se habían
retirado, o así parecía. Uno de ellos, adquirido al ser ejecutado su amo,
aprovechó la aparente tranquilidad para penetrar hasta el lecho de Asdrúbal y
asesinarle.
El grito del gran hombre en el
momento de su muerte me despertó así como a los que dormían en su proximidad.
Acudimos sin poder hacer otra cosa que apresar al magnicida. Asdrúbal yacía
inerte.
Tras torturar al asesino para
encontrar la posible conspiración y no hallando otra cosa que un odio personal
hacia el que había condenado a su amo, hube de conducirle ante Aníbal y
anunciar la triste noticia. Sabía que mis horas estaban contadas. Había
fracasado en mi deber de proteger al caudillo. No me quedaba otro recurso que
la muerte. Aníbal recibió la noticia con una mezcla de pesar y satisfacción.
Amaba a su cuñado, pero deseaba el poder. Ahora era él el jefe de la nueva
Cartago. Mandó descuartizar al asesino mientras aún vivía, ordenando exponer
los pedazos del cadáver en las puertas de Qarthadasat. Pese a mi
responsabilidad, yo había fracasado en el cumplimiento de mis obligaciones, me
hizo organizar las exequias por su cuñado.
Con el dolor correspondiente hice
todo cuanto pude para que la grandeza de Asdrúbal fuera reconocida. Terminada
la incineración, pedí licencia para ser retirado del servicio y lavar mi
deshonor. Aníbal intentó hacerme desistir de mi retiro. Le hacían falta gentes
valerosas ahora que su odio a Roma iba a poderse manifestar. Proyectaba una
campaña que le llevaría hasta la ciudad enemiga al otro lado del mar, mas no
iría en embarcaciones sino por tierra. Llevaría sus elefantes y sus tropas
hasta allí. ¡Destruiría el orgullo de Roma!
Comprendía
mis motivos, pero intentó convencerme. Al final aceptó mi retiro como algo
temporal. Él mismo pensaba conducir las tropas más allá del Ebro, dejando en
Hispania a su hermano Asdrúbal. Cuando me sintiera liberado de culpa debía
reintegrarme a mi puesto. Me quería a su lado cuando se apoderara de
Saguntum, la ciudad aliada de Roma. Y,
más tarde, ante las murallas de la orgullosa ciudad.
Una noche la vi en mis sueños.
Desnuda bajo un velo me esperaba en lo alto de las montañas. Allí encontraría el
perdón y la ansiada paz.
A la mañana me despedí de los guardianes
del templo a los que conté mi sueño. Caminé durante varias jornadas penetrando
en las montañas. La diosa guiaba mis pasos. Pasé las fundiciones, las cascadas
del río Mundo y me adentré en los bosques. Mis pies sangraban, pero seguía
adelante. Mi corazón permanecía herido de muerte. Algunas gentes hallé por el
camino, mi aspecto debía ser tan lamentable como feroz por cuanto se retiraban
sin acercarse demasiado.
Al fin llegué a unas rocas. Parecían
contar la historia de mi vida. Torres de piedra, rocas desprendidas, figuras
bélicas. Y en el extremo una gigantesca representación de Astarté. No una
figura clara como las de los templos. Estaba unida al sur de las rocas. Como
todo lo demás era obra de los dioses. Ella me lo había querido enseñar. Para
eso me había hecho llegar hasta allí. Era el final. Parecía luchar contra un
animal. Un jabalí gigantesco.
Abajo, en el valle, un poblado
aparecía iluminado por el sol. Era una señal clara. Bajé hasta allí. Desde
lejos percibí cierto movimiento. Al acercarme no se veía a nadie. La mayoría
eran cabañas antiguas casi en ruinas. Pero mi olfato no me engañaba. Había
gente. Se habían escondido sin duda temiendo mi llegada. Esperé. Allí me había
llevado Astarté y allí permanecería.
Cuando ya el sol se acercaba a las
montañas del oeste, un grupo de hombres armados con hachas y palos me rodeó.
Enseñé mis manos vacías, mis pies heridos. Señalé mi barriga y mi boca. Poco a
poco perdieron el miedo. Habían comprendido mis intenciones. Fueron apareciendo
mujeres, niños, ancianos. Una me tendió un trozo de tasajo. Lo devoré. Otra un
odre. Bebí con ansia. Rieron. Se había roto la distancia.
Acabaron dándome cobijo. En pocos
días era uno más entre aquella gente. Me fui haciendo necesario para ayudar a
unos y otros. No pedía nada a cambio. Solo alojamiento y comida. Saqué partido
de mis habilidades como antiguo constructor, como cazador y guerrero. Les
enseñé a poner trampas, a reforzar los muros, a hacer lanzas y arcos. Acabé
siendo el encargado de los cazadores.
Ellos me descubrieron un mundo en el
cual la lucha era la defensa contra las fieras, contra el frío y el hambre. Los
niños me seguían allá donde fuera. Llegué a tener mi propia cabaña a la
entrada. Confiaban en mí. Mi cuerpo habituado a la pelea se adaptó a las condiciones
de la comida escasa.
Cuando conseguí hacerme entender con
palabras, les expliqué mi vida. La mayoría no habían salido de allí jamás.
Alguno conocía, a lo más, las poblaciones del otro lado de la montaña. Cuando
venían extraños, se escondían en los bosques de alrededor. Esperaban hasta que
se iban y, al volver, restauraban lo que hubieran destruido. Poco tenían y poco
les podían robar.
En el centro una gran edificación
parecida a los templos de los griegos se alzaba aún con sus grandes columnas de
piedra. Nadie habitaba en ella. Era la morada de los dioses. Les ofrecían
pobres sacrificios pero no les representaban en forma alguna.
Yo les había hablado de Astarté. Les
había enseñado su figura allí cerca, en las montañas. Conseguí que vieran con
mis ojos las rocas. Cuando les hablé del jabalí gigantesco se asustaron. Yo no
tenía miedo. Sabía que era mi final. Así se lo expliqué.
Durante el invierno salí a cazar con
un grupo de los más fuertes. Conseguimos muchas presas, carne para no pasar apuros durante muchos
días. La vida era dulce en aquel lugar.
Se iban olvidando las batallas, la
sangre. Los días sucedían a los días y las estaciones a las estaciones.
Quisieron hacerme su jefe, pero no acepté. Me dieron como esposa a una joven
sin padres. Yo la protegería y ella me
daría hijos. La acepté.
Vivíamos juntos,
pero su vientre era estéril. A pesar de ello no la abandoné. Ella era el único
lazo que me ataba. Miraba sus ojos oscuros y sentía calor en el pecho. Tomaba
sus manos y me corrían hormigas por la espalda. Siempre estaba a mi lado salvo
cuando iba de caza. Por vez primera había otro ser junto al que hubiera
permanecido unido sin hastiarme. Y en aquella paz el tiempo fue pasando.
Un día, al llegar de la caza,
habíamos traído buenas piezas, la encontré recostada junto a la lumbre.
Temblaba de frío, pero su piel ardía. La arrimé más al fuego, avivé éste,
busqué ayuda.
Fue apagándose muy
lentamente. La cuidé lo mejor que pude durante los pocos días que sobrevivió.
Astarté la había llamado. Se apagó como el fuego en la noche. En vano intenté
calentarla, moverla. Dejó de estar al amanecer.
Tomé en mis brazos
el pequeño cuerpo, casi no pesaba, y recorrí la larga distancia hasta las rocas
de las figuras. Llegué al pie de la gran diosa cuando el sol estaba en lo más
alto. La enterré allí mismo. Acumulé piedras sobre su tumba para que las fieras
no pudieran tocarla. Luego me quedé allí, quieto, esperando no sabía qué.
Mirando la enorme
figura de Astarte, se fue haciendo cada vez más clara la del jabalí. Intentaba
evocar mi tiempo de guerrero, el deseo de Anibal para que regresara, la aldea donde había
encontrado un mundo de paz. Inútilmente. El jabalí parecía agrandarse,
ocupándolo todo. Comprendí que la diosa me llamaba también a mí. La estancia en aquella tierra de paz había
terminado.
Abandonándolo
todo me lance al bosque. Anduve sin parar. Buscaba el jabalí que había de
llevarme junto a la diosa.
Lejos, allá en lo alto, dominándolo todo, una
roca pelada de forma medio redonda como
un casco inmenso parecía llamarme. Aunque podía apreciar la enorme distancia a
la que se alzaba, sentía su dominio, su tracción. No dudé más, avancé hacia ella.
El cielo se iba
cubriendo de nubes oscuras, un viento intenso se alzaba desde el sur. Estaba
desfallecido y cansado. No había comido nada desde la muerte de mi compañera.
Las nubes se acumulaban. Truenos y luces celestes descargaban de continuo. Yo
miraba al cielo en busca de la diosa.
Anduve sin parar. Ascendí
por el lomo de aquella gran piedra curvada. Hasta arriba, donde la roca se
quebraba sobre el abismo. La lluvia y los relámpagos seguían de continuo.
En el borde del corte alcé mis brazos
hacia el cielo. Intentaba distinguir la figura de Astarte entre las nubes. De
pronto una luz más intensa, envolviéndome, me cegó. Un momento.
Vi descender el
gigantesco jabalí, sentí sus colmillos. Mi cuerpo quemado cayó desde aquella
altura destrozándose contra las rocas.
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