Así. De repente. Setenta y cinco años.
Y parece mentira, porque en verdad uno se siente como siempre. Lo decía Galdós en El Abuelo. Un adolescente atrapado en un cuerpo deteriorado. (Cito de memoria y la tengo mala)
Echo la vista atrás a esos momentos de lucidez en que uno se ve fuera del tiempo.
A los doce en el balcón de casa de mis padres con la luz blanca del atardecer. Queriendo pensar en el yo futuro como algo de mi mismo.
A la orilla del Manzanares en La Pedriza sintiendo la vida antes del alba. Intuyendo el yo como extensión hacia adelante y hacia atrás en el tiempo.
En aquel altozano del Rif, haciendo la guardia al amanecer. Repasando lo vivido hasta entonces e intentando adivinar el cómo más adelante.
Al caer la tarde en aquella carretera del Pirineo aragonés mirando hacia atrás sin ira. Sintiendo la riqueza de la soledad.
Y más veces, casi siempre a punto de amanecer o de atardecer. Algo tengo de solariano.
Y hoy soñando con una reunión que han preparado un grupo de alumnos a los que dejé hace veintisiete años. Ellos cumplen cuarenta. Tuve el gran honor de ser su maestro de escuela. ¡Gracias muchachos! ¿O debería poner: Gracias muchach@s?
Si la vida es un sueño he tenido suerte, me ha tocado uno fantástico. Han sido setenta y cinco años muy hermosos. ¿Con momentos malos? ¡Claro! ¿Pero como hubiera podido disfrutar de todo lo bueno sin ellos?
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