lunes, 20 de mayo de 2013

AQUÍ Y AHORA



Por fin en casa y con un ordenador "comme il faut".
He intentado varias veces escribir desde fuera con pinchito o con el teléfono. Imposible.
No sé cuantos días podré hacerlo desde aquí, pero espero poder hacerlo casi diariamente.
Decís los que me queréis que no estoy viejo. No es así. ¡Estoy viejo! Y lo peor es que me empeño en utilizar todo eso que se ha hecho para vosotros y a lo que accedo con dificultad. Se me olvidan los mecanísmos, los trucos, las fórmulas.
Pero, no os preocupéis, me aguanto. Viejo, pero cazurro.
Aquí estoy otra vez para que podáis leerme los pocos fieles que me quedan.
La verdad es que con la falta de sistema que tengo, lo extraño es que todavía quede algún lector.
La verdad es que, como siempre, escribo más para mi que para ser leido. Y no es que no me encante tener lectores.
Este blog es como el regreso a aquel diario de adolescente que, como correspondía, también escribí en su momento.
Temas no faltan. La irresponsabilidad que va apoderándose de nuestra sociedad da para mucho.
Pero hoy también yo me declaro en huelga de análisis crítico. Debe ser el frío.
Añado un cuento no publicado, como casi todo lo mío, de las Historias de La Hueta.

                                                 HISTORIA DE ZOR (397- 362 AC)

       Mi madre era esclava. Había nacido muy lejos, por donde sale el sol. Mucho antes de que yo naciera mi padre la compró.
Él era griego, había sido un artesano libre, fundidor de bronce en una aldea del Ática, más allá de los mares, en la Hélade, decía. 
     No sé por qué, ni cómo, habían llegado a Élice. Algunas veces, cuando estaba muy borracho, mi padre contaba cosas de un viaje largo, muy largo, desde su tierra hasta Sagunto. Nada más, parecía ser su único recuerdo.
De mi madre sólo que la había comprado antes de establecerse allí. Ella nunca habló de sus orígenes, al menos no con claridad.
     El resto del tiempo mi padre trabajaba, dormía, comía o bebía zumo de uvas fermentado hasta emborracharse.
      Vivíamos en una choza pegada a la fragua donde mi padre fundía el metal.
      De mi madre sólo sé que era esclava y había sido comprada cerca de allí. Apenas hablaba. Ella cuidaba la huerta, tejía y hacía la ropa de los tres, cocinaba y dormía con mi padre. Hablaba poco y no se quejaba aunque la golpeara.
      Cuando él se emborrachaba nos pegaba a los dos. Habíamos aprendido a escabullirnos. Lo peor eran las patadas, podían darnos en cualquier parte y dolían aunque las diera con el pie desnudo, sobre todo cuando te las daba en la cara.
       Aprendí el trabajo de la fundición casi antes de saber hablar. Mi padre me enseñaba a bofetadas si no lo hacia bien. Cuando acertaba me daba frutas, higos o vino. Aprendí todo lo que hizo falta. Reconocía una veta de cobre aprovechable y sabía calcular el estaño que traían los mercaderes desde Mastia para preparar una buena colada.
       Había otros fundidores en Hélice, pero ninguno como mi padre. Cuando estaba sobrio trabajaba por cinco. Nada se le resistía. Si borracho lo mejor era no estar al alcance de su mano, o de sus piernas.
Me enseñó el oficio. O lo aprendí con él. Nunca fue para mí otra cosa que un patrón al que temía.
Desde muy lejos venían a encargarle trabajos. Los sacerdotes de Astarté habían venido para que fundiera la estatua de la diosa. En un carro tirado por seis bueyes habían traído la figura de barro, medía casi cinco codos de altura. Los brazos los traían separados del cuerpo, pero en el bronce debía tenerlos en alto. Mi padre trabajó durante varios días en preparar el molde y luego en solo dos fundió el metal y lo rellenó. Bebía agua y estaba de buen humor. Incluso bromeaba con sus ayudantes y me daba suaves pescozones de cariño.
      La imagen debió quedar  muy al gusto de los sacerdotes. Le pagaron con piezas de oro. Aprovechó para emborracharse y regresaron los golpes, pero le compró una túnica a mi madre y no nos faltó la comida.
       Empezaron a llegar encargos de todas partes. Estaba claro que no había otro como él.  Compró dos esclavos para que le ayudaran. Mi madre ahora tenía más trabajo, pero estaba contenta porque él ya no bebía tanto, no la pegaba y hasta habló de ir al magistrado para hacer actas de libertos para ella y para mí. 
       Poco después reventó un molde mientras mi padre echaba el metal líquido. Era una pieza muy grande. Se abrasó las piernas y el vientre. No sobrevivió.
       No sé por qué, deudas por adelantos o algo así, el caso es que mi madre y yo fuimos  llevados al mercado y vendidos. El comprador era también griego pero había venido de las montañas. Él nos trajo hasta aquí. Tardamos varios días en llegar.    
       El nuevo amo era un hombre casi anciano, muy grande. Parecía fuerte pese a la edad.  Nos trataba con dulzura y nos hablaba con voz suave. ¿Extraño?
        Contaba cosas. Donde vivía y lo que pensaba. Hablaba con muchas palabras desconocidas. Yo no le comprendía aunque sí su intención de agradarnos. No entendía para qué. Éramos suyos. Podía llevarnos donde quisiera y hacer con nosotros lo que hubiera querido.
       Nunca había conocido a nadie como él. Se preocupaba si no comíamos o si estábamos cansados. No nos dejaba ir a pie y al llegar a las montañas nos dio ropa para abrigarnos. Pensé que le debíamos haber salido caros y no quería estropearnos antes de tiempo. Madre casi no hablaba. Los dos aceptábamos la situación sin preocuparnos de más. Malo sería si los nuevos amos, éste u otro, no fueran mejores que mi padre. Esperábamos.
       Llevábamos cuatro grandes mulas y otro joven muy fuerte que siempre sonreía. Se llamaba Ado y hablaba poco. Debía haberle comprado antes que a nosotros pues sabía las cosas que quería el amo y le trataba sin temor. No siempre hacía las cosas que le mandaba, incluso discutía con él, con o sin razón. El amo no se enfadaba, ni le golpeaba. Hablaba con Ado como con un amigo, aunque era claro que estaba por debajo. ¿Un esclavo más? No preguntamos. ¿Para qué? Ni siquiera teníamos importancia nosotros, cuanto menos un desconocido.
El amo nos trataba a todos como a iguales. ¡Aquello resultaba tan extraño! Era agradable. Madre se encogía cuando le hablaba. Como si temiera algo. Me fui acostumbrando a ser llamado por mi nombre, a comer junto a los otros, a aceptar la mano del amo en mi hombro sin temer el golpe.
       Hubiera deseado que aquel viaje durara siempre. Suponía que nos vendería en el interior, por eso no le importaba tratarnos con aquella confianza. Si era buen mercader le convenía llegáramos sin complicaciones y con buen aspecto.
    Mi madre y Ado eran todavía jóvenes y yo era casi un niño, pero me criaba fuerte. Podía sacar un buen precio por nosotros. En todo caso el viaje merecía la pena. No sé a Ado, pero a mi madre y a mí nadie nos había tratado nunca demasiado bien.
     Al fin llegamos aquí un atardecer. Nos cruzábamos con labriegos que saludaban con alegría. Se acercaban al amo. Le daban besos en la cara. Se les notaba contentos con su llegada. Algunos también saludaban con efusión a Ado. Estaba claro que le conocían. Debía haberle comprado antes que a nosotros y ya conocía esto. Madre y yo mirábamos con susto.
    ¿Qué significaba aquello?
     ¿Contentos porque venía el amo?
     Nos llevaron hasta el centro del poblado. Había una casa de piedra, grande como un templo. Con columnas en el dintel, una gran sala y muchas habitaciones alrededor. Las ventanas y las puertas estaban cubiertas con maderas.  Por dentro con pieles para no dejar entrar el frío. Todo aparecía limpio, como si lo hubieran bañado con agua. Nunca había visto tanta limpieza.
       Dos mujeres salieron a recibirnos. Eran ancianas y vestían a la griega. Nos besaron a los cuatro con muestras de alegría. También al amo. ¿Eran esclavas? ¿Eran sus esposas? Aquello resultaba cada vez menos comprensible.
       El amo se retiró. A madre y a mí nos llevaron cerca del fuego, a un lado de la sala. Nos lavaron con agua calentada. Luego nos pusieron ropas limpias, de buena lana. Nos dieron de comer y nos condujeron a dos lechos en una de las habitaciones. Ado se había separado de nosotros al entrar en la casa. Parecía supiera sus obligaciones. Comprendí que había estado allí antes, se movía con mucha soltura por la casa.
       Al quedarnos solos intenté sacar conclusiones sobre lo que ocurría. Todo carecía de sentido. Aquello era… Nunca había visto nada parecido.
     Conseguí mantenerme poco rato despierto. Estábamos muy cansados y no sabíamos lo que nos esperaba al día siguiente. Dormimos enseguida. No sé cuánto tiempo.
      Ya era bien entrado el día cuando despertamos. No nos atrevíamos a movernos. Yo tenía hambre y me asomé a la sala, en algún lugar se podría conseguir algo para comer. Aún no sabíamos qué se esperaba de nosotros.
      Pronto lo supimos, aunque no comprendíamos demasiado. Cleia y Livia, las mujeres del día anterior nos contaron mientras nos llevaban a las cocinas, fuera de la casa grande.
      Eugnoso, el amo, había nacido en un lugar muy lejano llamado Siracusa. Era filósofo y seguía doctrinas de igualdad. Quería hacer un pueblo de seres libres. Todos y cada uno de los que allí vivían habían sido comprados y trabajaban en lo que sabían. Nadie mandaba. No había amos ni esclavos. No sólo estaban ellas y nosotros. Había muchos más. Vivían en otras casas construidas entre todos cuando era preciso.
       Todo igualmente disparatado. No entendíamos nada. Al parecer teníamos un tiempo para aprender cosas y luego buscaríamos nuestro puesto. Mientras quisiéramos podríamos vivir en la casa grande. Por el momento debíamos conocer a los otros, sus casas, sus trabajos. Luego nosotros tendríamos que elegir.
       ¿Elegir?
     ¿Qué era aquello? Estábamos perdidos. Aquel mundo era algo tan distinto. ¿Qué habíamos de hacer?
      ¿Nos aceptarían los otros? ¿Y si no aprendíamos? ¿Nos matarían? ¿Nos venderían?
      ¿Cómo sabríamos qué hacer si nadie mandaba? 
      ¡Aquello parecía un sueño sin sentido!
      Decían: Ser libres.
    ¿Qué era ser libre?  Nada para nosotros. Hasta ese momento conocíamos nuestra suerte. Vivir era trabajar y obedecer.
      ¿Qué haríamos ahora? ¿Para qué viviríamos?
       Mi madre se acurrucó en un rincón y se quedó quieta y callada. Cleia quedó con ella. Yo decidí escapar. Había visto pueblos en el camino. Podría llegar a ellos y ganarme la vida de algún modo. Nadie sabría si era esclavo o liberto. Nunca me habían hecho marcas.
       Salí de la casa dispuesto a alejarme lo antes posible de aquel mundo incomprensible.
       Alrededor de la casa o adosadas a ella había otras. No eran cabañas sino casas de piedra menores. Más allá estaban los campos de labranza. En ellos había hombres y mujeres trabajando, descansando, cantando, riendo. Detrás, los bosques en todo lo que alcanzaba la vista.
Aquello podía ser bueno, pero yo no entendía nada. No estaba a gusto. Planeé escaparme ahora que era posible. Podía esconderme en el bosque algún tiempo. Desde allí me haría una idea de las cosas.
Si no salían a cazarme.
       Despacio, como si estuviera paseando me fui alejando de la aldea. Al pasar yo, las gentes me saludaban con la mano, alegremente. Algo gritaban pero no lo entendí. Seguí andando, sin correr para que no se dieran cuenta de mi escapada. Detrás un camino penetraba en el bosque. Me fui hacia él para abandonar toda aquella locura.
       No me había alejado mucho de las casas cuando Ado vino corriendo hacia mí. Estaba tan asustado que no pude huir. Ahora me atarían y quizá me golpearan, pero sabría a que atenerme.
       Cuando llegó Ado me dijo que Eugnoso quería hablar conmigo.
Obedecí, yo era su esclavo. Mi escapatoria había terminado, al menos por el momento. ¡Por fin sabría lo que hacer! Ya vería más adelante.
       El amo Eugnoso estaba desatascando una vena de agua con otros más. Me hizo esperar mientras terminaba y luego vino hacia mí. Habló y habló. Yo no entendía todas las palabras pero sí el sentido.
       Hablaba de la naturaleza, de dioses hechos para el engaño, de unos hombres dominando a otros, de la necesidad de un orden nuevo en que todos fueran iguales y hermanos, de la inutilidad del poder y de las guerras. Yo estaba perdido, pero movía la cabeza como si aceptara todo lo que oía. Después habló de mi instrucción, de un pedagogo para enseñarme junto a los otros de mi edad. De la conveniencia de aprender a usar las tablillas. Leer, escribir y contar. No era preciso si yo no quería, pero me convenía. Si no quería aprender podía trabajar en la fragua. Me sabía un fundidor experimentado pese a mi edad.  Había ya otros dos hombres, pero sabían poco. Yo podía enseñarles. Podría vivir en la casa grande con mi madre o aparte. No tenía que decidirme enseguida. Primero verlo todo, hablar con los otros. Yo mismo vería lo que era mejor para mí. 
      Yo seguía sin comprender nada. ¡Aquello no tenía ningún sentido!
     Vinieron a llamarle. Alguien le necesitaba. Se fue después de insistir en que saliera y fuera pensando en mi elección.
       Sólo entonces, en medio de aquellas gentes, empecé a notar que algo estaba cambiando dentro de mí. Apenas había entendido lo que Eugnoso decía, pero algo sí me quedaba claro. Había un yo. Yo.
Podía pensar y decidir. No tenía que esperar las órdenes de otros.
      ¿Podía irme? También quedarme.
      No era fácil elegir. Suponía decir sí a algo y no a lo contrario. Sin que nadie me dijera lo que tenía que hacer.
      Hasta aquel momento siempre había hecho lo que debía. Bien o mal había cumplido. Ya no tendría esa ayuda.
      Yo decidía. Yo actuaba. Yo.
       Nunca había notado aquel calor dentro de mí. Como cuando mi padre terminó la Astarté y me daba golpecillos en la cabeza. Ahora era mucho más fuerte. Las lágrimas se me escapaban de los ojos. No recordaba haber llorado jamás. Y era dulce llorar cuando se siente ese calor dentro. Me daba cuenta de que sonreía.
       Alguien se ocupaba de Zor el esclavo. Podía decidir por mí mismo, aunque no estaba  muy seguro de lo que eso quería decir. Yo era alguien y Eugnoso, mi amo, deseaba que siguiera allí. No lo mandaba.
Aún, aquella sospecha me duraría algún tiempo, pensaba en algo poco claro que acabaría apareciendo. Ya conocía otros que eran aficionados a gozar con niños. Mientras no pegara.
Esperaría. Mientras me dieran de comer y me trataran así nada había de temer. Por lo pronto nadie me pegaba ni me obligaba a hacer lo que no quisiera. Lo que pudiera venir después no me importaba. Los demás parecían contentos. ¿Por qué no yo? Además, se estaba bien y la comida era buena.
       Aprendería a vivir como ellos. Algún día entendería lo que estaba pasando. Lo que viniera no habría de ser mucho peor que las patadas en la cara cuando estaba con mi padre.
       Me acerqué a un grupo de trabajadores. Me dijeron sus nombres, cual era su trabajo y donde vivían. Me preguntaron muchas cosas. Recordé a Ado e hice lo que él. Sonreír Era agradable sonreír, y hablar... lo menos posible. Ya vería más adelante.
       Empecé a vivir como un hombre libre. Al principio tenía mucho cuidado con lo que decía. No quería enfadar a nadie. Mi madre y yo ocupamos el mismo habitáculo dentro de la casa grande. Comíamos todos en un lugar común. A la tarde, cuando se terminaba el trabajo nos reuníamos para hablar, cantar, bailar y hacer música. Había algunos que tañían con habilidad.
       Los primeros días fui de un sitio para otro. Todos eran buenos conmigo. Al final decidí unirme a los forjadores. Sólo en la mañana. Por las tardes iba con uno al que decían el pedagogo.  Caristes.
Era un viejo filósofo, como el mismo Eugnoso. Nos trataba con cariño. Enseñaba la escritura y  la física. Se decía seguidor de Esculapio. Con él aprendí a curar a los enfermos, a escribir en tablillas y a leer los rollos que se guardaban en la casa grande. Yo seguía dudando de todo aquello, pero aquel aprendizaje podía serme útil en el futuro.
Muy poco  a poco fui comprendiendo lo que era una comunidad de hombres libres.
       Enseñé a los otros la fundición del bronce y ellos me enseñaron a trabajar el hierro.
       Paso el tiempo. Al cabo comprendí los sueños de Eugnoso. Aprendí muchas cosas y al llegar el verano era uno más de la comunidad. Una comunidad de hombres y mujeres libres.
       Mi madre languideció ese invierno y murió. Algo tenía en el pecho. Había estado oculto hasta ese momento, según Caristes,  pero, no sé por qué, precisamente cuando podía vivir, moría.  Quizá nunca llego a comprender lo que era la libertad y tuvo miedo.
       Las marcas de los golpes de otro tiempo fueron borrándose en mi piel y en mi ánima. Llegó un momento en que, como todos allí, no comprendía cómo unos hombres podían ser dueños de otros. Aprendí tanto que los demás me respetaban casi como al mismo Eugnoso.
       Dos o tres veces al año él se iba con uno de los hombres a vender las cosas que hacíamos, piezas de bronce, telas, objetos de madera. Volvía casi siempre con alguien nuevo que al principio no entendía nada, como yo mismo cuando llegué. Nosotros les servíamos de guía, de ejemplo. Casi todos aprendían a vivir libres entre nosotros. Algunos, entre los mayores, al igual que mi madre, no lo conseguían. Languidecían y acababan muriendo. Algunos escapaban antes de comprender. Los más  permanecían. La comunidad iba creciendo. 
     Yo también lo fui haciendo en aquel mundo nuevo. Me hice un hombre. Las últimas cadenas cayeron.
    ¡Vivir era hermoso! Ser libre era hermoso. Todo era hermoso. La vida tenía un sentido nuevo y buscar la sabiduría era importante.
       Había aprendido mucho y todos contaban conmigo. En la asamblea se escuchaban mis opiniones con seriedad. El mismo Caristes me pedía consejo cuando tenía dudas sobre algún enfermo. Se  me consultaba para todo y cuando Eugnoso se iba me hacían presidir la asamblea. No importaba la edad ni el tiempo de permanencia sino lo que uno llevaba dentro. Y yo, según decían, tenía mucho.
       Un año Eugnoso no regresó. Ni él, ni el hombre que le acompañaba. Esperamos muchos días, pero nunca regresaron. Solo volvió un perro que había ido con ellos. Se tumbó a la puerta de la casa y aullaba sin parar. Era un aullido suave, como un llanto. No quería comer y así permaneció hasta desfallecer y morir. Comprendimos que su amo no regresaría jamás.   
       Poco después Caristes, que era mucho más viejo, murió. En los últimos tiempos habíamos intentado que aprendieran el uso de las hierbas dos de los más adelantados.
Todo siguió su marcha como hasta ese momento. Al principio.
       La asamblea dirigía todo, como hasta entonces. Discutíamos lo que se debía hacer. Elegíamos lo mejor para la mayoría. Esta situación duró algunos años. 
Las discusiones empezaron por la casa grande. ¿Quién habría de ocuparla? ¿No era conveniente elegir a uno para ocupar el puesto de Eugnoso? Ahora todos éramos iguales y había necesidad de un guía.
Primero fueron palabras cada vez más agrias. De repente comenzaron las peleas. Unos y otros se agrupaban en torno a alguno de los cabecillas.
     Hubo luchas. Por fin uno de los grupos se hizo con el poder. Lo comandaba uno de mis antiguos compañeros de la fundición, hombre de una fuerza extraordinaria. Nombró a otros para defenderle. Y hubo más poder. Los débiles aceptaban el yugo de los fuertes a cambio de protección. Los fuertes se enfrentaban entre sí.
      Unos y otros intentaron llevarme a su causa. Pero aquello carecía de sentido. Ya no éramos un poblado de hombres y mujeres iguales y libres. Uno u otro lado era lo mismo, el poder de unos sobre otros. Entonces decidí huir por lo contrario que lo había intentado al llegar. Entonces no sabía lo que era la libertad, ahora no podía admitir ninguna opresión.
       Aprovechando la noche me alejé de allí con lágrimas en los ojos, esta vez de tristeza. Me interné en las montañas cuanto pude.
       Añoraba la casa grande, la biblioteca como llamaba Carites al lugar donde se guardaban los rollos escritos. Recordaba las fiestas, la alegría, la asamblea. Pero eso no existía ya. Al menos para mí. Nada tenía que ver con el esclavo que de niño había llegado conducido por un viejo filósofo. Ahora era un hombre.
       Después de mucho andar por la montaña, alimentándome como y cuando podía, encontré un lugar donde no parecía haber llegado nadie. Me acomodé lo mejor que pude en una cueva. Aprendí a vivir en soledad meditando sobre la realidad de las cosas. Así he vivido hasta el final.
     Carecía de todas las cosas materiales que había aprendido a apreciar en el tiempo vivido con Eugnoso. Tenía lo más valioso de  lo aprendido con él. Era un hombre. Y era libre.           
     A esto último no estaba dispuesto a renunciar.      


















No hay comentarios:

Publicar un comentario