miércoles, 21 de noviembre de 2012

Y VOLVER, VOLVER, VOLVER...

No niego que me guste viajar; moverme, ir aquí o allá; sin embargo en el fondo lo que más me gusta es el regreso. Cosas de la edad.
     Por unas cosas o por otras no he podido escribir nada en estos días. La verdad es que ha sido un mes que se me pasó volando entre idas y venidas.
    Vi a todos mis nietos, a todos mis hijos y disfruté. Pero para el ordenador no tuve tiempo. Apenas mirar el correo y contestar las urgencias.
    Y aquí estoy de nuevo dispuesto a dar la lata a mis pocos, pero selectos, lectores.
     Un poco asustado por el carácter de hecatombe que parece tener la situación de Palestina. Y hablo de hecatombe en sentido sacrificial. Una vez más el sedicente ser humano está dispuesto a ofrecer a sus dioses en holocausto la vida de los otros, ahora con bombas en vez de con cámaras de gas. ¡Aprendieron bien la lección! El nacismo cabalga de nuevo. ¡Pobre Palestina! Pero esta vez no habrá declaraciones de guerra. ¿O es ahí donde está la clave? La solución de la crisis mundial, como otras veces.
     ¿No comprenden que la vida es un bien universal? ¿No saben que ellos también morirán? ¿A qué juegan? ¿Buenos y malos? Eso somos todos, un poco de cada.
     Por no hablar de lo próximo. Nuestros hijos yéndose fuera para poder aplicar lo que aquí aprendieron. Y esta vez no son las humildes gentes que buscaban sobrevivir para regresar algún día. Son los universitarios que tanto dinero costaron al país los que se van en busca de un futuro que nuestros empresarios, avaros, nuestros políticos, deshonestos, les niegan. Europa, América, el mundo los recibe con los brazos abiertos. A ver. Nada les ha costado prepararlos y lo están a fondo. Valiosos, inteligentes, trabajadores y gratuitos. ¿Cómo no los van a aceptar?
     Y la amenaza de esos centros de corrupción, tan del gusto de nuestros próceres que parece van a abrirse por todo el país. Con exención de impuestos incluida. ¡Hasta se podrá fumar! ¿Os acordáis de la Cuba de Batista, el prostíbulo de USA? Eso nos brindan. Dicen que dará trabajo. ¿Camareros, crupieres, carteristas, prostitutas? ¿Y los conductores de taxis, de elicópteros, de aviones para traer a los jugadores? ¿Y los obreros de mantenimiento? ¿Y los de la limpieza? Por no hablar de los proxenetas y los distribuidores de droga. Y no es que haga tabla rasa entre trabajos. Sólo intento enumerar los que se van a ofrecer sin entrar en juicios de valor.
      ¿Deprimente? Pero real. Como la decadencia de la "clase política", la pérdida de prestigio de nuestros jueces o la persecución contra la "cosa pública".
      Afortunadamente la voz del pueblo sigue sonando aunque no se le haga caso. ¡Ah, si no fuera por los movimientos populares! Aunque haya tantos que intentan capitalizarlos.
     ¡Y ya está bien de lamentos! Incluyo un cuento de Historias de la Hueta para, espero, entreteneros un poco.

                      HISTORIA DE YAGO  (498- 443 AC)

       Al principio vivíamos junto al mar. Ya casi no me acuerdo como era. Solo que jugábamos con conchas y había una raya que separaba el mar y el cielo. En la cabaña en que dormíamos; yo, mi madre y la madre de mi madre; no había apenas sitio.
       Madre salía cada mañana y no regresaba hasta la noche. Siempre traía cosas para comer. A veces ropas y otras cosas que ellas utilizaban. Yo jugaba en la playa con otros como yo. No recuerdo otras gentes. Sólo otras cabañas semejantes a la nuestra.
Estábamos los tres y me bastaba. Hasta que vinieron los hombres de Cartago.
       Nos escondimos, no sabía por qué ni cómo. Abuela y yo. Madre no estaba con nosotros. Abuela me contó como los de Cartago lo destrozaban todo, lo quemaban todo y se llevaban a la gente que no habían matado. Quemaron las cabañas y se llevaron a madre. Eso me contaba abuela en el largo camino hacia aquí. Me contaba muchas cosas, pero ya  no me acuerdo.
       Sí que me hablaba de las montañas donde ella había nacido, de sus bosques, de los pájaros, de los animales. Y, sobre todo, de sus arroyos manando por todas partes. Eso me lo decía para que no me quejara de la sed. Cuando llegáramos se acabaría la sed y el hambre. Y no habría peligro. Hasta aquellas alturas no llegarían los hombres de Cartago.
       Yo no los había visto, pero se aparecían en mis sueños como unos monstruos gigantescos y feos que rompían las cabañas a patadas y echaban fuego por la boca sobre ellas. Me perseguían para llevarme con ellos como a madre, pero abuela me apretaba contra sí y despertaba.
       Estuvimos andando mucho tiempo. Estaba muy cansado. Nunca acabábamos de llegar a donde ella quería. La mayoría del tiempo andábamos de noche. Abuela decía tener menos peligro. Nadie debía conocer nuestro camino.
 De día sólo nos movíamos cuando estábamos lejos de lugares donde hubiera personas. Dormíamos donde podíamos cuando hallábamos un lugar escondido. Si no, continuábamos andando. No importaba lo cansados que estuviéramos. Cuando no podíamos seguir, abuela y yo nos tapábamos con ramas, o nos escondíamos en cuevas.
Siempre tenía sueño. Me gustaba dormir porque no sentía el hambre y porque entonces aparecía mi madre. Los feroces hombres de Cartago habían dejado de venir. No recuerdo si madre hablaba o no, solo su cara con la sonrisa de jugar y las manos llenas.
A veces íbamos junto a un río, entonces no pasábamos sed, pero la mayoría del tiempo íbamos por sitios muy secos. Los pellejos de agua se agotaban, no podíamos hacer fuego ni ruido, para que no nos descubrieran. Yo suponía que los mismos que se habían llevado a madre.
Todo el camino tuve hambre y sed. Solo comíamos unas tiras de pescado seco que llevaba abuela y cosas que desenterraba del suelo de bajo las hierbas, más unas bolitas rojas que tenían un huesecillo y alguna fruta silvestre si la encontrábamos. Contra la sed me hacía masticar  raíces dulces.
Al cabo de muchos días llegamos aquí arriba.
Antes habíamos visto unos hombres a lo lejos. Nos escondimos. No volvimos a ver a nadie desde que entramos en los bosques. Yo preguntaba si habíamos llegado, pero abuela contestaba siempre que debíamos seguir. Más adentro, más arriba.
Cuando llegamos aquí dijo que estaríamos bien. Escogió este sitio después de mucho dar vueltas hacia un lado y otro. Teníamos el regato, la roca atrás, los grandes árboles delante.
--Nadie puede vernos desde lejos y nosotros dominamos el valle.
Hasta entonces abuela había dicho que madre se reuniría con nosotros. Yo esperaba y esperaba. Cuando estuviéramos en un sitio quietos entonces vendría. Y, por fin, habíamos llegado. Pronto vendría.
Al otro lado del arroyo, en lo alto, había unas grandes piedras amontonadas. Estaban vacías  y envueltas por la maleza. Abuela prefirió subir algo más, hasta una zona aislada a la que se llegaba con dificultad y que dominaba la otra
       Hicimos una choza con piedras y barro. Así no podrían quemarla los hombres de Cartago, pensé. Abuela decía que era para el frío del invierno. Con palos y hierba le hicimos un tejado dejando un agujero en el medio para el humo. Tardamos varios días.
       Comíamos cosas que abuela recogía en el bosque. Frutos, cebollitas, setas, lechuguillas. También atrapaba pequeños animales con trampas hechas de juncos y palos. Ardillas, pájaros, culebras, lagartos. Los asábamos y nos los comíamos.
       Abuela sabía todas las cosas. Hacer fuego con dos piedras, poner trampas, rebuscar la hierba, encontrar las plantas comestibles, escoger las bellotas caídas de los árboles, todo.
       Pasaron muchos días. Al levantarnos arreglábamos la cabaña. Cada día estábamos mejor. Teníamos comida guardada por si hacía falta, y leña seca. Amontonando hierba hicimos jergones para dormir. Entonces no hacía frío
       Cuando ya vivíamos bastante a gusto, me contó lo que los hombres de Cartago hacían con las mujeres que robaban. No debía esperar más a madre.
Lloré mucho esa noche.
Fue entonces cuando descubrí a la diosa de la montaña. Me había levantado antes de que el sol saliera. Estaba muy triste. Nunca más vería a madre. Al levantar la mirada vi a la diosa. Era de piedra, muy grande, aunque, desde lejos, pareciera pequeña. Estaba apoyada en una roca enorme. Otras muchas tenían formas extrañas, pero la diosa permanecía a un lado, quieta. A veces se transformaba en un oso, pero siempre dejaba un agujero entre ella y el resto de la roca.
       Se la mostré a  abuela. Le gustó.
       Desde ese día cada vez que cazábamos algo y antes de comer o beber, hacíamos sacrificios para que nos protegiera. Las tripas de los animales debían gustarle. Abuela siempre las dejaba como ofrenda y la diosa mandaba por la noche algún animal que se las recogía.
Cuando llegaron las nieves ya teníamos una cabra para darnos leche y calor.
--Tu diosa nos la envía.
Eso decía abuela.
La habíamos encontrado coja en una fosa entre las rocas camino de la cascada. Abuela le curó la pata. Costó mucho esfuerzo y mucha paciencia, pero, cuando vino el buen tiempo, ya podía correr, aunque siempre cojeó un poco.
Se acostumbró a dormir en la cabaña. No se escapaba aunque le quitáramos la soga de hierbas trenzadas que abuela había hecho para sujetarla. Más adelante le hicimos un chozo separado para ella y para sus hijos, pero en aquel invierno dormía entre nosotros. Nos ayudaba a calentarnos.
Una mañana desapareció. Tardó dos días en volver. Poco después comprendimos que estaba preñada. A su tiempo parió dos cabritillos. La diosa nos había sonreído.
Cuando no podíamos salir de la choza por la lluvia o la nieve, hacíamos fuego en el medio y cantábamos canciones a la diosa de piedra. Abuela me enseñaba también las cosas que sabía. Las hierbas que curaban, las que alimentaban y las que mataban. A llamar al fuego golpeando dos piedras. A hacer trampas, a afilar las piedras duras a golpes. También como podían tener hijos las cabras y como poner blanda la piel de los animales muertos. Muchas cosas.
Cuando le preguntaba por sus dioses decía que no valían nada. Habían sido pequeños monigotes de barro que dejó allá lejos. De nada nos sirvieron. No nos habían protegido cuando fue preciso.
--¡Bien están olvidados! No son como la tuya. Ella sí es buena.
       Le gustaba mi diosa de la montaña. Decía que ella sí nos protegía. Hasta nos había mandado  la cabra coja y la había hecho quedar preñada. Era una buena diosa.
Cuando llegó la primavera y fueron desapareciendo las nieves, abuela y yo subimos hasta sus pies. Le llevamos una ofrenda. Tardamos media mañana en llegar arriba. Abuela no podía andar a mi paso y yo no quería dejarla sola.
       La diosa era muy grande. Desde abajo no pensaba fuera tan alta. En pie nosotros apenas llegábamos a su calzado.
       Hicimos un altar al lado de sus pies. Sacrificábamos el cabrito que había parido la cabra. La hembra que nació la habíamos dejado con su madre en la cabaña. Prendimos el fuego allí mismo, lo asamos, ofrecimos el sacrificio y comimos. Las tripas las dejamos crudas sobre el altar.
        Comimos hasta no poder más. Cantamos las canciones de la abuela y descansamos bajo su protección. Cuando cayó la tarde regresamos a la choza.
       A la diosa debió gustarle nuestro sacrificio. Por allí no vivía nadie más que nosotros. Debía llevar mucho tiempo sin ninguno, si alguna vez se los habían hecho. Seguramente se puso muy contenta. Así se portó con nosotros.
       Ese verano fue muy bueno. Había muchos frutos, la cabra volvió a parir, cazamos muchas ardillas y hasta encontramos piedra de sal. Había muchas piedras cubiertas de sal por encima. Las cogíamos y las raspábamos para guardar el polvo blanco, era lo importante. Abuela había llevado siempre una bolsita con ella, pero hacía tiempo se le había terminado. Cuando la encontró  allí se puso muy contenta. Decía que con sal en la casa no temía miedo al mal tiempo. A mí me daba un poco cada día. Era bueno para estar fuerte. Eso decía abuela.
       Hicimos más grande la choza para almacenar leña y comida en el invierno. Ya no teníamos que comernos la caza enseguida, abuela la limpiaba bien, la envolvía en sal y le ponía una piedra encima. Cuando pasaba el tiempo la sacudía y la colgaba en el techo de la choza, cerca del agujero por el que salía el humo. Y se podía comer si nos hacía falta. Ya no me daba un poco de sal cada día. También la usaba para curar las pieles de todo lo que cazábamos. Primero las raspaba bien con una piedra, luego las sujetaba muy tensas en losas de piedra negra y les echaba sal y hierbas machacadas. Cada día las frotaba un poco con una piedra y aquello las volvía suaves y blandas.
        Fue entonces cuando les hicimos el chozo a las cabras. A la coja sólo la encerrábamos por la noche, pero a las otras las sacábamos para que comieran y las guardábamos después
        Criamos las dos hembras nuevas. Abuela no quería machos porque para preñar a las cabras eran mejores los de la montaña. Ella sabía cuando había que dejarlas en un cercado que habíamos hecho con palos y al cual se podía entrar por un lado, pero no salir. Había muchos árboles alrededor.  Nos subíamos a dos muy fuertes con muchas piedras y palos. Así si en vez de un macho venía alguna alimaña, podíamos espantarla. Esperábamos a veces todo el día hasta que entraba un macho y montaba a la cabra. Luego abuela se las arreglaba para dejar salir al macho sin que se escapara nuestra cabra. Y ya estaba. Cuando pasaba el tiempo parían uno, dos y hasta tres cabritillos algunas veces. A los machos los dejábamos crecer un poco. Luego los sacrificábamos y los salábamos  si eran grandes, si pequeños los asábamos y nos los comíamos. Las vísceras se las ofrecíamos a la diosa. Siempre.
       Fueron pasando los inviernos. Aprendí todo lo preciso. La cabaña era más que suficiente y mi diosa continuaba protegiéndonos. Nuestro rebaño de hembras crecía y crecía. Nunca faltaba comida, ni siquiera en  época de nieves.
       Siempre que podía iba al pie de la diosa. Arreglé su altar con barro y le dejaba pequeñas figuras de madera que tallaba con piedras afiladas. Cada vez le hacía un sacrificio. Ya no eran sólo las vísceras sino cabritos enteros. Descansaba a sus pies antes de regresar. Abuela no subía. Le costaban las cuestas, pero me animaba a subir a mí.
       Estábamos bien, pero yo empezaba a sentir un vacío muy grande. No entendía qué me pasaba. Por eso subía tantas veces ante mi diosa. Le contaba mis pensamientos antes de hacer los sacrificios. Luego, mientras reposaba tras la comida, se me mostraba en los sueños. Sonreía y yo me quedaba más tranquilo.
Un otoño, yo estaba muy grande y era más alto que abuela, bajamos a la llanura del otro lado de las montañas. Llevábamos setas secas, avellanas, nueces, carne salada y pieles para cambiar por cosas necesarias. Abuela sabía, no sé cómo, la existencia de poblados. Nunca habíamos ido, ni siquiera nos habíamos acercado. Encerramos a las cabras con mucha hierba cortada, desviamos el regato para que pasara por su chozo y les pusimos una piedra de sal. Luego nos fuimos.
        Tras varios días de camino, casi anochecido, tras una loma, apareció el poblado. Había muchas cabañas y las rodeaba una barrera alta. Hombres con palos largos vigilaban alrededor. Dentro se adivinaban hogueras  y gentes moviéndose.
        Esperamos a que fuera de día y nos acercamos sin nuestra carga. Abuela habló con los de la entrada y cuando comprendió que no había peligro volvimos con lo que traíamos para cambiar.
       Eran gente de paz.
       Dentro había muchos como yo. La mayoría eran más pequeños, al menos de estatura. Llevaban el pelo sin recoger e iban descalzos. Miraban mis pies envueltos en pieles de ardilla y mi trenza. Se burlaban gritándome pero no me importaba. Era hermoso verles correr y reírse. No les entendía, pero escuchaba y guardaba sus voces en mi cabeza para recordarlas cuando estuviera solo.
       Volvimos a casa con más cosas de las que pensábamos. Cuerda de fibras del llano, metal para hacer cuchillos, cuencos de arcilla endurecidos al fuego y mucho más.
       Al llegar, las cabras se habían escapado. Costó trabajo recogerlas, pero no paramos hasta conseguirlo. Se habían comido toda la hierba y habían roto la tranca de salida. Abuela dijo que por suerte no estaban en celo, pues nos hubiéramos quedado sin ninguna. Bueno, la cabra coja que ya no paría y estaba muy vieja, se quedó al lado de nuestra cabaña.
       El invierno fue muy frío. La nieve lo cubría todo. Sólo mi diosa asomaba la cabeza allá arriba. Cuando la miraba recordaba las voces de las gentes del poblado. Eran como las canciones de abuela, me daban calor en la garganta. Cerraba los ojos y volvía a verlos corriendo, jugando, mirándome con los ojos muy abiertos. Mi diosa me ayudaba a recordar como sonaban sus voces.
       En la primavera el campo estuvo mejor que nunca. Todo estaba florido. Había bellotas y cebollas silvestres.
Abuela empezó a enflaquecer y cogió unas calenturas malas. No había hierbas para curarla, decía.  Yo le cantaba a mi diosa, le hacía sacrificios de ardillas, de leche, incluso de los cabritos nuevos.  De nada sirvió. Abuela estaba peor cada día.
       Me hacía repetir una y otra vez lo que me había enseñado. Decía que se iba y me dejaba con mi diosa. Cuando le pedía que no se fuera, que mi diosa no podía dejarla marchar, ella me hacía tener calma.
Mi diosa no tenía nada que ver con su marcha. Se había terminado su tiempo y era la diosa quien la dejaba descansar. La tierra la llamaba tirando desde abajo. Ella había vivido mucho y yo no la necesitaba. Era ya un hombre, podía valerme por mí mismo, decidir mi camino. Tenía lo necesario para vivir y sabía hacer las cosas.
Cada día tuvo menos fuerza. Yo machacaba hierbas como me decía, eso le aliviaba a veces. Por la noche se sentaba en su jergón y se movía adelante y atrás. No gritaba, pero debía estar sufriendo mucho porque la cara se le encogía y se llenaba de arrugas.
       Así duró muchos días. A veces hablaba y repetía las cosas que yo debía saber. Una y otra vez. Continuamente repetía lo de mi diosa. No olvidar los sacrificios, ella le daría el descanso y se la llevaría. Era una diosa buena, yo no estaría solo, la tendría siempre arriba en la montaña y me protegería.
       También hablaba cosas que no entendía. De hombres y mujeres, de sus hijos ya muertos que la esperaban, de sombras y luces.
       Una mañana amaneció muerta. Había pasado la noche murmurando y quejándose. Yo había estado junto a ella con su mano en la mía. Quedé dormido y al despertar su mano estaba fría y tiesa.
       Hice todo lo que ella había dicho. La puse en lo alto de un montón de leña, con los pies del lado de la diosa. Sacrifiqué la cabra primera, la que curamos cuando estaba coja. Era ya muy vieja, no daba leche ni podía alejarse, pero la habíamos cuidado como si fuera una parte de nosotros. Eché la sangre encima del cuerpo de abuela.
       Al prender el fuego, la llama se hizo alta, alta. Era leña muy buena, de la mejor. La hoguera tardó toda la noche en consumirse. Yo cantaba las canciones que me había enseñado.
       Se apagó el fuego casi al amanecer.
       Me quedé dormido y en los sueños vi como la diosa de la montaña venía a recogerla. Bajaba de lo alto extendiendo la mano hacia el fuego en el que se consumía el viejo cuerpo. El humo de la hoguera se convertía en una abuela sonriente y feliz. La diosa la llamaba y ella se iba cantando sus canciones. Se alejaban las dos por el cielo y llegaban a confundirse. No distinguía bien cual era abuela y cual la diosa
       Me despertó la lluvia.
       Durante muchos días permanecí allí. Seguía haciendo las mismas cosas de cuando abuela estaba. Ahora parecían sin sentido. Aquella soledad me aplastaba. Miraba hacia mi diosa y recordaba las voces de las gentes en el poblado lejano.
       Nada parecía faltarme. Comida, abrigo, agua. Fuera de mí todo estaba bien. Dentro no. Nada era suficiente. Mi diosa era buena, pero no me hablaba. Echaba de menos los consejos, las canciones de abuela. Hubiera querido oír al menos los quejidos de los últimos tiempos.
Solo estaban el viento, los pájaros, el agua.
       Decidí partir. Buscaría la presencia de otros como yo. Abuela me había advertido de los peligros, de lo bien que viviría allí sin temor a la violencia de las gentes. Pero yo necesitaba volver a escuchar las voces, ver a los niños, los hombres, las mujeres. Quería sentir la vida a mi alrededor. Tenía que marcharme.
       Recogí todo lo que podía serme útil para irme al poblado donde habíamos cambiado las cosas en otoño. Abrí la tranca de las cabras, podían irse. Dejé la cabaña para que sirviera a otros algún día. 
        Metí lo que llevaba en un hato de piel  que había hecho abuela cuando aún vivía. Lo cargué a la espalda. Aprendería otra manera de vivir. Viviría entre la gente. Yo era fuerte. Sabría defenderme si era preciso.
       Subí a la montaña de mi diosa. Hice el último sacrificio, un cabrito recién nacido, que había reservado cuando solté a las cabras. Lo comí allí mismo, dejé las vísceras para la diosa, descansé a sus pies por última vez y marché para siempre.
       Anduve mucho, viví en muchos poblados, aprendí otras formas de  vivir,  conocí  muchas gentes, hombres y mujeres. Nadie mejor que abuela.
Tuve muchos dioses, algunos grandes, otros pequeños, poderosos o solo útiles, hermosos o desagradables, pero ninguno quitó de mi cabeza a la diosa de la montaña.




 

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