jueves, 18 de octubre de 2012

VA DE VIEJOS

      Antes de nada quería avisar a mis lectores, pocos pero buenos, que voy a escribir en el blog sólo un vez a la semana. Es que entre esto y el correo he dejado de escribir y tengo mucho pendiente. Así vosotros descansáis un poco de estos rollos de viejo.
      A mis hijos les molesta que hable de mi vejez. No tienen razón.
      No es que me encuentre o me sienta viejo. Es que lo soy. Y no me parece mal, ni me siento minusvalorado por ello.
      Verdad que viejo es sinónimo de gastado, muy usado, pasado y otras lindezas semejantes, pero no importa.
      También significa haber vivido mucho. Y eso lleva aparejada una virtud muy apreciada en la antigüedad: la experiencia.
      Digo en la antigüedad porque al parecer hoy la experiencia no tiene buena prensa en lo que llaman Occidente. No es que me parezca mal o bien, sencillamente veo una trampa.
      Por un lado los que mandan, sobre todo los que mandan de verdad, la mayoría son tan viejos o más que yo. Los dueños de la Banca, los que están detrás de los que manejan los Mercados, no son jóvenes desde hace muchos años. Ni los Dueños de las grandes firmas, de las grandes empresas. Ni los Popes de las religiones, ni los dirigentes de los grandes partidos.
      Pero lo que promueven es la importancia de la juventud. Sin duda ésta es uno de los grandes valores de la Humanidad, pero me da la impresión de que lo que aquellos esperan no es otra cosa que la mayor capacidad de ser explotados que los jóvenes tienen.
      ¿A qué viene este rollo?
       Pues veréis. Mirándome hacia dentro me he sentido tan a gusto con mi vejez que he mirado hacia fuera. Y he visto una especie de lobos acechando desde las alturas a que los jóvenes os pongáis a su alcance para devoraros. Me he asustado.
      ¿Es que piensan que no se van a morir? ¿Por que no creo que ninguno de esos viejos tiburones piense que algo les va a salvar del fin? En vano esos dioses levantados sobre la miseria humana, o las teorías de encargo sobre un más allá consolador. ¿Se las creen? Lo dudo.
   Cambiando de tema. Incluyo un cuento de "Historias de la Hueta" , el siguiente:
                             
               HISTORIA DE FAISTOS  (580- 528 AC)

     Nací lejos, muy lejos. Al otro lado del mar que llamáis Mediterráneo. En una tierra, la Caria, parecida a la vuestra. En una de las ciudades más bellas de su tiempo, Mileto.
     Desde pequeño me obsesionaba el cielo nocturno. Comprendía que estuviera allí la morada de los dioses. Los atenienses hablaban del monte Olimpo. Yo sabía que, a lo más, ese era el escabel de subida. Solo allí arriba podían vivir los dioses, donde las estrellas se ordenaban.
     En las noches sin luna, siempre que podía, cuando los esclavos estaban durmiendo, salía de mi lecho y subía al terrado. Me tendía en el suelo. Los muros laterales me protegían de cualquier antorcha en manos de noctámbulos. El cielo se mostraba en todo su esplendor. Fijaba en mi memoria los dibujos de las estrellas. Al día siguiente Cleotis, el pedagogo que había sido discípulo de Pitágoras en Crotona, me ayudaba a encontrar los nombres de las constelaciones. También me daba a conocer la matemática, la física, la acústica, mas sobre todo lo que a mí más interesaba, la astronomía. Él era un apasionado de la matemática. Decía que en ella estaba el origen de la armonía y el orden en todas las cosas, incluido el del cielo.
      Aún muy joven mis padres me llevaron a Sicilia. Allí tenían comercio con varias ciudades, pero habitaríamos en Catania. De este modo mis padres querían alejarse y alejarme de los disturbios que iba a originar la sublevación de Aristágoras y que acabaría con la destrucción de mi ciudad y la deportación de sus ciudadanos a Mesopotamia. Desde allí mi padre dirigiría el comercio con Massalia, Hemeroscopión y Neápolis donde él y sus asociados tenían factorías.
     Cleotis vino con nosotros de buen grado, no tanto por librarse de la guerra cuanto por conocer la Magna Hélade. Se decía que en Himera, Zancle, Megara y sobre todo en Siracusa había más filósofos que en el resto de Grecia.
     Nuestras embarcaciones llegaron a la isla sin complicaciones, tras una breve parada de dos días en la vieja Cidonia de Creta. Durante unos meses, la actividad mercantil, el flete de los barcos y la organización de la casa nos mantuvo ocupados a Cleotis y a mí en asuntos, a nuestro modo de ver, de menor importancia. Cuando todo estuvo establecido y mi padre no tuvo necesidad de los conocimientos de mi pedagogo, nos dedicamos a nuestra verdadera pasión, la matemática celeste, el establecimiento de relación entre los astros y las constelaciones, la posible medida de las distancias, su papel en los acontecimientos humanos. ¡Todo era apasionante!
     Desgraciadamente Catania no es una ciudad pequeña y es difícil la observación del cielo sin que interfiera alguna luminaria. Por otro lado la bruma marina no nos facilitaba la tarea y en muchas ocasiones, cuando soplaba el viento Meridión, los vapores del Etna ensuciaban aún más el ambiente.
     Por otro lado Cleotis se fue interesando en las elucubraciones de los nuevos filósofos, los eleáticos y sobre todo de un siciliano de Agrigento al que llamaban Empédocles y su idea de atracción y rechazo que  traducía en amor y odio. Mi pasión, el cielo, había pasado para él a un segundo lugar.
     A todo esto yo había alcanzado la mayoría de edad. Se había cumplido mi  décimo tercer año. De acuerdo con mi padre, tomé plaza en un envío hacia Hemeroscopion en la misteriosa Hesperia, al Occidente. Una tierra inexplorada aunque su costa fuera recorrida desde antiguo por los navegantes de las ciudades griegas, por los fenicios y los de Cartago. Había en ella numerosas factorías en las que los míos tenían intereses, relaciones de comercio y amigos.
     Partimos con seis naves. Tres con la carga, una más ligera y dos de protección. El viaje estuvo lleno de obstáculos. Antes de llegar a Carales en Sardinia la tempestad desmanteló la cubierta de las naves de carga y hubimos de parar cerca de cinco semanas para arreglar las averías.
     De nuevo en el mar fuimos sorprendidos por naves de guerra cartaginesas que nos dispersaron. Mi nave, la más ligera, consiguió salir indemne y así recalar en Ebussus una fundación cartaginesa y, sin embargo, amiga.  Allí aguardamos la llegada de noticias de las otras naves. En los tres meses siguientes fueron llegando dos de carga y una de protección. Al parecer los de Cartago habían destruido las restantes. Con las cuatro que restaban volvimos al mar.
A solo cinco o seis jornadas de Hemeroscopion una nueva tormenta separó mi nave del resto. La noche, los vientos, la lluvia incesante, nos hizo desviar hacia el sur y la fuerza de las olas chocar contra unas rocas frente a la que había sido floreciente Mainake, hacia años destruida por los cartagineses.
Hice todo cuanto pude por llevar a tierra a mis compañeros de infortunio. Conseguimos salvarnos  solamente cinco de los once que íbamos en la nave. Los otros desaparecieron entre las aguas. De los cinco, dos eran esclavos y al amanecer del segundo día, cuando empezábamos a tomar conciencia de nuestra situación, desaparecieron sin que supiéramos más de ellos.
Isos y Daubos, los otros supervivientes, tenían intereses en la expedición y decidieron seguir hacia el norte por la costa, con ánimo de llegar por tierra a Hemeroscopion. No sabíamos la distancia que habría, pero indudablemente estábamos muchos miles de estadios al sur.
Conseguimos ayuda en las ruinas de Mainake. Mediante astucias, Daubos era un hombre de recursos, consiguió que el destacamento cartaginés allí refugiado nos prestara auxilio. Incluso nos permitieron incluirnos en su expedición. Pretendían llegar hasta Mastia. Allí podríamos conseguir caballos con los que llegar en pocas jornadas a nuestro destino.
Lo que al principio nos había parecido una pequeña tropa, constituía un considerable contingente. Según entendimos su misión era doble, por un lado levantar tropas con que reforzar el ejército cartaginés, por otro inspeccionar la costa. Había en proyecto la construcción de una ciudad sobre la misma Mastia que terminaría con la preponderancia massaliota de Alonis y Akra-Leuké. Precisaban comprobar el apoyo u oposición de los indígenas. Hablaban de una segunda Cartago. Descubrimos que nuestra presencia entre ellos les permitía un más fácil contacto con los habitantes de los poblados iberos. Era frecuente la presencia de descendientes de helenos entre ellos. Nosotros les necesitábamos si queríamos llegar a vivos a alguna parte.
En Alonis nuestro papel de hombres de buena voluntad sirvió a los de Cartago para evitar enfrentamientos. Mientras ellos acampaban en el exterior, nosotros tres tomamos contacto con los massaliotas que allí vivían. Así pudimos encontrarnos con antiguos socios de mi padre, enviar noticias de nuestro paradero y hacernos con cabalgaduras  que nos permitieran una más digna situación.
A partir de allí  no parecía haber peligro. Daubos e Isos estaban dispuestos a seguir hasta Lucentum. En esa ciudad mi padre tenía corresponsales que nos permitirían organizar una expedición por tierra hasta Hemeroscopión. No sería necesaria ya la protección de las tropas cartaginesas.
Yo había dedicado mis ratos de ocio a mi pasión de siempre, el cielo. Tenía la firme convicción de que Poseidón, el dios de los océanos, no me era propicio y no estaba dispuesto a exponerme nuevamente a sus iras. El mar no era mi lugar.
          Algo dentro de mí ofrecía la certeza de que Ouranos, el dios del cielo, me sería más favorable. El largo viaje me había permitido observar la disposición de las estrellas con una extraordinaria claridad, como nunca lo había hecho. Ya en Mainake había tenido la revelación del Río de Leche. Una cinta luminosa se me había aparecido la primera noche sin luna a poco de salir de la ciudad. Como si un camino de estrellas me llamara a una dedicación más completa. En Mileto, Cleotis me había contado lo del Chorro de Amaltea. Pero nunca lo había visto tan claramente hasta llegar a Hesperia.
Había hablado con los helenos encontrados durante el recorrido. Uno incluso  me habló de las montañas de los tres ríos. Tierra adentro, en la dirección que me había mostrado el Río de Leche, “donde nace el cauce que riega Tartessos”, se hallaban unas montañas feracísimas en las que se encontraba el jardín de las Hespérides y donde el dios del cielo gustaba descender.
Continuar más al norte por la costa, suponía alejarme de mi verdadero fin. Decidí pues seguir aquellos avisos celestes y expliqué a mis compañeros la decisión. Mi edad me permitía, en ausencia de mi padre, elegir. Así lo hice.
     Debía ser muy claro mi empeño, quien sabe si los dioses me infundían el poder de convencer. Tras un breve intento por disuadirme, aceptaron mi decisión. Me proporcionaron un caballo, provisiones y dos esclavos. Isos y Daubos se encargarían de comunicar a mis padres la elección y las disposiciones que habrían de hacerse con lo que me perteneciera.
Emprendimos la marcha que habría de durar dos años. Me consta que la distancia hubiera podido recorrerse en menos de veinte jornadas, pero no tenía ninguna premura. Pretendía buscar mi camino a las estrellas y eso no pasaba por medir los días.
Subimos a todos los montes que hallamos. Pude observar un cielo de prístina transparencia donde las estrellas se mostraban en todo su esplendor. Sentí como las constelaciones zodiacales recorrían las moradas celestes. Pude contemplar el Río de Leche cambiando según la época del año, mostrando a veces sus intrincadas ramificaciones de estrellas. Calculé las horas por la posición relativa de éstas. Sentía como el celeste manto envolvía el mundo. Comprobé la calidad esférica de nuestra morada terrestre.
Nos relacionábamos con los pueblos por los que pasábamos. Pude utilizar mis elementales conocimientos de medicina para curar a las gentes. Me veneraban como a un mago. Aprendí de ciertas mujeres el uso de las hierbas a cambio de grabar en tablillas nombres de dioses que  usaban como amuletos.
Nos guarecimos en cuevas, en chozas donde hombres y animales vivían juntos, en granjas adobadas con esmero, en cobijos de alimañas.
Comíamos lagartos, culebras, jabalíes, ciervos, liebres, frutas silvestres, raíces y setas. Todo lo que se ponía a nuestro alcance. Aprendimos a cazar con trampas de liana, a pescar con la mano los ágiles peces, a traer el fuego de diversas maneras. Nos vestíamos con lo que encontrábamos, pieles, hierbas trenzadas, lana tejida cambiada a los indígenas por muy poca cosa.
Aquel mundo tan distinto del nuestro nos fue haciendo suyos. Los esclavos dejaron de ser tales para convertirse en amigos, en hermanos.
El segundo invierno nos detuvimos en una acogedora aldea junto a un río estrecho aunque impetuoso.  Allí practicamos todos los oficios artesanos que conocíamos. Levantamos paredes de piedra, tallamos dioses en las rocas, hicimos mesas y arcas de madera, entablillamos huesos rotos. En la primavera tuvimos que escaparnos de noche. No querían dejarnos partir.
Ese verano deambulamos desnudos como faunos de los bosques. Dormíamos subidos a los árboles y comíamos lo que encontrábamos. Al final nos habíamos quedado tan delgados que nos podíamos contar los huesos uno a otro.
En otoño buscamos acomodo en unas alquerías al pie de una montaña con aspecto de muela gigantesca. Nuestras habilidades, más lo aprendido en el camino, nos permitieron ser útiles a los lugareños. Una vez más nos tomaron como cosa propia y habríamos tenido dificultades para marcharnos. De hecho Andras y Tesífono, los dos esclavos, ahora hermanos y amigos, se quedarían allí.
La montaña frontera era considerada morada de su dios. Nadie se atrevía a subir hasta la cima. La “mujer que guarda los secretos”, así llamaban a una vieja sabia en hierbas, se atrevía a ascender tres o cuatro veces al año hasta media ladera. No pude evitar el pensamiento de que aquel podía ser el lugar al que me dirigía.
 Una noche sin luna ascendí solo. Arriba una enorme llanura servía de morada a una manada de ciervos. Pasé la noche en vela en espera de lo que pudiere venir. Nada especial ocurrió. La visión de los cielos era perfecta, pero la explanada no permitía aislarse de la presencia de las cosas. Era claro que aún no había llegado a mi destino.
El invierno fue especialmente frío. La nieve cubría todo y el cielo no era  visible la mayoría de las noches. Mis dos amigos se vincularon a las hijas de dos familias acogedoras. Cuando llegó el buen tiempo ambas esperaban el nacimiento de sus hijos.
Yo debía seguir. Durante todo el tiempo había tenido la vista puesta en unas montañas próximas en las que parecía brillar una luz especial. Sentía muy próximo el lugar de llegada definitivo.
Me despidieron colmándome de regalos. Incluso me dieron un asno, lo que claramente equivalía a darme parte de su vida.
Durante dos días caminé con la mirada puesta en una lejana montaña cuya cima parecía ser una gran piedra colocada como un yelmo en lo alto. Crucé regatos, bosques y llanuras. La montaña del casco de piedra seguía allá lejos. Aunque el sol lucía brillante, no tenía calor. Algo me hacía estar inquieto. Sabía que faltaba mucho camino aún y, sin embargo...
Al subir una empinada ladera me encontré con unas rocas recortadas contra el resplandor solar. Era una larga serie de formaciones rocosas en horizontal. A la izquierda había una con un agujero circular a través del cual el sol inundaba el lugar por el que subía. De pronto me vi en el centro de aquella luz. El astro, ¿el dios?, frente a mí, inundándome con ella.
No sé si fue por el cansancio, la impresión por la sorprendente luz o el hambre, no había comido en todo el día y era ya el final de la tarde, me desmayé.
Desperté bañado por la luna. Mi asno comía hierbas junto a mi cabeza. Me levanté para mirar lo que tanto me había impresionado. ¿Cuánto tiempo antes? La luz blanca purísima del astro nocturno mostraba unas rocas de curioso aspecto. Subí hasta ellas no sin atar el ronzal de mi asno a un tronco. Al llegar arriba pude contemplar, iluminado por la blanca luz de Selene, un valle casi totalmente rodeado de montañas. Bosques tupidísimos cubrían sus laderas. Hacia el norte el valle se abría siguiendo el cauce de un arroyo. Al sur, casi pegado a las montañas, avanzaba sobre el cauce oscuro, un saliente plano y elevado.
Incapaz de calcular la distancia bajo aquella engañosa luz; interiormente convencido de que allí, en aquel saliente, estaba mi lugar soñado; decidí serenarme, comer algo de las muchas provisiones aportadas por las buenas gentes del ya lejano poblado y dormir allí mismo. Busqué el agujero a través del cual me había detenido la luz del sol y al pié de aquel lugar me acomodé para pasar la noche.
En mis sueños me veía en pie en el saliente divisado. Una sombra espesa me rodeaba. De ella se iban desprendiendo una a una las estrellas y se fijaban en un grandioso manto negro. Yo flotaba en el aire sobre los bosques. Gentes desconocidas acudían por los caminos. Dejaban ante  mí obsequios y escuchaban mis palabras. Yo miraba las estrellas y les contaba lo que querían saber. De pronto las estrellas se reunían y me veía entre ellas subiendo a lo alto de una roca  y despeñándome. Luego todo volvía a ser negrura.
Desperté cuando el sol asomaba. Reuní mis cosas y, con cuidado por lo escarpado del terreno, cruce al lado donde me esperaba el valle entrevisto la noche anterior. El sol todavía no lo mostraba con claridad. Todo aparecía transparente sobre una leve bruma allá en lo hondo. Me daba cuenta de que la montaña del casco, tras haberme guiado hasta allí, había desaparecido. Como si su misión hubiera sido solo traerme a este lugar. Convencido de que Ouranos me había elegido y guiado hasta aquellos parajes, dejé que mi asno dirigiera la marcha. Me hice llevar.
Anduve más de veinte estadios subiendo y bajando cerros y collados. Al fin llegué al lugar. Como había adivinado en la noche, parecía el gran espolón de un barco avanzando sobre el valle. A un lado y otro corrían arroyos que manaban de las rocas, allí mismo o un poco más atrás. A derecha e izquierda, mirando al norte, los  lomos de las montañas se juntaban a mi espalda. Al fondo bosques y lejanas elevaciones. Por el oriente, las rocas desde donde había visto por primera vez el lugar. Formaban figuras extrañas, monstruos, ciudades, barcos, y un sin número de figuras sugerentes.
Me establecí allí. Junto a un manantial de aguas cristalinas monté mi vivienda al fondo del gran espolón. Con lo que llevaba y unos troncos, construí un cobijo. Más tarde lo agrandaría.
Esa noche, antes de que saliera la luna, establecí mi observatorio en la parte más avanzada del saliente. El lugar era perfecto. Las estrellas comenzaban a divisarse apenas el sol dejaba de iluminar la roca del agujero. Después todo se ennegrecía para permitir la manifestación de Ouranos. El Río de Leche se mostraba tan brillante que a su sola luz podría ver lo que me rodeaba. Además, las estrellas eran muy claras, de una nitidez nunca vista, formando un juego de luminarias sin comparación. Cuando Selene avisó su llegada por el claror junto a las rocas de la tarde anterior, me obligué a dejar el encantamiento.
Los días siguientes fueron de un intenso trabajo. Preparar cortezas de árboles para grabar mis observaciones. Vaciar distintos troncos para ver estrellas concretas, como había usado de niño en Mileto. Acondicionar mi alojamiento con muros de piedra, barro y techo de juncos trenzados. Hacer unos taburetes y planos de apoyo.
A la caída del sol regresaba a mi puesto. Me acostaba al salir la luna, mientras ésta rompía mi contemplación. Cuando dejaba de verse en la noche y el cielo se volvía más brillante, permanecía hasta que Aurora enrojecía las rocas del este, antes que el sol asomara sobre las extrañas formaciones de piedra. Dormía con el sol y regresaba a mi observatorio al desaparecer éste.
Dedicaba a recoger alimentos las horas que precedían a la noche. Me había acostumbrado a la austeridad y mi comida era muy simple. Bellotas, castañas y nueces; moras, fresas y otras frutillas silvestres; setas, raíces, ajos y cebollas; ocasionalmente huevos de alondra, de zorzal o de mirlo que encontraba en sus nidos. Solía tener al lado de la choza un gran montón de hierba que usaba para renovar la de mi lecho. Un día encontré hocicándola una cabra montaraz. No huyó cuando me acerqué. La acaricié y hasta pude ordeñarla. Esa leche colmaba totalmente mis necesidades. Quedó conmigo sin que hubiera de atarla. Estaba clara la protección de Ouranos. Enviar una cabra era decididamente una señal del cielo. La llamé como a la divina Amaltea.
Mi asno pastaba a su placer, no tenía tiempo para ocuparme de él. Ni siquiera me di cuenta de su desaparición hasta que mis antiguos compañeros de viaje, Andras y Tesífono  aparecieron El animal había regresado a su lugar y ellos pensaron me había ocurrido algún mal. Guiados por la bestia habían acudido en mi busca.
Les acogí con gusto. Tras aquellos días de soledad su presencia me confortaba. Sus voces me devolvían a los tiempos en que habíamos compartido la búsqueda. La presencia humana llenaba mi interior de un sentimiento cálido.
Habían traído consigo cobijas de lana tejida y pieles curtidas que al marcharse me dejarían. Esa noche observaron conmigo el cielo. Buscamos sus estrellas protectoras. Sobre ellas, su situación en el zodiaco y la relación con otras, calculé lo que podía esperarles. Mis palabras debieron acertar sus esperanzas y deseos pues al terminar de hablar se echaron al suelo como si yo fuera un ser divino. Al amanecer, cuando me disponía a acostarme, se fueron con toda clase de reverencias, dejándome sus regalos. Pidieron permiso para volver con otras gentes para que yo dijera a cada uno lo que de ellos viera en las estrellas
Por primera vez desde hacía mucho tiempo sentí la soledad cuando se fueron.
Volvieron muchas veces. Traían gentes de su vecindad al principio. Más adelante llegaban de otros muchos lugares. Venían al final de la tarde. Yo elegía uno o dos  según algo que no era tangible, un presentimiento interior. Con ellos iba al lugar de observación y les contaba lo que leía en los astros.
Dejaban sus presentes junto a la choza, dormían en un cobijo que alguien, quizá ellos mismos, había construido más abajo y se iban. Algunos subían durante días y días hasta que me fijaba en ellos. Solo uno o dos cada noche, el resto era tiempo de encuentro con mi dios. Andras y Tesífono dejaron de venir. Obsesionado con mis observaciones ni siquiera los eche en falta.
Pasaron años.
Alguien construyó una plataforma de madera en la que me tumbaba para mejor ver el cielo. En invierno una empalizada rodeaba la plataforma y pieles bien curtidas protegían mi cuerpo. Se me convenció para escoger cada noche una docena de consultantes. Terminaba exhausto y me conducían en silla de manos a mi morada, entonces más acogedora. Me acostaban en un lecho mullido después de perfumarme y ungirme con óleos. Allí me alimentaban con manjares fáciles de comer.  Vigilaban mi sueño, nadie me molestaba. El fuego del hogar ardía toda la noche durante el tiempo frío y un suave movimiento de ramas me refrescaba en tiempo de calor.
Mi cuerpo ya no era el magro cuerpo del viajero. La falta de movimiento me había hecho engrosar. Mi piel se había suavizado y vuelto blanca como la leche. Mis manos parecían haberse alargado al perder sus callosidades y asperezas. Eran finas y acariciantes.
Una noche al terminar las lecturas del futuro, antes de retirarme, descendí de la plataforma. Un grueso manto me resguardaba del viento frío. Lo dejé caer. Sentí como si unos afilados cuchillos me penetraran a través de la túnica de seda.
Avancé hacia el borde del saliente. El cielo aparecía como la primera noche de mi estancia allí. El Río de Leche me indicaba un camino, el mío. A lo lejos, no sé como, en la cima de la montaña con forma de muela, aparecía una luz. Yo no la podía ver, entre medias las montañas me lo impedían, sin embargo, la luz estaba allí ardiendo. Llamándome.
Levanté la vista hacia mi dios. Y sentí su presencia como un peso insoportable sobre mi cabeza.
     Poco a poco Ouranos me mostró lo que iría sobreviniendo. Y vi las guerras, las matanzas, la vida como un soplo de brisa. Y el hombre esclavizando al hombre, sometiéndolo, engañándolo con sueños y promesas. Y el oro alzándose como único dios sobre la tierra. Y la sangre de los inocentes inundando sus lechos. Y lloré.
     Miré entonces tras de mí. Vi a mis espaldas  una especie de templo donde yo observaba los astros. Tras él un sin número de edificaciones. Anduve de un lado a otro. Todo me sorprendía. Tabernas, hetaíras, aposentos. Las gentes me miraban con sorpresa y respeto, pero yo veía más allá. Comprendí.
Algunos habían montado todo un sistema de control sobre los que venían a indagar su futuro, les pedían oro y los que mejor pagaban alcanzaban mejor posición ante mis ojos. Disfrazaban y pintaban las caras por un estipendio. Así los tristes y demacrados, elegidos por lástima, eran casi siempre los más ricos. Todo un mercado se había montado a mis espaldas. Enfurecí.
     Aquella noche, había luna llena, abandoné mi alojamiento con sigilo. Reemprendí el camino de la roca del agujero. La luz de Selene era tan intensa que todavía me iluminaba cuando llegué. Subí a lo alto.
El agujero por el que el sol me había deslumbrado estaba allí. La luna atravesaba el hueco. Desnudé mi cuerpo de todo aquello que me había sido regalado. Necesitaba sentirme limpio para ofrecer a Ouranos mi inocencia. Y desnudo me instalé en el centro de la oquedad.
     ¿Nada había adivinado? ¿Había aceptado las dádivas sin recelo? ¿No deberían haberme hecho sospechar las telas suntuosas sin duda traídas de muy lejos, las cadenas de metales preciosos con que me adornaban, los manjares con que me alimentaban? ¿De donde procedían los que me servían? ¿Era inocente por no haber visto lo que hubiera sido claro para cualquiera? ¡Vendían mis augurios! ¡Comerciaban con los dones del dios de los cielos!
¡Yo había estado ciego!
 ¿O no?
La luna se escondió, pero el cielo no llegó a oscurecerse, el sol aparecía por los montes del este. Ouranos me negaba su presencia. Recordé la luz presentida la noche anterior. Sabía que allí estaba el final de mi camino. Debía purificarme para encontrar nuevamente a mi dios
Desnudo y descalzo quise primero reencontrar a mis viejos compañeros. Ahora me daba cuenta del tiempo pasado sin verles. Anduve hacia la montaña de la muela. Hacía frío. El sol inicial había sido cubierto por negras nubes. Mis pies descalzos se ensangrentaban  con el roce de las piedras. Ni el agua ni alimento alguno hubieran calmado mi sed ni mi hambre. Las nubes pronto descargaron la lluvia. Nada me detenía. Seguía adelante, más despacio que en otro tiempo, sin pararme a descansar.
En todo el camino no cesó la lluvia. Llegué a las alquerías ya avanzada la noche. Mi cuerpo, mojado, manchado de barro y lleno de rasgaduras y pequeñas heridas ensangrentadas, había conseguido arrastrarse hasta allí a duras penas. Junto a la empalizada no pude sostenerme y caí apoyado contra la puerta. El agua seguía fluyendo de las nubes, mansamente.
Desperté en un lecho rodeado de caras desconocidas. Me habían encontrado los pastores al amanecer. Algunos me habían reconocido y avisaron al viejo Andras. Tesífono había muerto el año anterior. Una nueva “mujer que guarda los secretos” me atendía. Me hizo beber unos brebajes calientes y grasos. Tenía que quedarme en el lecho. La calentura era muy grande. Me cuidarían el tiempo que hiciera falta, luego, ellos mismos me llevarían al “mirador del cielo”como llamaban a mi observatorio.
Di las gracias a todos y pedí quedarme a solas con mi amigo. Solo a él le conté mis planes. Intentó disuadirme, pero al fin me ayudó a llevarlos a cabo.
A la noche, cuando todos estuvieron recogidos, Andras y yo salimos con sigilo y emprendimos la subida a la montaña. La fiebre me invadía, el frío penetraba hasta el interior de mis huesos, las llagas de los pies me sangraban. Eso no me detenía.
Dejé a Andras a mitad de la ladera. No se atrevía a seguir adelante, tampoco yo se lo había de imponer. Debía llegar solo a la cumbre.
Vacilante, temblando por el frío y la fiebre, castañeteándome los dientes, desfallecido, conseguí coronar el borde y avancé hacia el interior de la meseta. No llovía cuando salimos de la alquería y ahora una suave brisa despejaba el cielo de nubes. Estaba aterido pero no dejaba de avanzar. Un ciervo se acercó a mí y me lamió la cara. Pensé en el animal de Selene. ¿Era un mensajero de perdón?
Casi en el medio de la explanada se alzaba un poco el suelo. Cuando llegué allí, el cielo se había despejado completamente. Y el manto de mi dios se alzó sobre las cosas.
Todo se iluminó con la luz etérea del Río de Leche y de las estrellas. Ouranos me admitía nuevamente en su intimidad. Había obtenido el perdón y ahora me llamaba.
El frío lacerante me hizo toser sin poder contenerme. Parecía que iba a arrojar mis vísceras por la boca. Pero estaba feliz. Caminaba temblando, mirando hacia lo alto y tosiendo sin parar.
No vi el repentino corte de la montaña y caí.
Andras encontró mi cuerpo por la mañana. Casi destrozado, con los huesos rotos y la sangre envolviendo el amasijo. Mi cara era una radiante sonrisa.
  



       
     

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