jueves, 28 de junio de 2012

De otro libro

Esta vez el libro es "Historias de La Hueta" Está registrado, pero sin publicar.
Son pequeñas historias de personajes que quizá pasaron por aquel lugar en algún momento.
Espero que tenga muchos lectores. Y que les guste. Si es así subiré más.
                      
                             HISTORIA DE GUL (10000 -9945 AC)    

            Una gran barrera de piedra clara, como un acantilado sobre el mar de los bosques, detenía los vientos del norte y del este.
 Incluso en invierno, cuando la nieve cubría todo, eran lugares resguardados. Siempre podía encontrarse madera seca y, al socaire, encender una hoguera sin riesgo. Arriba, por encima de la piedra lisa los vientos pasaban con fuerza. Algunos árboles, inexplicablemente llegados hasta arriba, se desarrollaban siguiendo la guía de los vientos, con copas alargadas paralelas a la tierra y troncos retorcidos e inclinados en la dirección del  soplo dominante. La nieve permanecía allí casi hasta el estío.
Abajo, al pie de la inmensa pared blanca, las cuevas de dormir eran pequeñas hendiduras en la roca bajo aquel continuo de piedra. Había agujeros, próximos entre sí, para todos los miembros de la tribu. Unas cuantas hogueras, no más de dos si escaseaba la leña seca, bastaban para alejar las alimañas.
            Cuando el aire era tibio, en la estación templada, preferían vivir en la zona más baja, donde la tierra se adelanta sobre el bosque. La montaña  se extendía  allí en pequeñas planicies que descendían hacia los valles inferiores. Allí había agua abundante, frutos, raíces y granos comestibles. La caza era abundante, podían preparar las pieles, secar la carne y encontrar piedras duras para hacer herramientas. Cuando los días se acortaban y empezaban las lluvias ellos volvían a las cuevas.
            Él había nacido en el tiempo de calor, cuando aún estaban abajo y la tribu acampaba en la plana, entre los dos arroyos.
            Concebido en las cuevas de lo alto durante el tiempo de las lluvias, su madre notó enseguida como se movía en su vientre. Le había sentido dentro de ella en los grandes fríos, el tiempo en que la tribu apenas se desplazaba de las cuevas. Ya lo veía moverse por fuera, empujando la piel del terso vientre, cuando empezaron los suaves vientos del sur y las violetas mostraron sus caritas impertinentes entre las verdes hojas redondas.
            Era la más joven entre las ya mujeres de la tribu. Había sido escogida por el brujo para darle calor en las noches heladas. Cada año, cuando las hojas de los árboles se preparaban para los crueles fríos invernales, aquél elegía una joven para que se acurrucara a sus pies en la cueva más alta. La escogida se libraba de muchos trabajos y, si era hábil, podía situarse en una buena posición con respecto a las otras. Solo tenía que buscar leña para el brujo y acompañarle en sus recorridos por si le era necesaria alguna cosa. Incluso podía aprender la sabiduría y llegar a ocupar el lugar del chamán. Alguna vez se había dado.
            El brujo no era el jefe. Era quien más sabía. Todos lo reconocían así. Hasta el jefe aceptaba sus sugerencias. Había sucedido a su madre en la sabiduría. Solo él conocía los lugares donde moraba el oso, dónde pasarían las cabras al amanecer,  cómo mezclar el barro para curtir las pieles, qué hierbas habían de masticarse cuando la calentura abrasaba las frentes.
 Y, sobre todo, era él quien sabía colocar las piedras de las hogueras para que los muertos protegieran los sueños y quien hacía los movimientos precisos antes de la caza o de las salidas en busca de alimentos para evitar que les ocurriera nada malo.  El que conocía las plantas de curar, preparaba las semillas del tejo para que las comieran quienes habían de morir y los jugos del árbol para untar la punta de las flechas y las lanzas.
            Había sido bueno con ella  desde que la eligió. Nunca la había golpeado y le daba parte de los alimentos que para él reservaban. Ahora en su vientre se removía un hijo suyo y seguía protegiéndola aún cuando apenas podía seguirle en su caminar. La llamaba junto a él cuando había peligro o cuando alguna otra mujer se peleaba. Le regalaba frutos maduros o pedazos de carne. Él apenas comía. Se mantenía con agua de los arroyos, bayas silvestres y algún que otro fruto.
Era un hombre enjuto, como un puñado de raíces entrelazadas. El pelo largo, al igual que la barba, nunca había sido cortado. En lo alto la frente se extendía hacia atrás más allá del medio del cráneo y, bajo las espesas cejas, dos agujeros negros parecían brillar muy en el fondo. Nadie se atrevía a mirarle de frente. Cuando hablaba se escuchaba su voz cavernosa sin siquiera levantar la cabeza. Siempre había sido un solitario y era la primera vez que se le veía caminar acompañado de mujer.
            El niño nació cuando el calor del día hacía que todos buscaran la sombra de los árboles y las zonas donde corría la brisa. Incluso por la noche apetecía un poco de viento, o bajar al arroyo para refrescarse.
Cuando aquello empezó, la muchacha no sabiendo qué hacer,  se arrastró hasta donde estaba el brujo. Éste comprendió al momento la situación e hizo que la llevaran hasta el arroyo, en la zona más umbría. Luego alejó a los portadores.            
Le ató los brazos a una rama gruesa dejándola colgada. Le lavó el vientre y las piernas y espero mientras canturreaba las cosas sabias y bailoteaba a su alrededor.
            Ella sintió como aquello bajaba dentro de ella, apretando, removiéndolo todo. Dio un gran grito y notó que entre sus piernas se desprendía un bulto húmedo y caliente. El brujo lo esperaba con las manos abiertas. Antes de desvanecerse notó como él seguía tirando de algo que poco a poco se desprendía de su vientre.
            Cuando despertó ya no estaba colgada. La había llevado al centro del arroyo. El agua fría refrescaba sus piernas. Un hilillo rojizo manaba de su cuerpo y poco a poco fue cesando. Estaba muy cansada. El brujo le tendía un niño que gañía y agitaba las piernas en el aire. Luego le dio a beber de un pequeño odre. La ayudó a salir del arroyo y la llevó a una zona seca y fresca. Le arropó las piernas y el vientre con pieles. Toda la noche estuvo a su lado sin dejarla dormir. El niño se apretaba contra ella removiéndose y chupeteando hasta descubrir las fuentes del alimento.
            Observaba como él la miraba. Notó cuando su vista se fijo en el pequeño y en sus labios se dibujó un gesto que nunca había visto. Casi hubiera asegurado que los ojos se le habían humedecido. En cuanto pudo se levantó , abrazó fuertemente al niño y le siguió.
            El brujo pareció estar pendiente de lo que hacía. Andaba más despacio y se volvía de vez en cuando para comprobar que no se quedaba atrás. Le hacía comer bayas y frutos que buscaba para ella. Le reservaba las mejores piezas de carne y, cuando podía, le hacía beber leche de alguna cabra parida que encontraban.
El tiempo del calor fue dando paso a las noches más frescas, luego a las lluvias y más tarde a la nieve. Para entonces el pequeño se iba haciendo más grande y más pesado. Ella lo llevaba consigo a todas partes. Primero sujeto al pecho con una banda ancha de piel, así podía mamar cuando quería. Luego, cuando ya pesaba demasiado sin ser todavía capaz de andar, sujeto a su espalda. Así solo se alimentaba cuando ella consideraba llegado el momento.
El niño creció al amparo de su madre y con la clara protección del brujo.
Era un niño independiente y extraño. Dejó de mamar a finales del segundo invierno, cuando los dientes le permitieron rebañar la carne adherida a los huesos, masticar las semillas que el brujo le ofrecía... Pronto aprendió a correr, a esconderse bajo las ramas caídas, a saltar el arroyo sin mojarse.
Y se separó de su madre para seguir al brujo a todas partes. Éste no decía nada, le dejaba ir a su lado, sin echarle como hacía con los otros. Ella le veía separarse y algo le dolía dentro, pero callaba. Era el hijo del brujo. Volvió a compartir la vida con las demás mujeres. Ellas la acogieron como a una más, pero ningún hombre se acercaba a ella. Era la madre del hijo del brujo. Con el paso de los días se convirtió en otra de las mujeres. La tribu se olvido de su relación. Y también ella. Quizá encontró otro hombre.
Pasó el tiempo. Todos se acostumbraron a la visión del muchacho acompañando siempre al hombre alto con la vara en la mano a quien todos temían. El brujo le enseñaba todo lo que conocía de las plantas, de los animales y de los hombres. El niño aprendía con facilidad incluso cosas que nadie le enseñaba. Tenía fuerza, fino oído y clara visión. Nunca acompañaba a los hombres a la caza, ni ayudaba a las mujeres a recoger granos y frutos.
Su papel estaba claro en la pequeña comunidad. Así lo quería el brujo y así lo aceptaban todos. Los otros muchachos le rehuían. Algo extraño les hacía alejarse del huraño y silencioso acompañante del anciano chamán.
Éste le fue enseñando todo lo que sabía. Cada día aprendía algo nuevo. Iba penetrando en la vieja sabiduría llegada, de unos a otros, a través del tiempo. Poco a poco pasó de acompañarle como mero espectador a ayudarle en sus ceremonias y preparativos.
El brujo envejecía mientras el joven llegaba a su máxima fortaleza.
Ya era un hombre cuando las fuerzas empezaron a faltarle al anciano. Las dos siluetas enjutas eran familiares a todos. Se acudía a ellos siempre que era necesario y uno u otro realizaba lo solicitado.
El anciano de la barba blanca y el joven de la barba negra parecían las dos caras de una misma figura.
Ahora, además de su discípulo, era su inevitable acompañante, su báculo, su sostén.  Llegó un momento en que no podía hacer nada sin tenerlo cerca. Cuando fallaba su cabeza era su memoria, cuando perdía la fuerza sus piernas y sus brazos.
El cabello del viejo, ya solo a los lados de la cabeza, se volvió totalmente blanco así como la barba. Su cara y sus manos eran un entramado de arrugas. Por las mañanas apenas podía levantarse sin ayuda. Se fatigaba con el menor esfuerzo y el joven tenía que hacerse cargo de todo. 
Entonces, un día, al amanecer, le hizo acompañarle lejos. Allá donde las piedras en lo alto tienen extrañas formas. Donde crecía el tejo gigante al que nadie sino el brujo podía acercarse. Era una larga caminata entre los árboles. Ambos conocían bien el camino.
            El anciano tenía que detenerse de continuo. La última parte la hizo casi en brazos de su acompañante, las piernas no le respondían. Llegaron muy cansados. El anciano, ya sin fuerza, jadeaba y tosía sin parar, parecía que de un momento a otro iba a derrumbarse. Se tendió junto al árbol.
Él joven también estaba cansado, había cargado  con su compañero la mayoría del tiempo, pero tras unas cuantas intensas bocanadas recuperó la respiración normal. Contempló como el viejo hacía unos cortes en la corteza del tejo con el cuchillo de piedra negra. Después, cuando la herida del árbol comenzaba a rezumar, vio como tomaba  la resina y la mezclaba con los pequeños frutos rojos. Antes de comer el venenoso preparado según había previsto,  le hizo sentarse a su lado y le dio un nombre.
Señaló hacia él con el cuchillo sagrado, el mismo con que había marcado la piel del tejo.  Se hizo un corte en la muñeca y con la sangre que manaba, poca, untó la punta. Le hizo señas para que se aproximara. En medio del pecho le arañó con el cuchillo hasta que brotó una gota de sangre. Mojó su dedo en ella y lo aplicó sobre la herida del tronco. Luego le señaló a él y con voz apenas audible dijo:
--Gul.
Solo ellos y el árbol hubieran podido oírlo. Solo el tejo y ellos dos podían conocerlo. El brujo se lo llevaría con él al lugar de los muertos. El árbol lo guardaría en su interior. Él lo llevaría en secreto hasta su muerte. Nadie más podría conocerlo. Sería su herencia, su fuerza y su luz. Habría de ser su gran secreto.
El anciano le hizo levantarse y, apoyando las manos en los hombros del muchacho, se puso en pie a su vez. Le entregó la bolsa en que guardaba los útiles mágicos. Hizo que repasara el contenido. Los cuchillos, las piedras blancas, los huesos de adivinación, los pedazos de resina, todo estaba allí.
Le acarició la cara y acercó la suya a la del hijo. Éste notó que la mejilla se humedecía al contacto. También él sentía lágrimas rodar desde sus ojos.
El brujo se separó de él casi sin fuerzas, apoyó su cuerpo en el grueso tronco y le hizo señas para que se alejara. Cuando se hubo asegurado de que Gul estaba lo bastante alejado como para oírle, se inclinó sobre el tejo y dijo su nombre. Nadie sino el árbol pudo oírlo. Después recogió lo que había preparado y lo llevó a la boca.  Masticó cuanto pudo la fatal mezcla antes de tragarla. Lentamente sin dejar de apoyarse en el tronco se dejó resbalar hasta el suelo. Así pasó la noche al pie del árbol.
Gul se había retirado a lo alto de unas piedras cercanas. Desde allí siguió con tristeza los estertores de su padre. Fue una lenta agonía. Cuando por fin cedieron las convulsiones y el anciano pareció descansar tranquilo, también él se durmió.
Por la mañana, al despertar, saltó de su refugio y llegó al pie del tejo. El brujo estaba rígido y frío. Tomo el cuerpo muerto, apenas pesaba, y lo llevó hasta lo alto de las rocas. Allí le  despojó de cuanto le cubría dejándole desnudo. Luego se retiró al hueco de la roca en que había permanecido la noche anterior. Estaba casi a la misma altura que el muerto, lo suficientemente alejado para no asustar a las aves que vendrían y protegido contra los posibles ataques de las fieras.
 Por encima de los árboles distinguía bien el cuerpo sin vida. Desde allí vería como los buitres, los zorros y los lobos, venían a recogerle llevándoselo trozo a trozo. Noche y día venían unos animales y se iban otros.
Durante tres jornadas estuvo observando a los carroñeros ir y venir en torno al cadáver. No comió ni bebió nada en ese tiempo. Por fin el cuarto día la roca quedó limpia.  Nada restaba del cuerpo del anciano. Había sido llevado al lugar de los muertos.
Solo entonces tomó posesión de su nombre.
Volvió junto al tejo. Hizo un corte profundo en la corteza del árbol y pronunció la palabra con los labios casi pegados al tronco. El tejo reconoció al nuevo brujo y le regaló un goterón de sabia. En ese momento un halcón se posó en lo alto de la copa. Comprendiendo  que era bien acogido, observó al ave. Cuando ésta reemprendió el vuelo la siguió con la vista. Estuvo contemplándola mucho rato, hasta que desapareció.  Entonces supo lo que el futuro le deparaba. 
Tomó la bolsa de su padre y el largo bastón. Descendió hasta donde estaba la tribu.
Le vieron venir y comprendieron que era un hombre nuevo. Había recibido su nombre. Eso le hacía parecer más alto, más fuerte, más temible. El jefe y las mujeres acudieron a él. No habló. Tan solo levantó el bastón hacia el sol y con un grito dijo el nombre del brujo muerto. Ya nadie podía hacerle daño y ese nombre protegería a la tribu.
Esa misma noche se reunieron en torno de la hoguera. El nuevo brujo había de escoger una joven para calentarle en las noches de frío. Todos esperaban la elección. No la hizo. Se alejó sin decir nada como un halcón solitario.
Al día siguiente, al amanecer, él y el jefe se retiraron. Subieron hasta las cuevas bajo la roca lisa. Los hombres salieron a cazar y las mujeres fueron a recoger frutos y grano. Cuando regresaron con sus cargas, ellos todavía no habían vuelto. No lo hicieron hasta la caída de las sombras. Parecían cansados. El jefe llamó a todos en torno a la hoguera. Habló mucho tiempo explicando lo que el brujo le había comunicado allá arriba. Lo que había visto, lo que habían planeado.
Al día siguiente todos subieron a las cuevas y, siguiendo las instrucciones del jefe, trabajaron durante días y días. El nuevo brujo paseaba de un lado a otro. Nada decía, lo miraba todo y solo llamaba al jefe si algo le parecía mal.
Durante varios días todos se dedicaron a la tarea, deteniéndose solo para comer o dormir. Nadie sabía para qué estaban haciendo aquello. No importaba. Todos comprendían que era lo que el brujo quería y eso bastaba. Él se retiraba a una zona en donde nadie se hubiera atrevido a llegar.
            A partir de entonces la tribu cambió de residencia. Habían regresado al pie del farallón de piedra, a las pequeñas cuevas, cuando todavía no hacía frío, y allí se iban a quedar.
En una de ellas, la mayor, habían colocado  una empalizada de troncos. Todo alrededor de la zona de las grutas, habían levantado un muro de piedras superpuestas. Solo se podía entrar quitando unos troncos en un lado. En una parte de la roca lisa, el lugar en el que el brujo había estado solo durante aquellos días, donde la lluvia no llegaba, había, pintadas, mágicas  figuras hechas con tizones, sangre y resina. Las miraban con respeto y temor. Nadie se atrevió a tocarlas. Había animales de cuernos y de colmillos. Otros como encerrados tras una empalizada. Aves volando y bestias con lanzas en el cuerpo. Una mujer hiriendo la tierra con un largo palo.  Y un hombre tirando grano sobre la tierra herida.
El jefe  había explicado las figuras. Apresarían las cabras sin matarlas y las guardarían. Abrirían la piel de la tierra y echarían en ella el grano. A su tiempo la tierra y las cabras darían su fruto. Mientras tanto seguirían allí. No cambiarían de lugar.
Tendrían leche, carne y granos. Seguirían cazando bestias y aves y recogiendo frutos y leña en los bosques, pero cada vez dependerían menos de ello. Permanecerían en aquellos altos.
Pasó el tiempo. El pueblo de las rocas se habituó a vivir sin desplazarse. Tuvieron un rebaño de cabras que aprendieron a pastorear. Cultivaron las llanuras por debajo de la Piedra Lisa. El muro en torno a las cuevas se hizo más alto y la entrada más difícil. Horadaron más cuevas. En unas dormían y en otras guardaban el grano durante todo el año. Tenían leche y alimento aún en los días más inclementes del invierno.
            Y él brujo vivió entre ellos durante muchos  años. Pero no tuvo compañera para calentarle en la noche, ni plantó su simiente.
Cuando terminaban los fríos y los arroyos corrían con fuerza renovada, el brujo escogía uno o dos jóvenes, hombres o mujeres, y les enseñaba la magia de la simiente y el fruto,  la de las figuras en la piedra y la de las hierbas. Desde muy lejos venían gentes a traer dones para el Gran Brujo. A veces se iban, llevándose con ellos a uno de los jóvenes ya iniciados para que instruyera a los suyos, otras, se quedaban un tiempo para aprender por si mismos. Y la fama de la tribu se extendía más allá de las montañas y los bosques.
Un día, mucho tiempo después, cuando su barba se había vuelto completamente blanca y su cabeza había perdido casi todo el cabello, cuando ya no podía caminar totalmente erguido ni sin el apoyo de su bastón, cuando ni los más viejos recordaban de donde había salido, reunió a todos en torno a la hoguera mayor, en el centro de la zona amurallada, frente a las grutas. Apenas podía andar. Se apoyaba en dos de sus discípulos, aquellos a los cuales no había querido dejar partir,  los mejores, con los que llevaba más tiempo.
El pueblo de las rocas había aprendido a respetarle. Todos estaban allí. Esperando. El murmullo iba en aumento.
De pronto el brujo levantó el bastón. Todos callaron. Les hizo señas para que se sentaran. Cuando lo hicieron, tomó a los dos con quien había llegado y los hizo juntarse. Él se ocultó detrás y comenzó a alejarse.
Todos comprendieron que era el final. Esperaron mientras le vieron salir por la brecha del muro. Había dejado en su lugar dos brujos. Estaba bien. Tenía derecho a desaparecer.
Caminó casi arrastrándose durante todo un día. Le costaba andar. Recordaba cuando recibió su nombre. Había hecho el mismo camino en menos de medio día y eso que cargaba con el anciano brujo. Ahora ya no podía desplazarse un tiro de piedra sin descansar a la mitad. Tenía que hacer paradas frecuentes. No comía. Sólo bebía agua en los regatos.
Al fin llegó a la roca donde había expuesto el cuerpo de su padre. Subió arrastrándose, casi sin fuerzas. Se sentó en lo alto para reponerse. Mucho rato después se puso en pie. Miró hacia el tejo. Un halcón estaba posado en lo alto. No cogió la sangre ni los frutos del tejo. No iba a necesitar ayuda. Todo estaba a punto.
Empezó a levantarse muy despacio. Cada movimiento le costaba un esfuerzo doloroso e insoportable, pero lo hacía. A medida que se iba irguiendo parecía recuperar las fuerzas. Por último consiguió ponerse en pie. Elevó el bastón tanto como pudo.
 En la cima de la roca el Gran Brujo levantaba su afilada silueta. Durante unos instantes su imagen inmóvil, se confundió con la roca misma, tal era su quietud. Los brazos en alto sosteniendo el báculo, la cabeza levantada hacia las nubes. Pareció reunir todas sus fuerzas para exhalar con voz tonante el grito.
--¡¡¡Gul!!!
Pareció que ese alarido le despojaba de toda su vitalidad. Como una figura de arena en medio del agua se desmoronó. Cayó muerto sobre la piedra.
En el tejo, el halcón levantó el vuelo perdiéndose en el cielo de la tarde.

        

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