Tenía escrito un texto y aunque no es demasiado actual lo incluyo. Me corroe la duda de si lo publiqué ya en su día. He buscado y no lo hallé. Por eso me atrevo a incluirlo.
Espero poder ser más constante ahora que tengo fácil entrada. Perdón otra vez y gracias por leerme.
¿INCOMUNICACIÓN?
¿Cuántas veces nos aferramos a nuestra interpretación de
las cosas negando incluso la posibilidad de que sea verdad la del otro y no la
nuestra? Lo peor es que llegamos a convencernos de que no hay más realidad que
nuestra interpretación de lo ocurrido.
Sucede tan a menudo y de manera tan general que nos parece
que somos objetivos.
¿Tanta necesidad tenemos de tener razón?
Oigo hablar a personas de reconocido prestigio social.
Abogados, ingenieros, médicos, escritores. Parece que escuchan a los demás lo
justo para intervenir ellos y dar la lección. Una tertulia es la impaciente
espera de unos y otros por intervenir en la conversación. Cuando en ella falta
urbanidad se atropellan unos a otros. Aunque eso sólo debe pasar en la TV y
allí siempre ocurre.
Hay varias constantes en las reuniones del mejor estilo.
Nos encanta señalar
cuando sale a colación persona de mérito; supongo que con razón, el mérito y lo
que sigue; como es amigo nuestro, al menos conocido, habiendo compartido con él
esto o aquello. ¿Necesitamos esos conocimientos y amistades para que se nos
aprecie? ¿Nos van a apreciar más si somos colegas de fulano o mengano? Sabemos
que no y sin embargo nos colocamos la relación como si fuera una medalla.
O aquello otro de los restaurantes o los vinos. Parece ser
que hay toda una cultura de clase que se demuestra habiendo comido en tal o
cual hospedería y conociendo y gustando los vinos más caros. ¿No hay una gran
falta de seguridad en ello?
Nos da vergüenza decir que no entendemos ni de lo uno ni de
lo otro o que nos gusta el vino común y barato. ¿Dice eso algo de nuestra
verdadera condición?
Y paro por hoy. Añadiré como otrora un capitulito de alguno
de mis libros para que haya un cierto fundamento. Creo que nunca la enseñé. A
mí me gusta. Gracias por pararte a leerlo.
HISTORIA DE ADRA (99 – 32 AC)
Aquí en la alquería vivíamos bien.
Estaba la Casa Grande, la explanada, las pequeñas cabañas
alrededor y los campos de cultivo. Mis padres contaban que en otro tiempo había
habido señores que mandaban en los demás. Luego habían venido los hombres de
Roma y se habían llevado a los más fuertes después de vencerlos y quemarlo
todo. Los viejos y los niños, se habían refugiado en los bosques. Regresaron.
Después pareció que Roma se hubiera olvidado de aquella
aldea de las montañas. La vida volvió. De nuevo cultivaron los campos,
rehicieron las cabañas y mis padres crecieron.
Nací yo, mis hermanos y otros. La Casa Grande, ahora una ruina, no
volvió a arreglarse, se destinó a redil. Las grandes piedras se usaron para
hacer muros en que apoyar las empalizadas de troncos, permaneciendo solo las
grandes columnas en pie.
Esas y otras historias nos contaban mis padres en las tardes
frías cuando nos juntábamos alrededor del fuego después del trabajo del día.
Los viejos habían muerto, los niños, ya crecidos se habían ido marchando lejos
o se habían quedado. Solo estábamos unas pocas familias. Durante el día los
niños ayudaban a los mayores en el campo o con el ganado. Las niñas recogíamos
frutos del bosque, curtíamos pieles, cuidábamos a los pequeños y aprendíamos a
coser las ropas.
Nuestra vida era buena desde que florecían las prímulas
hasta que comenzaban los hielos. Luego el frío la volvía dura, pero
conseguíamos encontrar entretenimiento. Lo malo era que con el frío se nos
inflaban los dedos de los pies y las manos, nos picaban y a veces se nos llenaban
de llagas.
Había que hacer los trabajos pese al hielo y a la nieve. Eso
era duro. Los chicos lo tenían peor, todo el día fuera de las chozas.
Además, estaban los lobos. Cuando la nieve cubría lo alto de
las montañas, bajaban a los valles. Veces hubo en que intentaron asaltar los rediles,
tal era su hambre. Los hombres y los muchachos mayores salían a cazarlos. Era
peligroso. Iban en manadas y se atrevían contra los hombres aunque estos
llevaran lanzas y largos cuchillos. Más de uno volvió con las señales de sus
dientes, heridas y desgarraduras. Algunos murieron a causa de ello.
Cuando llegaba el buen tiempo los lobos volvían a los altos
y podíamos hacer la vida normal. Buscábamos bellotas, setas, gamones, huevos de
pájaros, fresas y moras. Las chicas nos adornábamos el pelo con violetas,
prímulas y flores de escaramujo. Los chicos nos perseguían y había que procurar
no quedarse nunca a solas con ellos.
Era el tiempo de las
canciones, de las frutas, del baño en los arroyos. Por la noche los mayores se
reunían en la explanada ante la empalizada y contaban de sus viajes, de los
peligros del invierno, de los viejos tiempos cuando la Casa Grande estaba en
pie. Alguno de los que habían regresado hablaba de las ciudades, del mar, de
las grandes calzadas.
Siempre me había atraído lo que contaban. Decían que Roma
lanzaba caminos hacia todas partes. Los hacían con grandes piedras y debajo
ponían grava para que el agua no las deshiciera. Y las medían. Cada mil pasos
ponían una piedra larga en pie. Así se sabía lo que habían recorrido. Por
encima de las calzadas corrían los caballos y los carros llevando y trayendo el
poder de Roma.
Nos lo contó por vez
primera un hombre viejo, el primero que regresó. Hablaba de una calzada que
llegaría desde los mares del norte hasta Gades. Todavía no estaba completa.
Según él, un hombre podía ir en un carro desde Ampurias hasta Malaka cambiando
los caballos en los puestos de cambio. Cuando estuviera terminada llegaría
hasta las columnas de Hércules. Del héroe recibía su nombre. Vía Hércules.
No sabíamos dónde
estaban aquellas ciudades, tampoco sabíamos lo que era una ciudad. La
imaginábamos como nuestra aldea pero mucho mayor. El hombre aquel nos contaba
que había templos para los dioses, más grandes que todas nuestras cabañas
juntas. Con grandes columnas de piedra y figuras también de piedra contando las
hazañas de los héroes, con dioses de madera recubiertos de oro.
Todos decían que
estaba loco, pero yo le creía. Se hacía llamar Ambás.
Como yo le hacía caso, a mí me explicaba lo de las grandes
urbes. Las vías, los mercados, los templos, los palacios, los lugares para los
juegos, los circos y los teatros. Las matronas paseando en sillas llevadas por
esclavos, los comercios de vinos, de telas, de especias, de alimentos llegados
desde muy lejos. Las monedas y los adornos. También contaba de las fiestas
saturnales cuando empezaban los fríos; de las muchas formas de vestir de las
mujeres y de los hombres según del país del que procedieran. Me hacía en la
tierra dibujos de cosas que no entendía muy bien.
Yo soñaba con ellas, con Cartago Nova, Saguntum, Tarraco. Me
veía llevada en una silla por mis esclavos, vestida con las telas traídas de
otras tierras, telas que dejaban ver a su través y no pesaban. Nada decía a los
míos de estas cosas para que no me insultaran. Las guardaba dentro, en mi
cabeza y, cuando estaba sola, o todos dormían, cerraba los ojos y veía la Vía
Hércules. Un romano alto, vestido con chapas de metal me llevaba con él en un
carro ligero tirado por caballos blancos. Yo llevaba el pelo recogido en lo
alto de la cabeza, como decía Ambás que era costumbre de las mujeres romanas.
Vestía una túnica de
color púrpura. Yo no lo había visto nunca, pero Ambás decía que era el color más
bonito. Me tapaba los pies. Tenía los
brazos llenos de ajorcas y en el cuello collares de metal amarillo. Los
guerreros me miraban pasar y seguían con sus caballos mi carro. Me bajaba en la
puerta de una villa con troncos de piedra sosteniendo los tejados. Los esclavos
salían a recibirme y echaban flores a mi paso. Los guerreros esperaban a mi
puerta hasta que yo quería dejarles entrar.
Les recibía recostada
en el comedor. En una mesa había jarras llenas de hidromiel y vinos del sur. En
grandes cuencos de barro cocido carnes asadas, jabalíes, conejos, venados y
peces del mar, grandes como corderos, salazones y panes dulces. Así me había
contado Ambás la vida de una cortesana a la que había servido como guardián
cuando se liberó de los trabajos en Vía Hércules.
Yo seguía haciendo la misma vida, pero, los ratos libres, en
vez de irme a jugar con las muchachas, me acercaba a la cabaña de Ambás, para
que me siguiera contando, para preguntarle.
--¿Cómo se
arreglan el pelo las romanas?
--¿No se les
agrietan las manos?
--¿Con qué se
hace la pintura para la cara?
--¿Son muy altas?
Él contestaba lo que había visto, o lo que se inventaba, yo
no iba a contrariarle.
--El cabello
depende mucho de los tiempos. No siempre se lleva igual. Y la elegancia viene
siempre de Roma. Lo que allí se lleva se copia aquí.
--Las cortesanas
se untan las manos con leche de almendras, con aceites y perfumes. Cuando hace
frío se cubren las manos con lana tejida.
--Las cosas de
pintarse las conocen los físicos. Yo he llevado tizne de chimenea para cubrir
las cejas y piojillos rojos de higuera de pala para los labios. Luego lo
mezclaban con oleos y aromas y se lo vendían a las damas por monedas de oro.
--Hay algunas más
altas que los hombres, sobre todo las que proceden de Germanía o de Britania.
Las hay pequeñitas como niños, de tez morena. Y de todos los tamaños. Pero
muchas se calzan unas sandalias que las levantan más de una cuarta sobre el
suelo.
Nunca me cansaba de preguntarle. Cada vez se me ocurrían
nuevas cuestiones. Luego en el rato de vigilia antes de dormir me imaginaba a
mi misma en una u otra situación. Y cuando me dormía, mis sueños siempre tenían
algo que ver con Vía Hércules.
Así pasó todo un otoño y un invierno. A finales de la
primavera mis padres me hablaron muy en serio. Yo iba a cumplir tres lustros y
era tiempo de buscarme marido. Ellos pondrían como dote una parte de sus
cabras, un terreno cercano de fácil riego y mantas de lana tejida. Había
varios, entre los hombres jóvenes, que me aceptarían como esposa. Mi madre me
explicó quienes eran y con cual convenía que me casara.
Yo aceptaba todo sin discutirlo. Por dentro algo feroz se
rebelaba en mí, pero no lo dejaba escapar. Callaba por fuera como una buena
hija. Y esperaba.
Vinieron el muchacho y sus padres. Yo le había visto muchas
veces en el monte, en las tierras de labor. Era uno más. Cuando se hicieran los
sacrificios sería mi dueño. Todas mis tripas se agitaban, pero yo callaba y
bajaba la cabeza.
Se fijó la ceremonia para antes de la recogida de la
cosecha. La anciana de la colina bajaría para sacrificar un cordero y hacer los
augurios. Luego yo pasaría a la vivienda de mi hombre y sería de su propiedad,
con mis cabras, mis tierras y mis mantas.
Acepté sumisa todo cuanto dijeron. En mi interior planeaba
otra cosa.
Había convencido, o eso creía yo, a Ambás para que me
llevara con él a Cartago Nova. Allí me ofrecería como pupila en casa de alguna
cortesana de Vía Hércules. Lo preparé todo con mucho sigilo. Conseguí que la
hermana de mi madre, vivía al otro lado de la montaña junto a un robledal,
estuviera de acuerdo en tenerme unos días en su choza. Me enseñaría a hilar y a
tejer. Eso me serviría muy bien en mi nueva situación.
Unos días antes de mi partida Ambás se había marchado. Nadie
lo echó de menos, quizá era yo la única con la que hablaba.
Salí de mañana para cruzar por la piedra del agujero y estar
al mediodía al otro lado en casa de mis familiares. El tiempo era magnífico.
Llevaba mi hatillo y un amplio sombrero de paja. Anduve por el sendero mientras
se me podía ver desde el poblado. En cuanto pude, me desvié y fui a reunirme
con Ambás que me había esperado en una covacha por la ruta del norte.
Sabía que tardarían varios días en echarme de menos. Para
ellos yo estaba en casa de la familia. Solo cuando fueran a buscarme a la
semana siguiente se enterarían de que nunca había llegado, pero entonces yo
estaría muy lejos. Quizá en Cartago Nova, quizá en la villa de una cortesana
luciendo túnicas púrpura o paseando sobre coturnos por el borde del mar.
Con los alimentos que había ido robando en casa y dándoselos
a Ambás, hicimos en dos días el camino hasta la caída del río Mundo, cerca de
las fundiciones griegas. Allí vendimos las cosas que yo había llevado en el
hatillo. Había estado ocultándolas desde que concebí la idea. Un par de ajorcas
labradas de mi madre, unos aretes de oro. Con lo que sacamos compramos
alimentos y continuamos nuestro camino. Ambás se cansaba y, de vez en cuando,
teníamos que reposar un poco. Por mí hubiéramos andado día y noche, tal era mi
deseo de llegar a Vía Hércules.
A la semana de nuestra salida de la aldea, habíamos llegado
cerca de Hélice Nova. Era una acumulación de edificaciones de poca altura, pero
muy extensa. En un lado se alzaban los antiguos templos de Moloc y Astarté.
Llegamos al oscurecer y Ambás pensó pasar la noche en unas cuevas arriba de las
rocas. Al salir el sol, me hizo esperar
oculta, lejos de las fortificaciones. Él se acercaría primero y vería las
posibilidades y peligros. No era conveniente que le acompañara. Gastaría lo que
nos quedaba, poco ya, en conseguir alimentos.
Todo el día lo pase esperándole, temiendo le hubieran hecho
algún daño. Pasado el mediodía empecé a creer que le habrían matado. Esperé un
poco más intentando pensar qué podría hacer yo sola sin la ayuda de mi
protector. Volver atrás era impensable. Desconocía la ruta, pero estaba
dispuesta a continuar. Seguiría hasta encontrar la Vía Hércules. El mar, me
había dicho Ambás, está por donde sale el sol. Seguiría ese camino.
La noche se acercaba. Me acurruqué en el mismo lugar de la
anterior para emprender la marcha al amanecer.
No me había dormido cuando las voces destempladas de unos
hombres, claramente ebrios, me sobresaltaron. Reconocía entre ellas la de mi
amigo. Entonces salí y me dirigía a él. Me cogió del brazo y dirigiéndose a sus
acompañantes les preguntó si había mentido o no. Al principio no le entendía.
¿Qué quería decir?
De pronto, sujetándome fuerte con un brazo, me desgarró la
túnica con el otro, mostrándome desnuda a sus compañeros.
--¿Vale o no lo
que habéis pagado?
La risotada bestial de aquellos hombres no dejaba lugar a
dudas sobre sus intenciones.
En aquella noche de horror, sufrimiento y humillación, lo
más doloroso era sentirme engañada por el que yo había creído mi amigo.
En algún momento, los dioses tuvieron piedad de mí y perdí
el sentido.
Al despertar, me hallé desnuda y sucia, envuelta en vómitos,
sangrando y magullada.
Había una fuente. Me arrastré hacia ella y me hundí en sus
aguas intentando borrar el recuerdo de aquel horror. Cuando me sentí menos
sucia decidí alejarme. Seguí monte arriba para huir del regreso de mis
violadores. Mi cabeza era solo asco y odio. Estaba hambrienta, todo me daba
vueltas, hasta el agua se volvía amarga en mi garganta.
No sé como pude sobrevivir. Como una bestia del monte. Pasé
días y noches, entre el miedo, la pena y el rencor. Intentaba no dormir para no
ver en sueños el horror de aquella noche. Apenas puedo entender por qué no
morí.
El agua no escaseaba, comía bellotas verdes de las encinas y
gamones del suelo. Era hábil con las piedras, conseguí matar algún conejo,
algún pájaro. Los pelaba, y rasgándolos con una piedra picuda, les limpiaba lo
sucio. El resto lo devoraba crudo. No me atrevía a encender fuego y tampoco
sabía cómo hacerlo.
Una mañana oí la voz de Ambás que me llamaba. Estaba allí abajo.
Parecía compungido. Me mostré desde arriba. Díjose
arrepentido. Le habían robado, después de aquella noche. Quería seguir camino a
Vía Hércules. Teníamos que olvidar lo pasado, volver a confiar uno en el otro.
No sé qué me pasó. Una fiera dormida pareció despertarse,
pero solo por dentro. Por fuera era otra la que hablaba. Aparentaba enfado, no
demasiado hondo, como si fuera por poca cosa, como si, sin perdonar aún,
estuviera dispuesta a olvidar las injurias. Él se sintió fuerte y le quitó
importancia.
Se había dejado llevar, habían bebido mucho, no querían
hacerme daño. Se justificaba. Además si pretendía ser una cortesana tenía que
conocer lo que deseaban los hombres de mí. Es verdad que aquellos se habían
excedido, no contaba él con que actuaran tan brutalmente…
La Adra de fuera,
aparentó ceder, aceptar las disculpas. Se quejó de abandono, como si
verdaderamente le necesitara. Le pedí ayuda. Allí estaba cubierta con ropas
desgarradas, hambrienta. Si él me trajera...
Yo presenciaba aquella astucia desde dentro de mí y dejaba
hacer. Ambás pareció convencido. Prometió traer ropa y alimentos. Se fue y
regresó a la tarde con una túnica, salazones y fruta. Todavía el ser astuto que
yo mostraba fuera, fingió necesidad de seguir sola un tiempo. Tenía que
comprender. Había sido muy duro. Ambás aceptó todo. Varios días continuó viniendo
a la fuente, cada vez traía alguna cosa nueva.
Yo le miraba desde dentro con más desprecio, con mayor deseo
de venganza. Por fuera parecía cada vez más próxima al perdón. Y, por fin, una
tarde, me escuché con asombró proponiendo al infame un pacto de amistad.
Volveríamos al camino. Pero, sin nada con qué comprar...
Debía volver a Hélice y traer a la fuente a los del otro
día. Yo estaba ya repuesta y preparada para hacer de grado lo que aquella noche
había hecho por violencia. Podríamos sacarles buenas monedas. Les haría pasar
una noche inolvidable. Pero necesitaba comida,
antorchas, algunos mantos. Prepararía las cosas al lado de la fuente y
les daría todo lo que quisieran y mucho más que ni siquiera imaginaban.
No sé de qué manera, con qué dulzura, hice mi propuesta
mientras dentro de mí la otra Adra, totalmente distinta iba trazando su
plan. Ambás pareció convencido.
Trajo lo que le había
pedido. Aseguró que regresaría con aquellos hombres. Ya les tenía casi
convencidos, incluso habían adelantado
algo para comprar las cosas que me iba trayendo. Yo tenía razón, era una buena
forma de conseguir con qué seguir el viaje. Se le veía satisfecho.
Mi yo de fuera seguía
manipulándole.
Tenía que comprender. No podía presentarme ante los
invitados tal como estaba. Sería bueno que trajera también algunos ungüentos y
oleos para restaurar un poco lo que el sol y la intemperie habían producido.
Convenía que esa noche trajeran manjares frescos y vinos. Era conveniente que
cobrara el precio antes, no fueran a negarse después a pagarle. Tenía que
sacarles todo lo posible. Iba a ser una fiesta única. Él también participaría.
Vería de todo lo que era capaz.
Ambás hizo todo tal como le pedía.
La dulce Adra de fuera estaba complacida. Lo prepararía todo
para la noche siguiente. Me acerqué a él con mi mejor sonrisa, destilando miel,
el mismo Ambás me había explicado como se movían las cortesanas cuando querían
seducir a alguien. La Adra interior rugía de rabia, pero de mi boca sólo salían
dulces susurros.
Debía ayudarme a
preparar una estancia donde poder recibir a los invitados. Tres paredes de
piedra, una techumbre, unas ramas que cubrieran la entrada.
Trabajó todo el día hasta dejarlo hecho según mi idea. Se
marchó sonriente, satisfecho de mi buena actitud. Me manejaba como quería,
parecía pensar. Y mi gesto de sumisión y mi sonrisa le aseguraban mis
intenciones.
Toda esa noche trabajé sin descanso. Ambás había dejado
terminado lo más duro para que cupiéramos dentro seis o siete personas. Faltaba
completar. Alisé el suelo, lo cubrí con hierbas aromáticas, con los mantos. Y
por todas partes, tejado, suelo, paredes fui untando la resina que había estado
recogiendo desde que Ambás volvió. Debía
parecer el portal de mi villa. Unas ramas secas cerraban por delante a modo de
cortinas, no menos impregnadas de resina.
Cuando Ambás llegó al día siguiente, aquello debía tener muy
buen aspecto. Su sonrisa lo mostraba. Me trajo todo lo que le había pedido y
prometió volver con sus amigos a la caída del sol. Me bañé en la fuente, me
ungí con los perfumes y ungüentos, peiné mis cabellos adornándolos con flores
del campo y esperé que llegaran.
Había caído el sol
cuando sentí sus voces. Venían gozosos,
algo tenían ya bebido. Traían en las manos antorchas, manjares y odres de vino.
Yo estaba poseída por aquel ser ajeno.
Me veía salir a recibirles, sonriente. Acomodarles con
caricias y risas, jugar con mis encantos sin dejar que pasaran más allá de las
miradas. Poco a poco fueron enredándose en mis redes. Mi cuerpo, desconocido
para mí, se iba llenando más y más de sugerencias a los ojos de aquellos
desalmados. Se creían en la villa de una de esas cortesanas que Ambás me había
contado. Mientras yo alargaba lo que estaba esperando. El calor de las
antorchas hacia oler la resina que lo impregnaba todo. En la entrada casi
goteaba.
Los seis daban señales de una fuerte embriaguez. Les había
hecho reclinarse al fondo, sobre los mantos. Llamé su atención, les dejé a
oscuras y salí de la estancia con las antorchas. Los seis, recostados, miraban
esperando lo que fuera a ocurrir.
Con las antorchas en
la mano trace unos pasos como si danzara. En uno de los giros hundí las llamas
en las ramas que hacían de puerta. Mientras prendían me quité la túnica y quedé
ante el fuego, desnuda. Sorprendidos siguieron contemplando sin poder
reaccionar. ¿Era aquello una parte del baile?
Un momento después todo ardía a su alrededor. La resina
caliente había convertido en una llama el techo y el interior de la estancia.
Alguno consiguió levantarse. Llovía fuego que prendió sus ropas volviéndoles
antorchas vivas. Yo me había retirado al otro lado de la fuente. Los que
intentaron atravesar las ardientes cortinas salieron convertidos en antorchas
humanas. Iban cayendo al suelo terminando de arder.
Yo contemplaba su sufrimiento sin sentir otra cosa que la
satisfacción por mi venganza cumplida. Seguí allí hasta ver como el muro de
piedra caía sobre Ambas que, no habiendo conseguido levantarse, ardía sin
parar.
Por la mañana, apagué los rescoldos, rebusqué entre los
restos aquello que no ardía, las monedas, las joyas y los cuchillos. Baje al
pueblo cubierta con uno de los mantos que había reservado a tal fin.
Debían ser muy ricos.
Vendí los puñales, las ajorcas, los anillos y las cadenas. Compré caballerías,
un esclavo y aún tuve suficiente para
llegar hasta la costa y establecerme allí, junto a Vía Hércules.
Alquilé una pequeña villa que más adelante pude adquirir.
Prosperé vendiendo mis favores a cambio de buenas monedas.
Nunca hubo cortesana más hábil, mejor solicitada, ni más
rica.
Nunca regresé a la
aldea de las montañas. Nunca volví a reír. Mi cara siempre tuvo la misma mueca
de aparente sonrisa.
Adra la cortesana sepultó para siempre a la joven Adra que
había partido de la sierra años atrás.
Nadie pudo presumir nunca de haberme burlado en balde.
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