martes, 27 de noviembre de 2012

AQUÍ ESTAMOS

     ¡Bien, bien! Aunque ya empiece el frío. Me parece que los viejos somos más sensibles. Al menos yo, que nunca fui friolero, cada día lo noto más. Y no es que me moleste mucho, pero...
      Sigo viendo en los informativos los mismos horrores a que nos tienen acostumbrados. Lo malo es que nos lanzan una medio noticia, nada clara, y la siguen si les apetece o si se lo mandan. A mi me gustaría saber de verdad lo que pasa.
     Cada noticia debería contarse entera. Menos entrevistas a los viandantes y vecinos y más enterarnos de cómo y por qué.
     Es como si para mejor engañarnos hicieran como que nos informan para ocultar después lo que de verdad nos interesaría y, desde luego, la continuación y el desenlace.
    Está internet, sí, pero aquí hay mucho de lo mismo. Y uno no puede pasarse el día delante del ordenador para cotejar la información.
      Hace tiempo que no incluyo las pequeñas cosas de La Hueta. Añado una más. Os recuerdo que intento contar desde la Marta niña de ocho años.
LA SALAMANQUESA 
     Vive en el tejadillo del porche. Eso es lo que suponemos. Por lo menos es de ahí de donde sale al anochecer cuando se enciende la barra de luz que hay sobre la puerta. Creemos que todavía es joven porque no es muy grande. No es que sepamos mucho de salamanquesas, desde luego, pero tras la primera aparición le preguntamos a Tomás. Por lo que nos dijo, y él parece que sabe mucho de todo lo que sean bichos de por aquí, la nuestra aún es pequeña. Dice que llegan a tener hasta veinte centímetros y la nuestra no pasará de los ocho. Aunque, ¡vete tú a saber! A lo mejor esta es bajita y no va a crecer demasiado.
La vimos una tarde cuando encendimos la luz de fuera.
Por la noche mi padre riega bien el porche para que esté fresquito. Sacamos una mesa y unas sillas y cenamos allí mismo. Resulta muy agradable hacerlo cuando todavía no es noche cerrada. Según estés sentado a un lado u otro, se ve la Piedra del Agujero, las montañas del norte,  la pared o la puerta. Mi padre siempre coge el mejor sitio, el que da a las rocas, mi madre, para poder entrar y salir con facilidad,  el que da al norte. A mi, como calcularéis, me toca uno de los feos.
 Ese día me vino bien. Como estaba mirando las polillas que revoloteaban alrededor de la lámpara, fui la primera en verla. A mi madre le gusta que la luz de fuera, la que está encima de la puerta, esté encendida desde que oscurece hasta que nos acostamos. Dice que eso le da ambiente y nos relaciona con el resto. Lo malo es que atrae a las polillas y bichos voladores de alrededor.
Me parece que habíamos terminado ya de cenar. Ellos hablaban de algo que no me interesaba. No sé como se las arreglan, pero la mayor parte de las conversaciones de los mayores no me interesan en absoluto. ¿Os pasa a vosotros? Lo malo es que cuando sí me interesa e intento intervenir, ellos me cortan diciendo.
--En estas cosas no son para las niñas.
 O lo que es peor, siguen hablando de lo mismo en clave. Me explico. En vez de hablar con claridad, utilizan expresiones que sólo ellos entienden. No sé que me enfada más.
La cuestión, como dice mi padre cuando quiere que concretemos, es que allí, dispuesta a dar buena cuenta de los que se pusieran a su alcance, estaba la salamanquesa. Yo no sabía qué era aquella especie de lagartija rara, así que lo pregunté en voz alta. Ellos dejaron un momento de hablar de sus cosas y miraron.
--¿Qué es qué?
--Ese bicho tan raro.
   Miraron hacia donde yo señalaba.
    Mi madre, que es más de esta tierra, contestó en seguida.
--¡Anda!¡Una salamanquesa! Como la que había en casa de mis padres. Pero ésta es más pequeña.
Me dio la impresión de que mi padre no se aclaraba del todo. Bueno, es que tiene la manía de no ponerse gafas porque dice que no las necesita, pero sin ellas no ve demasiado bien. Hizo con los ojos eso que hace siempre que quiere ver algo. Los arruga un poquito y así parece que ve mejor.
--Es verdad. No la molestéis. No hacen ningún daño y se comen los mosquitos.
Estaba claro que la que sabía era mamá, así que le pregunté a ella.
--¿Es verdad que no hacen nada? ¿Cómo las lagartijas?
--¿No te acuerdas la que había en casa de los abuelos en Siles? ¡Claro tú eras todavía muy pequeña! Era más grande que esta y a la abuela le gustaba que estuviera, aunque nunca la miraba. Salía siempre por las noches cuando encendíamos la luz de la terraza. A tus hermanos les encantaba con su aspecto de dragón diminuto. ¿Has visto qué patas tiene? ¿Y las puntas de la espalda? Por aquí dicen que es un animal de buena suerte. Que donde viven traen consigo la fortuna o algo así.
Estábamos acostumbrados a las lagartijas con su larga cola, su aspecto de ramita alargada, su color verde con rayas y esa manera tan graciosa de levantar la cabeza como desafiando.
 La salamanquesa me sorprendió. Tan parecida y tan diferente. Incluso me dio un poco de asco y...sí, hasta miedo. El color pardo sucio. Esos picos en la espalda. Un dragón pequeñito, pero con aspecto de ser malo. ¿Y la boca? ¡Horrible, os lo aseguro! Y la cola tan corta. No me gustó.
Estaba encima del tubo de luz. No se movía.
Sin acercarnos ni movernos apenas, pudimos observarla. Parecía un pequeñísimo cocodrilo con sus arrugas y sus granitos en la piel, pero en color parduzco claro. Casi se confundía con la pared a la que, por cierto, dice mamá que le hace falta una buena mano de pintura.
     Lo que más me llamaba la atención eran las patas. Gordezuelas y abiertas con los cinco dedos visibles. Las tenía extendidas y permanecía pegada a la pared. Estaba totalmente quieta.
     Hablamos de lo desagradable que resultaba, pero estábamos dispuestos a aceptarla siempre que no se acercara a nosotros. Al fin y al cabo ella habitaba la casa desde mucho antes. Mi padre decía que no era nociva, que huía de las personas, no podía causarles ningún daño y se alimentaba de insectos, eso la hacía beneficiosa para nosotros.
La mirábamos y seguía sin moverse nada. No sé cómo, un momento después, estaba comiéndose una polilla grande de las que se habían acercado a la luz. No la habíamos visto hacer ningún movimiento, pero allí estaba zampándose su polilla. ¡Y pude ver su horrible boca!
     De repente desapareció. Esa noche, yo tenía mucho que contar sobre mis andanzas de todo el día,  no volvimos a acordarnos de ella.
     A la noche siguiente, más o menos a la misma hora y en el mismo sitio volvió a aparecer.
     No nos parecía ya tan asquerosa como el día anterior. Además le había preguntado a Tomás. El vecino mayor que está casado con Benita, una viejecita muy simpática, y que ha sido “ajorrador”, ya os explicaré lo que es eso.  Nos había contado que era bueno tenerlas en casa. Comían toda clase de mosquitos y polillas, incluso las de los armarios, si podían entrar. Pero, sobre todo, traían buena suerte. Ya os he dicho que Tomás sabe mucho sobre las cosas del campo. Vive aquí casi todo el año y  le hacemos mucho caso.
     Otra vecina, Dolores, una muy simpática que sabe también muchas cosas de las plantas y que según algunos es medio bruja,  también nos habló de la salamanquesa,  pero de un  modo  misterioso.
-- Hay que dejarlas tranquilas. Ellas no se meten con nadie. Eligen las casas en las que quieren vivir y hay que respetar su deseo. Los que se fueron se asoman por sus ojos y saben. Nada malo desean a los vivos, pero hay que dejarlos mirar. Por eso no debéis asustarla. Tampoco le miréis a los ojos. No es bueno mirar allá afuera. Tenéis suerte si os ha elegido. Estáis protegidos.
     Hablaba de la salamanquesa con respeto,  casi  diría con miedo. No la entendía bien. ¿Se refería a los muertos, a los fantasmas? ¿Quiénes eran si no, los que se fueron? Me daban escalofríos, pero me encantaba aquel aire de película de miedo.
     Lo comenté con la pandilla y salieron un montón de historias de fantasmas. ¡Allí mismo! Hasta en nuestra casa de la era contaba de fantasmas que por la noche corrían a caballo por los tejados. En otro sitio aquello me hubiera dado miedo o risa. Allí no. Ni una cosa ni otra. Era todo tan curioso.
     Observando a nuestra salamanquesa nos dimos cuenta de que no era tan corta la cola. Desde luego no se parecía mucho a las lagartijas, pero resultaba simpático verla allí parada sobre el aparato de la luz en espera de sus polillas.
     Aparecía y desaparecía, pero regresaba todos los días. Bastaba encender la luz del porche y esperar un rato. Pronto, sin que se la viera moverse, se había colocado en su sitio de siempre y ¡a cazar!
     A los pocos días yo presumía de tener una salamanquesa en nuestra casa. Si Dolores tenía razón  había elegido nuestra casa y eso era bueno. Un poco de mieditis me daba lo de que alguin se asomara por sus ojos. ¿Nos estarían viendo? ¿Quiénes eran aquellos del otro lado?
Cuando se lo dije a papá se rió.
--No tienes que preocuparte por eso. Si miran que miren. Son cosas de Dolores.
El caso es que no se burlaba. Dice que esas cosas son creencias aldeanas que hay que respetar aunque no nos las creamos.
--No es cuestión de que sean verdad o mentira. Son mitos. Maneras de explicar las cosas que no se entienden. Como las poesías.
No es que me quedara demasiado claro, pero lo aceptaba. ¡Cuando él lo dice!
En todo caso me fui acostumbrando a tener aquel animalito en casa. Cada tarde, me quedaba allí quieta cuando encendían la luz para verla regresar a su sitio de caza. Me hubiera gustado mirarle a los ojos a ver si veía a los que se fueron como dice Dolores.
¿A que como mascota resulta la mar de original?


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