domingo, 1 de julio de 2012

DE MI PRIMER LIBRO

A los de Aguilar les pareció "demasiado para un autor novel" y me encargaron el que se publicó.
La idea inicial  de éste fue de mi hijo Álvaro.
Mi yo niño cuenta lo que ve en aquella habitación de vivir que era la cocina. Todavía me conmueve releerlo.

                              BARRITAS CALIENTES

No recuerdo la fecha exacta. Hubo de ser entre el cuarenta y siete y el cuarenta y ocho. Yo tendría alrededor de diez años.
Lo habían dicho por la radio. Y papá lo había leído en el periódico.
Mamá nos había contado en qué consistía aquello de ser reservistas. Era algo bastante complicado o me lo parecía a mí. Tenía que ver con el tipo de cartilla y las posibilidades económicas. Había otras familias que tenían una cartilla diferente y ellos no..., pero lo importante era que en vez de la barrita diaria por persona; aunque ya no eran tan pequeñas como en años anteriores, seguía siendo poco pan para todo un día; podríamos comprar una barra grande. ¡Para cada uno!
El caso del racionamiento del pan era sencillo. Hasta ese momento cada día teníamos derecho a comprar, entregando un cupón de cada cartilla, una barrita por persona. No era demasiado pan, sobre todo en un tiempo en que éste era parte fundamental de la alimentación.
 Mamá partía la barrita en cuatro partes y así lo distribuía en las cuatro comidas. Cuando alguno estaba pachucho o necesitaba sobrealimentación, ella hacía trampa mediante un juego al que llamaba “hacer tienda”. Ponía su ración en común con el necesitado del momento. En teoría los dos comían pan del depósito conjunto. En la práctica ella apenas. Por nuestro egoísmo, o nuestra necesidad, aquello nos parecía un juego muy divertido. El tendero, la tendera, sentía aquella preferencia como un mimo especial. Lo malo era que mi madre estaba casi siempre haciéndolo con alguno de nosotros, lo cual significaba que apenas probaba el codiciado alimento.
Mi padre le pasaba el suyo en ocasiones.
--Ya sabes que a mí este pan no me va demasiado. Lo encuentro poco cocido.
            Todos sabíamos que era una gentileza, como decía mi madre. Ocurría siempre cuando estaban más cariñosos. No por casualidad nacían  mis hermanas unos meses después de aquellas temporadas de especial entendimiento.
Ahora  se iban a terminar las penurias en lo que se refería al pan. Como yo era el encargado de hacerlo casi siempre, reclamé el derecho de ser el primero en comprar... ¡TODO EL PAN!
Lo primero era la bolsa. No valía la de siempre, desde luego. Tenía que ser...
¿Cuantas barras tenía que traer? Como éramos siete, podía comprar siete barras grandes. ¿Cómo de grandes? Mi hermano C. decía haber visto a una señora venir de la panadería con unas barras de más de medio metro. O sea, que nuestro pan tendría en total más de tres metros y medio. Juntándolas saldría una barra tan larga como... ¡el comedor grande!
¿Habría que llevar la cartilla de racionamiento? No estaba claro. Más valía llevarla, por si acaso. Ya casi no se usaba. Era necesaria solo para el aceite, el pan y quizá algo más. No había venta libre del todo. El racionamiento seguía para algunos productos. Aún teníamos presentes los tiempos en que una cola ante cualquier tienda suponía la posibilidad de comprar algún producto escaso y deseable.
 A veces ocurría cuando mi madre nos llevaba a pasear a la Dehesa de la Villa. Veíamos una cola de gente y ella nos colocaba a todos en fila, por si acaso. Se acercaba a preguntar. Las más de las veces nada interesante, pero... podía merecer la pena. Esto daba lugar a situaciones curiosas. Podía hacernos conseguir azúcar, garbanzos,  aceite. Como daban una ración por persona, mi madre nos hacia pedir a cada uno la suya. Menos la mayor de las niñas, todavía en brazos, todos conseguíamos nuestra parte. A veces mi madre no llevaba dinero encima y mandaba a mi hermano M. a casa de alguna vecina. Mientras, los demás hacíamos cola con ella. Podía ocurrir que al regresar mi hermano con el dinero, ya se hubiera acabado lo que vendían. Pero...
¿Y dinero? ¿Cuánto costarían las siete barras? Me suena algo así como una peseta  y veinticinco céntimos cada barra. No era barato, desde luego. Sí, comparado con el pan de estraperlo
En la esquina, junto al quiosco de periódicos, por la tarde, se paseaban las estraperlistas vendiendo chuscos del ejército, barras grandes de pan blanco  y miga apretada, a una cincuenta, y  barritas de racionamiento a una peseta.  Solían ser chicas con aspecto muy repintado de señoras malas. Las miraban con malos ojos. A mí me parecían muy guapas, como las actrices de cine. Los mayores, creyendo que no les oíamos, decían que vendían pan, tabaco rubio y “otras cosas menos decentes”. Besos en la boca y cosas así, suponíamos los pequeñajos aún no muy al corriente del tema.
Lo del estraperlo era una cosa generalizada.  Las chicas de la esquina eran solo la punta del iceberg. Debajo se movía todo un mundo de corrupción. Según fuimos sabiendo años después alcanzaba las más altas esferas. Entonces se hablaba de ello en voz baja. Mucho tiempo hubo de pasar para que saltaran las cosas a los periódicos. Mi padre añadía que los verdaderos culpables no aparecerían nunca.
-- Demasiado arriba para que nadie se atreva a ponerlos en la picota.
Muy en voz baja, en plena guerra mundial, se decía que el trigo argentino, llegaba pactado con el gobierno de aquel país para aliviar la escasez, pasaba directamente de unos barcos a otros para acabar en los puertos alemanes.
En épocas boyantes habíamos comprado pan a las estraperlistas. A mi padre le ponía de muy mal humor. De esto, como de cualquier cosa relacionada con la política, la guerra o “la situación”, no se hablaba de un modo claro y, por supuesto nunca fuera de casa. Sí nos quedaba claro que mi padre no había estado del lado de los vencedores en La Guerra.  Eso suponía un incierto peligro gravitando sobre nuestra familia.
Mamá decidió:
--Traes las siete barras. Comeremos todo el pan que queramos. Será como en el pueblo. Sobrará y haremos Barritas Calientes. Lo que quede, se ralla. Así sabremos cuanto hay que comprar cada día.
En el pueblo de mi padre, íbamos en el verano desde hacía unos años, había unos panes muy grandes. Se compraban sin cartilla. Viajábamos hasta allí con nuestra madre al terminar el curso. Nos quedábamos hasta septiembre. Mi padre se reunía con nosotros en cuanto le daban las vacaciones. Casi tres meses despegados de la escasez sin tener que recurrir al estraperlo.
Aquí, en la ciudad, comprar el pan libremente resultaba increíble. Ahora, por fin, podríamos. Mamá haría barritas calientes. Y,
seguramente tortilla dulce.  La boca se nos hacía agua. Bombardeamos a mamá con preguntas:
--¿Rellenas de qué?
--¿Hoy o mañana?
--¿Barras grandes?
--¿De escabeche?
--Sin pimientos ¿verdad?
--¿Estarán tan ricas como siempre?
--¿Harás tortilla dulce?
--¿Puedo yo rallar el pan que sobre?
--¿Me voy ya?
Mamá contestó de un modo resumido, como siempre que estaba contenta y nos escuchaba:
--Mañana haremos barritas rellenas con restos. Estarán tan ricas como siempre aunque sean trozos de barra grande. Tendrán todo lo que tienen que  tener. Si podemos comprar mantequilla habrá tortilla dulce. Y tú, toma el dinero, la cartilla, la bolsa, y vete ya. Lo demás ya veremos.
Salí de la cocina y de la casa como flotando. Me parecía ser responsable de una acción heroica. La euforia familiar me hacía sentirme capaz de cualquier cosa.
 Las escaleras, mi calle hasta la esquina, la otra a la derecha, a la izquierda... Sin apenas darme cuenta  había llegado a la tahona. Desde la última esquina un delicioso olor lo inundaba todo. Otras veces aquel olor resultaba incómodo, excitante. No podía satisfacerse luego el apetito despertado. Aquel día, al contrario, el aroma era promesa de futuros festines. Reconfortante anuncio del fin de la escasez.
Había la cola habitual. No larga y sí bastante rápida. Lógico, no tenían que cortar cupones. Por si acaso, yo llevaba las cartillas. Todo era llegar al mostrador, pedir lo que se quería, recoger el pan y pagar. ¡Y así sería todos los días siguientes!
¡Comprar todo el pan deseado! Era difícil de asimilar. Vivía la fiesta en puro presente. Muy poco a poco, en días sucesivos, fui haciéndome a la idea. ¡Desde ese momento, sería siempre así!
Mis hermanos mayores debieron ser los que más disfrutaron con ello.
M. había vivido los años de la República, la guerra y aquello llamado posguerra, desde el principio. No había sido fácil. Siempre tuvo problemas en un oído por causa de la explosión de una bomba.
C. nació cuando comenzaba la guerra así que la sufrió algo aliviada por la protección de mis padres. Se contaban en casa muchas anécdotas al respecto.
Aquella liberalización del pan, para mí muy satisfactoria, debió tener para ellos connotaciones más profundas. Pero a mí solo me importaba el pan. ¡Todo el pan que quisiéramos...!
No me hubiera molestado esperar mucho tiempo. El espectáculo era fascinante. ¡Y aquel aroma! Salían con bolsas llenas de barras inmensas. ¡Más de medio metro! La boca se inundaba continuamente, tenía que estar tragando saliva a cada momento.
Dorotea, la vecina del fondo del pasillo, salía con aquellas larguísimas barras. Al verme se acercó sonriendo. Arrancó un pico de una y me lo metió directamente en la boca. Ni le di las gracias. Debí poner una cara especial. Me miró abriendo los ojos y se marchó riendo. Recuerdo aquel sabor de pan caliente.
Aún estaba masticando el pan de Dorotea cuando me llegó el turno. Entré en plan triunfador. Puse las cartillas sobre el mostrador y dije en una voz más alta de lo necesario:
--Siete.
No  era capaz de decir nada más. La panadera me devolvió las cartillas sin mirarlas. Riendo mientras cobraba, me gastó la broma mientras ayudaba a meter las barras en la bolsa:
--¿Vas a poder con tanto pan?
No respondí. Tampoco ella esperaba respuesta.
Aquello era mucho pan. No es que pesara,  pero las barras iban desde mis rodillas hasta por encima de mi cabeza. Llevaba la bolsa abrazada. Las manos engarfiadas en la tela. Mirando por entre las puntas, tostadas y bienolientes.
Las gentes con las que me cruzaba miraban sonriendo aquella bolsa de pan ambulante. Nunca he sido alto y aquel bulto casi me tapaba. En otras circunstancias hubiera pasado vergüenza. Esta vez, al contrario, caminaba con un claro sentimiento de seguridad.
Era una sensación a la vez de placer y de poder. Me duraba el sabor del pan de Dorotea. Con la nariz prácticamente entre las barras, el olor me emborrachaba. La impresión de llevar en mis manos todo aquel pan, me hacía sentir una fuerza especial. Al llegar al portal me di cuenta de las lágrimas resbalando por mis mejillas. No me importó.
Subí las escaleras radiante. Apreté el timbre con la frente para no soltar la abultada bolsa, con el calorcillo emanado del pan reciente calentándome la barriga.
Y mamá hizo las Barritas Rellenas.
Debía ser domingo o vacaciones. No recuerdo si hacía frío o calor, si llevaba ropa de abrigo. Solo el olor del pan. Y a todos los hermanos en la cocina alrededor de mi madre que iba explicando:
--Como no son barritas pequeñas, partimos la barra grande en trozos de un tamaño razonable. Le cortamos una parte de la corteza de arriba a cada trozo, como se haría con las barritas. Vaciamos la miga y la reservamos...
--Para hacer tortilla dulce.
Lo dijimos a coro.
--Ya veremos
Mamá sonreía feliz. Mirábamos encantados la representación, dándonos codazos y empujándonos unos a otros para ver mejor.
--En estos trozos, hay que procurar dejar tapados los extremos para que el relleno no se salga. Si usáramos barritas, no haría falta. Remojamos el interior del pan con un poco de leche, también el trozo de corteza que ha de servir de tapadera. Los escurrimos boca abajo y  preparamos el relleno.
De nuevo el coro:
--¿De qué?
--No hemos comprado escabeche.
--Sin pimientos ¿Verdad?
--¿A que se pueden rellenar de cualquier cosa?
--¿Las vamos a comer hoy?
--¿Y harás tortilla dulce?
            Seguía ella en lo suyo consciente de la fascinación del momento.
--Picamos bien dos cebollas grandes. ¡No os acerquéis tanto si no queréis que os salten las lágrimas! También un pimiento rojo y otro verde. ¡A ver, un poco más lejos!  La cocina está muy caliente y no quiero que os queméis. Se pelan y trocean dos tomates grandes. Con todo ello y un ajo muy picadito, se hace el sofrito muy lento. Un poco de sal y  removiendo para que no se pegue.
El olor del refrito, el del pan, llenaban la cocina de efluvios embriagadores. Increíblemente, nos manteníamos en silencio, pendientes de mamá. Nos fuimos sentando alrededor de la mesa.
La cocina era grande. A un lado, el fregadero junto a la ventana del patio. Al otro, la cocina de hierro alimentada con bolas de polvo de carbón, compradas en la fabrica muy cerca de casa. En invierno, de noviembre hasta abril, era el lugar más acogedor. Allí hacíamos la vida. Comíamos, jugábamos y hacíamos los deberes. En el resto hacía bastante frío.
Segura de su poder si estaba cocinando algo de nuestro gusto, continuó la explicación:
--Cuando está casi a punto se le añade la carne o el pescado. Lo mejor es el escabeche de bonito. Hoy  vamos a poner unos restos de sardinas en escabeche de ayer. ¡No os acerquéis ahora, salpica y puede quemaros! Hay que asegurarse de que no tiene ninguna espina. Se rehoga todo bien y se retira, rellenando con ello las barritas.
La magia del momento nos tenía en suspensión. Alguna patada, flojita, por debajo de la mesa,  un sacado de lengua o un palmo de narices. Sin romper el silencio para que no terminara el encanto.
Mamá cogía la bandeja del horno, la untaba de aceite y la espolvoreaba con harina. Colocaba las barritas con mucho cuidado para que no se rompieran. Repartía el relleno, tapando cada una  con la corteza correspondiente. Las metía en el centro del horno y cerraba un poco el tiro.
--Conviene que se hagan despacio y no se arrebaten. Hay que vigilar, no se quemen.
Había terminado. Quedaba la espera dejándonos penetrar por el aroma desprendido del horno y la promesa de un maravilloso festín apenas papá volviera del trabajo.
Permanecía de fondo la esperanza  de la tortilla dulce. No había asegurado nada. Pero había guardado las migas sobrantes en un plato con los restos de leche.

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