jueves, 21 de junio de 2012

LA HUETA ALTA Y LA HUETA BAJA

La primera vez llegamos por la tarde. Hacía bastante calor. Habíamos comido por el camino y hasta Orcera, es el pueblo al que pertenece La Hueta, íbamos asados.
Mi padre llevaba abiertas las ventanillas del coche, pero no había manera de impedir que entrara el calor. Ellos, o sea mis padres, tienen la manía de no poner aire acondicionado en el coche. Dicen que sale más caro, que el coche gasta mucho más, que hay que polucionar lo menos que se pueda. ¡Yo que sé lo que inventan para que yo tenga que fastidiarme pasando calor en el verano!
Además la mitad de la parte de atrás, precisamente donde iba yo, estaba ocupada con toda clase de trastos, maletas y cajas. Apenas me podía mover. Ellos decían que era una exagerada. ¡Claro! Los dos tan a gustito delante y yo entre las maletas. ¡Vaya viaje me estaban dando!
Al coger el camino del monte, como hay muchos pinos dando sombra, parecía calmarse el calor. Aunque teníamos que ir mucho más despacio, se notaba una brisita que traía los olores de los árboles y las hierbas. Consolaba un poco.
--¡Mira que bosques! Huele este perfume de los pinos y la jara.
Para perfumes estaba yo. Condenada a pasar las vacaciones de verano en un lugar perdido, con aquel calor y sin nadie conocido para poder jugar. ¡Menudo veraneo me esperaba.
La carretera "tiene tela". Curva a la derecha, curva a la izquierda, continuamente. Y se sube tan rápido que un momento estás en el pueblo y al minuto lo ves allá abajo, pero muy abajo. Acabábamos de atravesar Orcera y parecía que estuvieramos volando por encima. Se veían los tejados de las casas así de lado y parecía una maqueta o un pueblo de Nacimiento. Y venga curvas. Lo peor es que mi padre, era el que conducía, iba tan entusiasmado que yo temía nos saliéramos de la carretera en uno de aquellos giros.
¡Y era poca la altura si caíamos desde allí!
Mientras se iba por la carretera asfaltada podía pasar. Mareaba, pero se aguantaba. Lo malo era cuando se acababa el asfalto y empezaba el camino de tierra apisonada. Como debía llevar mucho tiempo sin arreglar, había unos surcos enormes hechos por el agua de la lluvia. Mi padre procuraba evitarlos, pero aquello era un traqueteo continuo.
 Sumad las curvas al traqueteo y tendréis el resultado. Como además íbamos muy despacio y el aire estaba muy caliente, apenas se notaba la brisa del principio y empezábamos a sudar. Era a primeros de julio y estábamos en Andalucía. Ya lo habréis visto en los partes meteorológicos de la tele. Entre treinta y cinco y cuarenta grados. ¡A la sombra!
Apareció un letrero a la izquierda: La Hueta. 1'3 km. ¡Bueno! Ya estábamos cerca. Pero el camino por el que nos metimos era también de tierra. Con baches, canales, agujeros y en las cuestas una especie de escaloncillos muy seguidos imposibles de evitar que hacían pareciera que habíamos pinchado.
Yo estaba furiosa. ¡En vez de irnos a la playa como casi todas mis amigas! 0 quedarnos en casa tan tranquilamente. ¡Teníamos que venir a este sitio perdido! Hay veces que no entiendo a los mayores. ¿Cómo les puede gustar meterse en un bosque, por muy bonito que sea, sin gente conocida, ni amigos, ni familia? Seguramente no habría nadie y menos chicos de mi edad. ¿Quién iba a venir a ese agujero?
Mis hermanos mayores, muy listos, ¡no habían podido venir! Tenían mucho que hacer.
¡Ya! Se habían olido la cosa y no querían. ¡Como son mayores y pueden quedarse solos en casa! Yo también hubiera querido quedarme con ellos. Pero a mi no me dieron a elegir. Yo a fastidiarme en aquel agujero perdido en donde no había quien llegara. ¡Estaba furiosa!
De pronto mi padre paró el coche en medio del camino. Abrió las puertas de par en par y sin decir nada señaló con los brazos extendidos como si enseñara algo. Se le veía tan contento.
 Me asomé. Allá abajo se veían dos grupitos de casas blancas a un lado y a otro del camino. Y todo alrededor montañas y bosques. Árboles y árboles por todas partes. O sea una especie de aldehuela en medio de un bosque. No veía yo a que venía tanto teatro, ni tanto gesto. No entendía por qué a mi madre se le saltaban las lágrimas, ni aquella cara de satisfacción de mi padre. Era ridículo.
¡Vaya verano me esperaba! Y ellos tan contentos.
Volvimos a ponernos en marcha. Más curvas, más botes. Esta vez cuesta abajo.
¡Al fin llegamos a La Hueta! Lo ponía en un letrero justo a la entrada. No se veía a nadie. ¡Ya me lo imaginaba.
Nos metimos al grupito de casas de la izquierda. Era la Hueta Baja según dijo mi madre. ¡A mí ya todo me daba igual!
Atravesamos un descampado que tenía una casa a la derecha y una especie de capilla con una Virgen a la izquierda. Enfrente un pasillo entre las casas. No me parecía que fuéramos a caber.
Mi padre metió el coche por allí. Yo pensaba que nos íbamos a chocar contra las paredes. ¡Era todo tan estrecho! Pero cupimos. Tuvo que maniobrar mucho e ir despacísimo. Un momento parecía que nos dábamos contra una pared, pero doblábamos a la derecha. Casi nos caíamos desde un balconcillo. Entonces girábamos a la izquierda y nada, no nos caíamos.
No se veía a nadie por ningún lado. ¡Claro! Ni siquiera había personas mayores. ¡Menudas vacaciones!
Al final del todo estaba nuestra casa. Muy estrecha por un lado y bastante destartalada por el otro. Más bien fea, con sus tres alturas desiguales y las ventanas salpicadas al tuntún en la pared más grande. Delante había un gran redondel, como una plaza, empedrada con cantos rodados, como piedras de río, haciendo dibujos.
 Era la era.
 Parece un chiste, pero no lo es, ya os contaré.
 Dejamos el coche allí mismo. Mi padre abrió la puerta de la casa que estaba hecha de tres partes. Una siempre estaba cerrada, sólo se abría para meter o sacar cosas grandes. Las otras dos estaban una encima de la otra. Y se abrían las dos juntas o sólo la de arriba.
 Empezamos a sacar cosas y a amontonarlas en el porche, delante de la entrada. No vayáis a pensar en un porche, porche. No. Ellos le llamaban así, pero eran cuatro palos sosteniendo unas chapas de uralita.
Parecía que aquello no se terminaba nunca de descargar. ¿Cómo habrían cabido tantas cosas? Es verdad que la mitad de los asientos venían abatidos, pero aquello abultaba tanto o más que el coche entero.
Mientras ellos limpiaban y ordenaban un poco me animaron para que me fuera a dar una vuelta por el pueblo. A punto estuve de preguntar. ¿Por qué pueblo? Pero decidí callarme, por lo que pudiera pasar. Aunque estaban muy contentos, les esperaba buena tarea y, ya sabéis, los mayores cambian de humor cuando menos te lo esperas. ¡Para vueltas estaba yo! ¿Qué querían, que no les diera la lata?
Por mí... Pero no sentía ninguna curiosidad. Además, hacia mucho calor. Me senté a ver como trabajaban. Aquello resultaba bastante aburrido, así que hice lo que me habían dicho y me fui a ver “el pueblo".
Bueno, la verdad es que no era feo. Y había gente. Antes debían haber estado metidos en las casas por el calor. Ahora, aprovechando las sombras, casi en cada puerta había alguien sentado en unas sillitas bajas muy graciosas. Yo pasaba, saludaba y seguía. Es lo único que siempre me ha gustado de los pueblos. Vas por la calle, o por donde sea, te cruzas con cualquiera y te saluda. Aunque no les conozcas de nada. En la ciudad sólo saludas a la gente que conoces bien. Es verdad que allí hay tanta gente que si tuvieras que saludar a todos con los que te cruzas no pararías. Contestaban con ese acento tan bonito del sur. La gente parecía simpática. Se me quedaban mirando. Yo lo veía con el rabillo del ojo y seguía.
A la entrada, en una explanada grande, frente a la capillita que tenía su verja y todo, había una pareja de mayores sentados a la sombra de los árboles junto a un sitio en el que, bajo un tejadillo, había un pilón lleno de agua. Les saludé.
Me preguntaron si yo era la niña nueva. No parecía que fueran de allí, de allí. Pinta de ciudadanos. Ella con acentillo de la tierra, pero él no. No supe que decir. Me encogí de hombros.
Entonces me dijeron donde estaban los chicos. Al parecer se habían ido a la Hueta Alta. Les di las gracias por la información, me excusé y me di la vuelta.
 ¿Chicos? No me iba a presentar allí sin conocerles. Me volví a casa. Bueno, al menos había chicos. ¿Serían muchos? ¿Habría niñas? ¿De qué edades? Siempre habría una posibilidad. Desde luego no iba a ir a buscarlos, me daba vergüenza. Ya veríamos. Regresé a la casa.
Mis padres habían trabajado como negros colocando lo más importante. Se habían sentado a descansar. Me enseñaron la casa. Parecía divertida pero estaba hecha un asco.
 Se entraba por un cuarto grande con una chimenea enorme a un lado y dos puertas al fondo. Por una se pasaba a un descansillo donde empezaba la escalera y a lo que iba a ser la cocina y el cuarto de baño, la otra era una despensa oscura sin más ventilación que la puerta.
Lo mejor era que dentro de la casa no hacía nada de calor. Al piso de los dormitorios se subía por una escalera rarísima sin barandillas, hasta una pared. A la izquierda tres escalones llevaban a un cuarto oscurísimo. A la derecha un “pasillín” llevaba a lo que iban a ser, me dijeron, nuestras habitaciones.
Dejando a un lado una puerta que daba según ellos a un trastero se llegaba a la mía. Tenía una ventana grandecita que daba sobre la era. La vista estaba bien, pero ya podéis imaginaros, bosques y bosques con montañas al fondo. Nada de particular. La suya, bastante más grande, tenía una ventana más pequeña. Desde ella se veían unas rocas con extrañas formas asomando por encima del bosque.
-- Aquella es la piedra del agujero.
Mi padre lo dijo como quien enseña un tesoro. No estaba mal. Bonito sí, pero tampoco era para tanto.
Todavía se podía subir un piso más, hasta “las cámaras”. Mi madre llamaba así a un gran desván. Ocupaba toda la casa, con un altillo encima del cuarto oscuro de abajo. Entre el suelo del altillo y el otro se abrían dos grandes agujeros que debían servir para ventilación del cuarto oscuro. Aquello estaba hecho un desastre.
Mirando hacia arriba se veía el revés de las tejas y había polvo de siglos por todas partes. Descendimos. Nos sentamos a descansar en el zaguán, así llamaban a la habitación de la entrada. Habían colocado lo imprescindible. Se estaba fresquito.
Estábamos tomando un refresco cuando oímos unas voces de chicos. Una de niña dijo en voz muy alta.
 -- ¿Vienes a jugar con nosotros?
Lo dijo varias veces y la última al lado de la puerta. Estaba claro que me lo decía a mí. No sabía qué hacer. Mis padres me animaban a salir, pero a mi me daba no sé qué.
Entonces apareció la cabeza de Almoraima por encima de la mitad de la puerta. Era mayor que yo, como tres o cuatro años más, pero, lo pude comprobar más adelante, no se daba importancia. Todavía no sabía quien era. Saludó y preguntó si quería salir a jugar. Sin vergüenza alguna.
¡Claro que quería salir!
Fuera esperaban dos chicas de mi edad, un par de chicos mayores y otros dos más pequeños. Me cayeron bien. Desde el principio me trataron como a uno más. Preguntaron las cosas normales. Mi nombre, de dónde venía, qué estudiaba. Nada raro.
Pasamos la tarde juntos, correteando, jugando, charlando. Allí nadie se hacía el chulo por ser mayor o lo que fuera. Cada uno hablaba cuando le parecía y los demás le escuchaban.
 ¡Era estupendo!
Almoraima y Rubén eran hijos de los que había visto en el lavadero, Verónica y Jesu vivían a la entrada, Santi en la Hueta Alta, Olga muy cerca de nuestra casa y al lado casi Ismael al que todos llamaban Isma.
Desde esa tarde La Hueta me pareció un sitio fenomenal.

3 comentarios:

  1. Aun recuerdo aquella sensación el el estomago cuando les escuche gritar para que saliera. Y recuerdo como ese verano, sin importarme al final que hubiera niños o no, aprendí por qué mamá tenia lágrimas en los ojos y por qué tu señalabas orgulloso aquel agujero.
    Gracias

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  2. Hola Luis! Por casualidad he dado con tu blog...que bonito! No tengo en mi mente aquellos recuerdos de la primera vez que conocía a Marta...hace ya tantos años. Tengo que leer detenidamente tu blog.

    Un beso

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