martes, 25 de septiembre de 2012

OBLIGACIONES

      Este blog comenzó siendo una aventura, no sé si literaria o técnica. Poco a poco se va convirtiendoen una necesidad.
      Siento al escribir un estar presente más allá de mí mismo en la mente de mis lectores. Que estos no sean demasiados no quita ni añade. Cierto que desearía, supongo que por vanidad, fueran millones. Pero no es menos real que uno sólo justificaría el ponerme al ordenador.
      Cada vez, no consigo sea diaria, me planteo un interlocutor. Lógicamente conocidos. Hijos, parientes, amigos. Y les escribo una carta. Muy a la antigua, como si lo hiciera con tinta y papel. Lo que pasa es que hacerlo en el blog tiene sus ventajas.
      Más fácil, más sencillo, más rápido. Y sé que a poco, ese, esos, lectores lo pueden estar leyendo. Marta en Montpellier, Aida en Canadá, Ramiro en Marsella. Y los que no nombro por mayor  proximidad. ¡Mágico!
      Es como si de algún modo mi aura pudiera estar en un momento surgiendo aquí y allá. ¿Multilocación? ¿Por qué no?
      Dejo de divagar tonterías de viejo para mandaros este cuento de "Con sabor a posguerra". Si os gusta decídmelo. ¡No os cortéis! Mi ego os lo agradecerá. Por cierto: ¿Os he dicho que me encantará si recomendais el blog a vuestros conocidos? "Vanitas vanitatis"

PLATO SENTIMENTAL

       Hace ya mucho tiempo a uno de mis hermanos, supongo que al ocurrente C., se le ocurrió bautizar este laborioso y económico manjar con ese nombre. No recuerdo como le llamábamos antes. Es posible fuera un descriptivo: Patatas con escabeche y besamel, o algo parecido. De hecho es un plato tan sencillo que ni siquiera aparece en el cuaderno de recetas de mi madre. ¿Para qué iba a escribir algo que todos podíamos reconstruir con sólo recordar el sabor?
       A todos los hermanos, ya más que adolescentes, el plato en cuestión nos hacía evocar momentos de bonanza, de alegría, de variación. ¿Nos recordaba el tiempo en que la familia común tenía un calor no discutido? ¿Era sencillamente la añoranza de la inocencia infantil, cuando el padre y la madre eran todavía el referente fundamental de nuestra vida, cuando el camino individual estaba todavía sin trazar, cuando ser hermanos era algo importante? No lo sé.
       El nuevo apelativo se fijo para siempre.
       Es, como la mayoría de las recetas de la posguerra, un plato barato, con ingredientes sencillos mediante el cual nuestras madres cubrían la pobreza de los materiales con enormes cantidades de tiempo y dedicación. Un plato de preparación lenta, pero de excelente resultado.
      El material de base, las patatas, tenía sus tiempos de escasez. Recuerdo el invierno del cuarenta y cuatro . Se llegaron a pagar, de estraperlo desde luego, siete pesetas por kilo. Teniendo en cuenta que un periódico valía treinta y cinco céntimos, siete pesetas era un precio considerable.
     Me acuerdo de todos los pormenores porque fui el encargado de comprarlas en casa de nuestra estraperlista habitual. 
     No sé por qué razón, me suena que era el día de descanso de mi padre, a él se le ocurrió pedir el plato del que estamos hablando. No descansaba el domingo como los padres de todos los chicos que conocía. Él lo hacía los jueves.
      En casa se comía cocido todos los días de la semana menos esos días. Hasta que no fuimos  mayores, el cocido diario era una regla más. Una de esas reglas inamovibles, axiomas indiscutibles, leyes no escritas, pero de irremediable cumplimiento que habían de llevarse a cabo en cada familia sin que hubiera para ello una razón precisa.   
      Como tener la mejor habitación de la casa, la que llamábamos el Comedor Grande, siempre cerrada y sin usar, salvo en ocasiones excepcionales, Navidad, Año Nuevo y el santo de mi padre.
      Porque se celebraban los santos, no los cumpleaños como ahora. Y no es que mi padre fuera muy religioso. Era una tradición. El cumpleaños de cada uno se le felicitaba, pero no había regalitos, ni fiesta. El santo sí. Y el de mi padre, allá para febrero, era sonado. Comida excepcional, dulces de todas clases y reunión de amigotes en el Comedor Grande.
     Volviendo a la receta, el día de autos no había patatas en casa, agotadas las del racionamiento. Había que conseguirlas por el único procedimiento posible, el estraperlo. Ahora se diría mercado negro.
      Es curioso, casi nadie recuerda el origen de la palabra. El Straperlo había sido, allá por el año treinta y cinco, una especie de ruleta trucada que la autoridad competente  prohibió por fraudulenta. Uno de los autores del juego, el holandés Daniel Strauss, al no recibir compensación económica, denunció la implicación de parientes de Lerroux, entonces Presidente del Gobierno, del gobernador general de Cataluña, del alcalde de Madrid y del ministro de la gobernación entre otros. De resultas Alejandro Lerroux hubo de abandonar el gobierno. Y pasó al lenguaje popular como sinónimo de comercio ilegal y clandestino de artículos escasos con la complicidad de las autoridades. Solo mucho después, ya pasada la escasez se asimiló con la idea de intriga o chanchullo.
        La gama de los estraperlistas era muy amplia. Desde las muchachas que ofrecían pan y cigarrillos en la esquina de la calle, hasta los personajes encumbrados de los que sólo se hablaba a media voz entre los adultos, pasando por un amplio surtido de intermediarios.
        En el edificio de al lado, una casa de vecinos con solo dos plantas y el bajo, había una estraperlista. Solía tener todo lo que hacía falta. Eso sí, a precios muy por encima de lo razonable.
       Por una u otra causa, yo había ido alguna vez a por algún manjar especial acompañando a mi madre y le caía sensiblemente bien a la mujer. Entonces tendría seis años y era un niño rubito y charlatán. La estraperlista era una mujer gordísima, con unos brazos tan gruesos como todo mi cuerpo y unas piernas monstruosamente hinchadas por alguna enfermedad que no recuerdo.
      La llamaban Maruja. Nunca salía de su casa, una casa en la que no había hombres. Debido  a imposibilidades físicas nadie se podía imaginar aquella mole humana caminando por la calle.
       Tenía una voz que a mí me resultaba dulce. Para mis hermanos era la voz de la bruja de La Casita de Chocolate. Intentaban asustarme cuando, como en esta ocasión, había de ir a por algo.
--Cuando te diga que la acompañes por el pasillo, ten cuidado. Te empujará en una jaula y te cerrará la puerta.
--No me importa. Me dará de comer todo lo que quiera para engordarme y, cuando ya esté gordo, vendrá mamá y me sacará de allí.
       No sé por qué su voz me resultaba tan grata. Hablaba arrastrando las palabras, entrecortada por aspiraciones asmáticas.  No era una voz bonita, ni cálida, pero a mí me gustaba. Nunca me resultó desagradable la Señora Maruja  y, cuando murió años mas tarde, me enfadé con mis amigos del barrio porque hicieron bromas sobre las dimensiones del ataúd, por cierto nada desmesurado.
      Para mí siempre tenía un caramelo, una galleta o un terrón de azúcar. Me gustaba aquella mujer inmensa que se desplazaba apoyándose en una silla. La dolencia de las piernas unida a su peso no la permitían permanecer en pie sin algo en que sujetarse.
     Aquel día fui primero a preguntar si tenía patatas y, sobre todo, el precio. Me abrió la puerta una sobrina  algo mayor que yo. Vivía con ella. En la calle presumía mucho porque era familia de la estraperlista. Eso le daba un cierto estatus prepotente. Me hizo pasar hasta la salita en que la señora Maruja estaba semi tumbada en un sofá oscuro. Me saludo cariñosamente, como siempre, asegurándome que tenía patatas e informándome del precio.
      Regresé a casa con la impresión de las siete pesetas, todo un capital para mí.
      Tras las protestas contra el sistema, la corrupción y las veladas alusiones al régimen fascista, mi padre, debía apetecerle mucho el plato en cuestión, aceptó. Mi madre me dio el dinero y una bolsa de tela.
--Te traes un kilo. Dile que te lo dé cumplidito y que sean patatas grandes, pero no demasiado. Adviértele que si alguna sale mala se la devuelvo.
      De nuevo bajé a la calle, subí a la casa de la estraperlista, me abrió la misma antipática sobrina y entré de nuevo en la salita a dar mi recado.
      La mujer se rió. Mientras se levantaba haciendo mil esfuerzos, irguiéndose lentamente hasta lograr la vertical con ayuda de la inevitable silla, entre toses asmáticas y aspiraciones que se me antojaban iban a agotar todo el aire de la habitación, explicó:
--Dile a tu madre que estas patatas son tan buenas como las que le sirven a Franco en El Pardo y no esa porquería del racionamiento. Aquí se pueden comer hasta las cáscaras. En mi casa las patatas no se pelan, se lavan bien lavadas y a freír o a cocer, que todo es alimento.
      Seguía hablando, con voz entrecortada pero siempre alegre, mientras se arrastraba con su silla por un pasillo lóbrego hasta el cuarto en que tenía las provisiones.
--Son caras, desde luego, pero lo que cuestan valen. Ya verás hijo que carita tienen, dan ganas de comerlas así como están. Yo no me gano nada en ellas, las cobro a lo que me cobran a mí. Todo sea por las clientas que para eso estamos aquí ganándonos un duro que nuestros trabajos nos cuesta.
      A mí me entraba congoja viendo los esfuerzos de aquella mujer para que nosotros pudiéramos comer patatas. Asentía con la cabeza a todo lo que me contaba.
--Esto se está poniendo cada día peor. Lo que piden los labradores. Se quejan, se quejan, pero para ellos es la vida. Y luego los transportistas. Y lo que hay que untar aquí y allá.
       Yo apuntaba todo en mi cabeza para preguntar en casa. Sobre todo lo de untar. ¿Qué había que untar? ¿Dónde era aquí y allá? Al llegar a casa se me olvidó. Mucho después supe el significado de untar, quienes podían ser los untables, y cual había de ser la pasta con qué hacerlo.
      La mujer seguía avanzando lentamente sin dejar de hablar, de toser, de tragar el aire a bocanadas, parándose a cada momento para emitir un:
--¡Ay, señor Jesús!
     Y seguir relatándome como si yo fuera una persona mayor. Quizá era eso lo que me gustaba de ella. Me daba mucha pena verla pasar aquellas fatigas para algo tan sencillo como era un kilo de patatas. Aunque, según lo contaba, de sencillo no tenía nada.
--Los labradores te clavan. Que si el precio de la simiente, que si el abono, que si las heladas, lo que deben darle a los inspectores... Ya les diría yo.
      Cuando, por fin, llegábamos al cuartito, cerrado con cerrojo y un candado, sacaba las llaves y abría. Al encender la luz, aparecía algo así como la cueva de Ali Babá.
      Era un cuarto pequeño, las paredes cubiertas de estanterías y unos sacos más o menos llenos a los lados. Patatas, judías, garbanzos, lentejas, latas de conserva, arroz, azúcar. Y un olor entre a humedad y a podredumbre, mezclado con el de las salazones y el aceite crudo.
       Cada uno de los olores, por separado, podría haber resultado desagradable, pero en conjunto, tenían un algo de intimidad, de abundancia, de estar a gusto, que no molestaba.
       Sobre una mesilla de noche, a la entrada, una balanza con su platillo de metal le permitía pesar lo que vendía.
--Anda hijo, que tu estás ligero, alcánzame unas cuantas patatas que te las pese. Unas pocas más. Ya, ya, no tantas. Dile a tu madre que le doy el peso bien corrido. Porque son para ti, que eres un san Luis. Si alguien te pregunta, dile que ha sido kilo y medio. A ti solo te cobro un kilo, pero me tienes que dar un beso.
        Se lo daba sin ningún reparo. Si lo contaba en casa, mis hermanos hacían toda clase de gestos de asco y horror. No me lo explicaba. Para mí era como una abuela. Al no haber conocido a ninguna de las mías, todas las viejecitas, entrando en esa categoría todas las mujeres mayores que mi madre, me resultaban parecidas.
       Salíamos. Volvía a echar el cerrojo y a poner el candado. Yo no sentía deseos de marcharme. Era agradable sentirse agasajado por una persona mayor ajena. Al final le daba su dinero y otro beso. Ella me daba una galleta o un bizcocho, sin dejar de hablar, mientras regresaba a su sofá.
--Ya verás que patatas. Manteca pura. Y tú que las has escogido muy bien. ¡Eres más listo! Ya sabes, si alguien te pregunta, kilo y medio. Y vuelve pronto, ya sabes que en esta casa se te quiere bien. Un san Luis, lo que se dice un san Luis.
         Y volviéndose hacia su sobrina.
-- Anda, acompaña al niño hasta la puerta. Dile a tu madre que tengo unas judías blancas que se deshacen en la boca. Bien lo sabe. Todo de lo mejor. ¡Vuelve cuando quieras! Ya ves como te trato.
       La sobrina salía a abrirme la puerta con aire de dignidad ofendida y ni siquiera contestaba a mi saludo de despedida. Yo llevaba a casa las patatas con el aire de quien porta un tesoro.
       Mientras mamá pelaba las patatas y los tomates tuve que ir a por el bonito en escabeche. Había que cruzar a la acera de enfrente, justo frente a mi portal. Era la tienda de Felipe, había otra un poco más lejana, la de Diego, pero comprábamos en Felipe por lo que contaré en otra receta.
--Con mitad de cuarto nos conformaremos. Te ha dado bastantes patatas Maruja, contigo se porta mejor que con nadie. Haremos todas las patatas menos una, para el cocido de mañana. Hay bastante tomate y puedo alargar la besamel. Anda hijo cruza con cuidado. Mira a los dos lados antes de cruzar no sea que venga un tranvía. Que te lo apunte y yo bajaré mañana a pagarle. ¡Ah! Y dile que no me importa que este un poco desmigado, pero que te lo pese bien.
       Otra vez para abajo. Cruzar la calle no era ningún problema. Casi no había automóviles. Solo los taxis de la parada y algún camión no muy a menudo. Tranvías sí pasaban en una y otra dirección, pero iban despacio y hacían tanto ruido que no resultaban un peligro. Los chicos mayores solían usar el borde de la acera de enfrente para saltar a pídola y la mayoría del tiempo estaban en la calzada. Algunos se colgaban de los topes, como llamábamos a los parachoques del tranvía. Mi madre decía que eso solo lo hacían los golfos, pero a mí me daba mucha envidia verlos sentados con los pies en alto agarrados a la cuerda del trole. Me hubiera gustado ser golfo alguna vez para poder montarme así.
    
Aquellos tranvías abiertos, lentos y chirriantes, me atraían. En realidad creo que les pasaba a todos los chicos de mi barrio.
      Rara vez los utilizábamos. Iban de Cuatro Caminos hasta la Dehesa de la Villa y algunos hasta Peña Grande.
       Entonces se hacía todo andando. O no íbamos. Creo que no era, o no tan solo, una cuestión de economía. Para pasear no tenía sentido coger el tranvía y si teníamos que ir a un sitio demasiado alejado usábamos el Metro. El resto se hacía a pie.
      Uno se pone a pensar en ello y casi no recuerda otra cosa que las caminatas. Paseos, visitas, recados. Solo excepcionalmente el metro o el tranvía. Los autobuses solamente si había que salir de Madrid. Y ese hábito andariego se alargó durante muchos años. ¿Era solo la escasez de automóviles? ¿La economía ajustada?
       Siempre me ha gustado andar. Entonces era lo habitual.
       Volví con el escabeche y ella había frito casi todas las patatas. Primero las pelaba, luego las hacía rodajas bastante finas, a la inglesa, y las freía haciendo que quedaran sueltas y crujientes. En un cacharro aparte había puesto los tomates pelados y muy troceados, un ajo picado muy finito con un poco de aceite, lo había tapado y puesto al calor. Era lo más lento. Le echaba la sal y una cucharadita de azúcar. Removía a menudo el cocimiento.
       Cuando ya tenía fritas todas las patatas que iba a utilizar y mientras los tomates seguían cociendo lentamente, preparaba la besamel.
      Primero, en la sartén grande, ponía un poco de aceite y freía un ajo. Una vez que éste estaba bien torrado, lo aplastaba, lo sacaba y lo tiraba a la basura. A nosotros eso nos llamaba mucho la atención. ¿Para qué se tomaba tanto trabajo si luego lo tiraba?
      Retiraba un poco la sartén, echaba la harina y la tostaba, muy despacio. Al principio se apelotonaba toda, pero luego se iba soltando y se quedaba como arena fina. Entonces muy poco a poco, echaba la leche removiendo sin parar. Muy deprisa al principio. Luego, cuando aquello se diluía, despacio. Le echaba sal y seguía removiendo un buen rato.
       Era un momento delicado. Había que estar callado y quieto por si acaso. A cada rato miraba el tomate y lo removía un poco, para volver a la besamel. Al cabo de un tiempo, ésta empezaba a hervir con pompas que se levantaban y estallaban. Era un espectáculo divertido aunque peligroso. Había que alejarse por si salpicaba. Quemaba mucho.
        En cuanto la besamel parecía una papilla no demasiado espesa, la retiraba. Entonces empezaba  el montaje final. Le gustaba contarlo en voz alta, más como recordatorio que con afán didáctico.
--Se coge una cazuela honda de barro. Se extiende una parte de la besamel por las paredes y el fondo. Luego se pone una capa de patatas fritas, una de salsa de tomate, la mitad del escabeche bien desmenuzado, otra capa de besamel, otra de patatas, otra de tomate, la segunda parte del escabeche, otra de patatas y se cubre todo con el resto de la besamel.
         El coro intervenía, más por afán de protagonismo que para conocer la respuesta ya sabida de otras veces.
--¿Y si hay más patatas?
--¿O más escabeche?
--¿O más tomate?
--Se pueden poner todas las capas que se quieran en ese orden y la besamel restante se echa toda por encima. Luego se pone al horno suave durante media hora. Mirándolo de vez en cuando para que no se queme.
      Metía la cazuela en el horno, procurando que estuviera muy flojito para que se tostara un poco la parte de arriba y se mantuviera caliente hasta la hora de comer.
      Aquellas "cocinas económicas" cuyo elemental mecanismo nada tiene que ver con el de las actuales, permitía, bien manejada por la experta mano materna, no sólo toda clase de matices de temperatura, sino que con un mínimo de consumo cumplía satisfactoriamente las labores en que hoy empleamos multitud de electrodomésticos. Es verdad que necesitaban la dirección magistral de las sacrificadas encargadas del hogar.
        Nosotros hasta la hora de comer íbamos a estar salivando sin parar. Creo que es una de las pocas veces en que nadie dejaba en el plato el mínimo resto. Ni siquiera C. le ponía sus habituales reparos. Sí, indudablemente hubo de ser él quien le puso nombre al Plato Sentimental.
      Mi madre sonreía complacida.  Hiciera la cantidad que hiciese nunca sobraba y mi padre nos solía gastar la broma.
--Hoy no hay que fregar los platos, ya se han encargado los chicos de dejarlos limpios.

INGREDIENTES PARA SEIS COMENSALES
Kilo y medio de patatas.
Cuarto kilo de escabeche de bonito (mejor el comprado a granel)
Un kilo de tomates.
Dos ajos y una cucharada de azúcar.
Cuatro cucharadas rasas de harina.
Un litro de leche.
Aceite abundante para freír las patatas, usando  dos cucharadas para el tomate y otras dos para la besamel.
         Sal.   

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